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Por Luciano Lutereau | Portada: René Magritte
1.
La interpretación del analista no es interpretación de hechos.
Es interpretación de la interpretación espontánea que ya realiza la neurosis.
De ahí que se diga que va contra el sentido; por eso un analista no le dice a alguien cuál es la verdad de lo que vivió.
La frase de Lacan de que la interpretación pone “el saber en el lugar de la verdad” podría entenderse en esta dirección.
Por ejemplo, alguien teme que su pareja lo deje, ya que hace un tiempo no tienen relaciones; ¿por qué hace del sexo la medida del vínculo? Piensa que si no lo hacen, la pareja podría hacerlo con otra persona. Así justifica su celotipia.
Suena verosímil, pero esto no es lo relevante para una interpretación, sino la cuestión de por qué cree que es un factor externo a la pareja lo que la pone en crisis; entonces, ¿cómo no ver que al sujeto no le queda otro lugar que el de retener al otro?
La interpretación en análisis no interpreta en sentido estricto, sino que pone de manifiesto la interpretación de la fantasía para que, a su vez, esta caiga.
2.
Hay un tipo de transferencia, en la aún no llega a constituirse un síntoma y que implica un desplazamiento de impotencia al analista.
Quien sufre, no está aún lo suficientemente sintomatizado, entonces presenta su malestar de manera difusa y lo hace impactar en el vínculo analítico.
Si la transferencia neurótica tiene la forma de una pregunta: “¿Qué podés decir(me) de lo que me pasa?”, en este tipo de casos se trata de una manifestación impersonal: ”Pasa esto”.
Este tipo de presentaciones desafían al analista que, si está tomado por esa versión del “furor curandis” que es ponerle onda a todo -mostrar el lado positivo de las cosas, creer que su laburo es “salvar” al sujeto-, en nombre de las mejores intenciones puede terminar odiando a su paciente.
Estos casos no son graves (desde el punto de vista del riesgo), pero sí sumamente difíciles, porque se trata de personas en las que el aparato psíquico no está del todo constituido.
Tener un psiquismo es, básicamente, vivir de acuerdo con un registro de experiencias, huellas mnémicas, a las que regresar en diferentes momentos y según la ocasión. Esto es lo que no ocurre en estos casos.
Dicho de otra manera, se trata de personas cuya precariedad psíquica está en que permanecen en una relación primaria con el otro: la verdad de sus actos no se plantea más que a través de la relación con los otros; no pueden entender qué les pasa si no lo hablan con alguien, no pueden tomar una decisión sin comunicarla inmediatamente, el uso del pensamiento es casi nulo (aunque la cabeza les funcione todo el tiempo), la impulsividad está a flor de piel, entre otros rasgos que ya destacamos con Marina en nuestro libro “Narcisismo”.
Lo que me importa aquí es como el analista queda destinado a la impotencia o el odio como defensa contratransferencial -porque el paciente rechaza su arte interpretativo.
En cualquiera de las dos situaciones, impotencia u odio, el punto es la angustia del analista ante un paciente por el que seguramente podrá hacer un muy poco.
Sin embargo, como me dijo una vez mi supervisora hace mucho años: si el psicoanálisis dependiera de ayudar a las personas, tendríamos que hacer otra cosa, dedicarnos a otra práctica.
Este tipo de casos ponen a prueba la posición del analista respecto de su política; no es fácil quien se dedica a esto, asumir que hay pacientes por los que no podrá hacer mucho, a veces nada. Ya incluso decirlo así acerca la posición del analista a una actitud cínica o canalla -en la que un analista puede refugiarse, tal vez para no angustiarse.
Y ese “no hacer nada”, en ciertas ocasiones, puede ser lo que mejor se haga, como sostén de un lazo a la espera de la circunstancia que permita que un acto -muchas veces contingente- funde un psiquismo.
Sostener estas transferencias “insufribles”, en las que el sufrimiento no falta, pero con un sujeto pendiente, también ponen a prueba otro rasgo de la posición del analista; ya no su declinación sádica, por impotencia u odio, sino su potencial masoquista, la capacidad de soportar, contra el que también puede reaccionar con esa otra forma de hostilidad que es la indiferencia.
Sobre este tipo casos, sin diagnóstico, cada vez más comunes, sería preciso escribir más.
* «La cascada» (1961) de René Magritte
Etiquetas: Jacques Lacan, Luciano Lutereau, Psicoanálisis, René Magritte