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Por Pablo Manzano
No había día que no pensara en el sexo y en el suicidio, y qué inviable parecía tanto lo uno como lo otro.
En plena época de la consumación (dicen que nunca fue tan fácil) yo me había convertido en un experto del deseo, un memoriógrafo que se recrea en su escritura disoluta: mi sucio secretito. Un escritor de nuestros días afirma que al narrar el sexo sólo se puede ser artificial o vulgar. Pues hace no mucho tiempo sólo se podía ser artificial (o rebuscado), como si aún no se hubiese (re)inventado la obscenidad, el lenguaje directo. En textos no demasiado antiguos se alude a la erección como una «llamarada»; felatios, coitos, magreos y cunnilingus brillan por su ausencia, en cambio sí que se besan manos y de vez en cuando se roza una rodilla (el acto, aunque decoroso, quita el sueño), o se escriben cartas y versos en tono sincero que invocan ojos y labios con atrevimiento poético, que hablan de auroras y primaveras, de cielo, luna y horizonte, pero que en un lenguaje menos arcano aluden inequívocamente a muslos, nalgas, falos, vulvas, pechos y polvos desenfrenados. En nuestra época se puede ser explícito y vulgar, ya se reirán de nosotros en el futuro, pero lo mismo da si escribe una pluma procaz o un erotómano sagaz, al final el sexo ideal siempre será escurridizo para la narración y el resultado infructuoso, como el intento de escribir filosóficamente sin calar hondo, o cerebralmente sin alcanzar la inteligencia (corpulencia teórica y conclusiones escuálidas). Como quien intenta atrapar con la mano un puñado de agua. En mi sucia escritura al menos no había rastros de sexo ideal, sólo lugar para coitos fallidos, no consumados, para el vacío hipersexual, el deseo reprimido, suprimido, aliviado en solitario.
La época es ambigua, la época no se aclara, la época estimula el ansia carnal y por otra parte obliga a reprimirla. Porque es el ansia carnal y no el deseo sexual lo que se expande y obsesiona, el ansia desvinculada de todo deseo auténtico, como una replicación narcisista en nuestro afán por imponernos en la conquista de otros cuerpos. La celebración/sacralización cinematográfica del sexo es menos el mapa de un territorio caricaturizado que el mapa que, en su esencia escenográfica, precede al territorio: la construcción de un diorama sensual animado en el que se pretende habitar con la ilusión de estar eligiendo una realidad (que en realidad imita a la ficción), como si se quisiera vivir en la pintura rupestre de una gruta que representa la vida que conviene y se desea: carne, celebraciones, ritos, fiestas. En el futuro, al menos en el que me gusta imaginar, el sexo dejará de ser un imperativo ficcional de época, perderá toda importancia y su efecto publicitario desaparecerá. No habrá que celebrarlo ni promoverlo. Célibes, onanistas, asexuales y parejas que no copulan dejarán de ser el blanco de la compasión o el escarnio mediático, ya nadie se sentirá miserable, ya nadie (ni ellos ni ellas) tendrá que alardear o avergonzarse (follo, no follo), el antes y el después (sobre todo el después) dejarán de ser un engorro, el sexo dejará de ser ese opio resacoso y puede que a fuerza de polvos sin coste alguno (de ningún tipo) nos reconciliemos con nuestro modesto destino. La infidelidad dejará de ser lo que es (dejará de ser), desaparecerán las barreras absurdas, en el futuro que me gusta imaginar mi amiga Bea ya no pensará como piensa, «oye, Patricio, te he dejado entrar aquí, ¿cómo puedes desaparecer así?»; Bea ya no se sentirá vacía.
Mientras tanto seguimos atrapados en esta guerra, la época nos obliga y así combatimos el tedio. Las grandes historias masculinas están escritas con sangre y semen (Alejandro Magno). Las pequeñas (la mía) sólo con semen. Los polvos son nuestras batallas, lo único que nos hace sentir vivos en este húmedo baile con la muerte, en una dimensión porno donde no hay vida, sólo sexo. Puede que el sexo nos interese menos de lo que estamos dispuestos a admitir, pero una eyaculación, un orgasmo, un revolcón es el único consuelo vital que nos queda. La ilusión de vivir intensamente. En la época de la consumación, el sexo consume nuestras vidas.
Fragmento de la novela Celebración, de Pablo Manzano.
Ed. Equidistancias
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Etiquetas: Celebración, Equidistancias, Pablo Manzano