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Por Marcelo Acevedo
El rap y sus derivados -el trap, el drill- en la actualidad son más punk que el propio punk, al menos en el sentido de que es el tipo de música que más se acerca al concepto del DIY –Do It Yoursef, Hazlo Tu Mismo- en nuestro país. El ejemplo más claro de esto se encuentra en los trenes y subterraneos de Buenos Aires: los pibes haciendo rap en los vagones fueron una constante exponencial desde el fin del confinamiento por la pandemia hasta hoy. Algunos rapean canciones con letras previamente escritas, pero la mayoría se sube a hacer freestyle, es decir, improvisan rimas al momento. Muchos llevan un parlante portatil o hacen sonar un beat directamente desde el altavoz de su celular, pero otros rapean acompañados por el sonido de un beatbox –beat o base musical producida con ruidos vocales- que crea un compañero, o directamente usando sus manos como percusión. En fin, que la gran mayoría son pibes de clase baja que buscan hacerse unos pesos rapeando y no necesitan aparatos electrónicos para hacer música. Les alcanza simplemente con hacer vibrar sus cuerdas vocales. Para ser claros: si querés tener una banda de punk necesitás un lugar para ensayar, una guitarra, quizás un bajo, una batería y amplificadores, artefactos a los que la mayoría de los chicos que se suben a rapear a los trenes no pueden acceder. Pero hasta el pibe más pobre tiene la oportunidad rapear en la calle sobre una base de beatbox.
Hace unos días hablaba con un amigo sobre la grandilocuencia exquisita de un clásico del prog-rock de los ’70 como lo es Fanfare for the common man de Emerson Lake & Palmer, canción basada en una obra de música clásica de 1942 del compositor Aaron Copland. Y fue justamente ante esto contra lo que se rebelaron los punks a mediados de 1970: los dinosaurios virtuosos que tocaban música compleja, perfecta, inalcanzable para el común de los mortales. Lo que venía a decir el punk era «no necesitás ser un virtuoso para hacer música, no es obligatorio ir al conservatorio para tocar un instrumento, podés ser de clase obrera y tener una banda. Hacelo vos mismo». ¿Y qué más DIY que poder hacer música sin necesidad de estudiar música ni dinero para comprar instrumentos? Podés vivir en calle de tierra, entre chapas y cartones, e incluso sin electricidad, pero si aprendés a rimar, si practicás la improvisación, si entendés como fluir sobre un beat y aprendés a utilizar tu garganta para hacerla sonar como bombo y caja, tenés todo lo necesario para hacer música, divertirte y de paso hacer unos pesos. Hay pibes que empezaron en plazas, rapeando sobre beatbox, sin micrófono ni parlantes, y hoy son artistas internacionales que llenan estadios, tienen millones de reproducciones en las diferentes plataformas y son amados por la juventud.
Para que quede claro: no estoy tratando de decir que el rap, el drill o el trap son mejor música que el punk, ni más interesantes, ni más originales, ni más relevantes. No me interesa esa discusión. Mi argumento es que hoy, le moleste a quien le moleste, el rap es más punk que el propio punk, al menos en su etapa inicial -antes de que el sistema y la industria musical fagocite al artista y lo convierta en un producto vacío, como suele pasar con casi toda la música en el capitalismo tardío-, cuando es 100% DIY: acá un pibe sin recursos puede aprender a rapear; después, con poquitos recursos (una PC y algunos programas), puede convertirse en beatmaker, e incluso grabar sus propios temas. El sueño de hacer música, de ser un artista, de ganarse el respeto de sus pares, de ser conocido en el barrio, e incluso de convertirse en un «rockstar», ya no parece tan lejano desde el momento en que un chico entiende que tal vez pueda lograrlo únicamente con ganas, esfuerzo y anhelo.
En este sentido, creo que el libro de Kit Mackintosh Gritos de Neón. Cómo el drill, el trap y el bashment hicieron que la música sea novedosa otra vez (Caja Negra, 2022) es un punto de inflexión para entender qué pasa con estas nuevas tecnologías y formas de concebir la canción. Es quizá una guía fundamental para vislumbrar por qué tantos jóvenes hoy eligen el trap, más allá de argumentos facilistas como “porque está de moda” o “los pibes de hoy no entienden nada de música”. Sobre todo porque está escrito por un joven periodista 100% centennial – tiene apenas 25 años- que tiene muy claro lo que quiere contar(nos) y defender.
Gritos de Neón. O lo que tienen para decir los pibes sobre la música que los interpela
“El rap está listo para implosionar. Quizá ya lo haya hecho. Sus límites se alteran y deshacen. Le cambia la piel. El rostro se agrieta. Le sale sangre de las cavidades de los ojos. Se está desintegrando”, escribe Kit Mackintosh en Gritos de Neón, y en estas breves líneas se condensa el núcleo de su estilo narrativo, una mezcla entre periodismo musical desaforado, teoría ficción, poesía oscura y lenguaje sci-fi. El capítulo se titula Post Rap. El tiempo de sueño alien, y comienza con una cita de Terrence McKenna sobre unas criaturas llamadas “elfos de la máquina” que solo pueden contactarse a través de un viaje con DMT, como para dejar en claro de entrada que para este joven periodista el trap es la nueva psicodelia.
Mackintosh es un centennial que forma parte de una generación que creció leyendo –y discutiendo- sobre música en los foros de internet y forjó parte de su bagaje crítico musical en las redes sociales, en blogs y vlogs. Pero además es músico multiinstrumentista y sesionista profesional: «Esta fluidez con los ritmos y un conocimiento básico de tecnología musical le otorgan una perspectiva sumamente inusual en un crítico» afirma Simon Reynolds en el prólogo. Y atención: que Reynolds -uno de los mejores (sino el mejor) periodistas culturales y musicales de los últimos 20 años- firme el prólogo es una forma de avalar a este joven periodista y su aventuradas teorías.
La propuesta de Kit Mackintosh en este libro es tan radical que de entrada nos propone que nos desprendamos del pezón marchito del siglo pasado porque todo aquello que alguna vez supimos amar -los sonidos que se nos antojaban futuristas y galácticos (ritmos robóticos, sonidos de naves espaciales, ruidos mecánicos, explosiones de metralleta y acero)- hoy son solo un cadáver putrefacto, un fantasma listo para ser exorcizado. “Así que a la mierda el futuro de tus padres. A la mierda los futuros de museo y los futuros putrefactos y calcificados que se formaron como sarro en la imaginación de los fans de la música en todas partes. Este libro no es sobre un panteón pacífico de pioneros autorizados», clama desde el prefacio.
Para analizar las nuevas músicas, Mackintosh se sitúa en el núcleo de este universo recientemente formado, es decir, toma como punto de partida el empleo del procesamiento digital de la voz al que ve como «el nuevo canal para lo maravilloso» -un espacio liminal donde se quiebran y se abandonan los límites del sonido- y desde allí vocifera que el AutoTune -o más bien esa forma particular de utilizar el AutoTune que tienen algunos (t)raperos- da como resultado lo que él denomina «psicodelia vocal», piedra angular de esta nueva mitología musical cuyo panteón está conformado por los nuevos dioses del trap, el drill, el bashment y el dancehall: Future, Travis Scott, Playboi Carti, Young Thug, Vybz Kartel, Mavado, Loski, Digga D.
Para Mackintosh la psicodelia vocal constituye un macrogénero nuevo por derecho propio, ganado a fuerza de performances vocales mutantes, sin precedentes, futuristas. Demasiado futuristas. Posiblemente los millenials aún no estemos listos -y quizá nunca lo estemos- para comprender del todo esta psicodelia vocal, una forma de cantar alienígena, difícil de asimilar para nuestros oídos, como en su momento lo fueron el dub, el jungle o el tecno de Detroit para las generaciones pretéritas. Los raperos que deforman su voz con AutoTune son como Marty McFly tocando Johnny B. Goode de Chuck Berry en el baile de la secundaria de Hill Valley: “Creo que ustedes (millenials), aún no están listos para esto, pero a los centennials les encantará”.
Mackintosh nos habla de un cambio de paradigma total: nos acostumbramos a que el avance de la tecnología de los sintetizadores y las baterías electrónicas sea sinónimo de innovación, pero hoy la innovación proviene del procesamiento digital de la voz -el AutoTune- que produce sonidos nuevos que «nos están recalibrando la consciencia». La música actual rompe con el pasado, se abre un camino propio a medida que se aleja de sus predecesores como en su momento lo hicieron el rock con el blues, el rap con el funk y el black metal con el heavy clásico.
Kit Mackintosh viene a decretar la muerte del viejo rap, a entregarle el certificado de defunción a sus parientes para que se lleven el cadáver frío de una vez por todas y dejen espacio para las nuevas generaciones que están creando una música tan distinta que ya no puede ser considerada parte del mismo “linaje”, canciones armadas a base de capas y capas de abstracción vocal, cada una de las cuales “aparta más y más a esta nueva música de las sensibilidades sónicas del rap más antiguo. Es hora de reconocer que ha nacido algo nuevo.”
En su ensayo El medio es el masaje. Un inventario de efectos (1967) Marshall McLuhan propone una idea revolucionaria: todos los medios son prolongaciones de alguna facultad humana, ya sea física o psíquica. Desde un punto de vista clásico –pero también cibernético-, la tecnología es una extensión del cuerpo: “La rueda es una prolongación del pie, el libro es una prolongación del ojo, la ropa una prolongación de la piel, el circuito eléctrico una prolongación del sistema nervioso central”. Utilizando el mito griego de Narciso –quien confundido por la diosa de la venganza Némesis se enamora de su propio reflejo en el agua- McLuchan sostiene su teoría y asegura que “esta extensión suya sensibilizó sus percepciones hasta que se convirtió en el servomecanismo de su propia imagen extendida o repetida”. Gracias a estos servomecanismos, que son extensiones del cuerpo y la mente humana, el ser humano sufre cambios profundos que lo transforman en hombre-máquina, hombre-arma, hombre-rueda. Si el micrófono es una extensión de la voz del ser humano, el AutoTune es la búsqueda de evolución no-azarosa y forzada de esa extensión, es el “algo nuevo” que ha nacido gracias a la utilización de esta tecnología que nos introduce de lleno en la “era de la Música Ántropo Mecánica”, un futuro mutante, inquietante y extraño musicalizado por un posthumanismo empalagoso.
Quizá el único “problema” –y lo pongo entre comillas porque para mí no es un problema, pero entiendo que para muchos lectores sí puede serlo- es que Mackintosh muchas veces promete más de lo que después nos ofrecen los músicos, y su definición –que lejos de la frialdad de los tecnicismos académicos ofrece sensaciones, sentimientos, emociones- de algún subgénero o canción termina siendo más estimulante que la canción misma. Pero nada nos quita que podamos disfrutar de esa prosa tan excesiva y refrescante, imaginando lo que vamos a oir o directamente escuchando la música a la que alude mientras leemos fragmentos tan inspirados como este: “No contentándose con desintegrar el cuerpo del oyente, el frag rap también siembra el caos en su conciencia temporal, y la insensibiliza físicamente. El propio tiempo pasa a ser el medio por el cual se percibe el impulso y la velocidad mientras se escucha. Los raperos frag verbalizan intrincados origamis sonoros a partir de hojas de papel de tiempo lineal. Plegando el pasado y el futuro sobre sí mismos mientras los ad-libs repiten la frase principal, de modo que se vive el mismo momento dos veces en una fracción de segundo (…) uno se siente como si lo estuvieran rompiendo en pedazos. La mente, el cuerpo y el alma terminan pulverizados. Todo lo que existe lo hace en un solo momento, ni antes ni después. Cada pensamiento, pestañeo y respiración se siente completamente separado del siguiente en la conciencia, cada uno es una realidad distinta, independiente. Cada segundo se vuelve una génesis y un apocalipsis”; o este otro: “Los mundos sonoros del frag rap son tanto más inmensos que la vida real que uno se vuelve completamente susceptible a la idea de que esta música es como una épica, una batalla arquetípica entre fuerzas del bien y del mal; es como el sentimiento de redención por medio de la lucha que transmiten cosas como A love supremñe de John Coltrane y Elevation de Pharaoh Sanders, pero desde los paisajes sonoros del año 3050.”
Sobrevivir al rodeo
A modo de cierre, un mensaje para los viejos escépticos: una manera bastante sencilla para tomar dimensión de la verdadera importancia y el impacto que el trap tiene hoy en la juventud es mirar la película Look Ma I Can Fly (White Trash Tyler, 2019), un documental sobre el ascenso musical de Travis Scott que muestra el fanatismo y la devoción que su música genera en los jóvenes, y sobre todo la locura que invade a los miles de pibes que se acercan a sus recitales para disfrutar de un espectáculo en vivo muy intenso, con una puesta en escena grandilocuente y un performer que explota arriba del escenario y los hace explotar a ellos. Es más bien extraño ver mosh, stage diving –volar desde el escenario hacia el público-, pogos multitudinarios y gente tirando las vallas para invadir el campo en recitales que no sean de alguna variante del metal, el punk o el hardcore, pero en los shows de Travis Scott todos estos son elementos infaltables, parte fundamental de su folklore, llevando todo a puntos tan extremos que, lamentablemente, incluso ha muerto gente aplastada en estampidas. Una de las frases que puede leerse estampada en las remeras de los pibes luego de un recital de Travis Scott es “yo sobreviví al rodeo”, en referencia a los shows de la gira de Rodeo, su disco del año 2015. Por lo visto no solo en lo bueno sino también en lo malo el trap es más punk que el punk.
Gritos de Neón
Cómo el drill, el trap y el bashment hicieron que la música sea novedosa otra vez
Kit Mackintosh
Caja Negra, 2022
168 páginas
* Ilustraciones: Trap Kiid Billy
Etiquetas: Gritos de Neón, Kit Mackintosh, Marcelo Acevedo, Marshall McLuhan, Punk, TRap, Trap Kiid Billy, Travis Scott