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Por Manuel Quaranta
I.
Últimamente, se me dificulta la tarea de sobrevivir al día sin devorar algún fragmento de La Nación+. TN, por momentos parece un vaso de vino tibio frente a un sed insaciable, y C5N, bueno…, C5N…
El joven Majul, la oveja descarriada del rebaño de Mauro Viale, los ex panelistas de Grondona, uno cordobés, el otro rosarino, el periodista con apellido de filósofo y el comandante Leuco cumplen una función esencial para quien necesita inyectarse altas dosis diarias de indignación (excluyo de la lista a Carlos Pagni, así como lo está excluyendo el canal).
Buscando la dosis salvadora encontré una entrevista a Ricardo Gil Lavedra, ex integrante del tribunal que juzgó a las Juntas Militares. Tuvo lugar en El Diario de Leuco, programa de conducción compartida con la aspirante a Viviana Canosa, Débora Plager, y la hija de Juan Carlos Calabró, no Ileana, Marina.
La entrevista empieza así.
Leuco a Gil Lavedra: No sé qué es lo que más lo indignó de Argentina, 1985…
Gil Lavedra y la armada periodística denuncian la falta de fidelidad histórica, de rigor investigativo, resaltan omisiones, desfiguraciones, infravaloraciones. Los perjudicados son dos: Raúl Alfonsín y la CONADEP.
Todos y todas hubiesen preferido una película de corte más radical, me refiero al partido. Ejemplifico. Plager alcanza su clímax hermenéutico-policial cuando impugna 1985 porque se cuenta que Alfonsín pidió hablar con Strassera, y la verdad histórica confirma lo contrario. Por episodios similares, aunque de distinto tenor, el término repetido con mayor frecuencia en el intercambio (además de kirchnerismo) es reflejar, en sentido negativo: la película no refleja cómo fueron las cosas.
La pregunta cae de maduro. ¿Una película es un espejo?
A un siglo largo del nacimiento de las vanguardias, todavía se insiste con que el arte reproduce la realidad externa sin considerar el valor intrínseco de la obra. Marca la pauta de esta creencia el entusiasmo popular por las películas basadas en hechos reales, como si esa condición le infundiera al producto algún mérito. El equívoco se establece al suponer la supremacía de la realidad por sobre la ficción: una vacua fantasía moral.
Gil Lavedra, probándose el traje de cineasta, sugiere que 1985 habría sido más conmovedora si se hubiese limitado a reproducir los hechos, postergando la inventiva de los directores. Sucede que la ficción tiene necesidades propias, cuyas premisas exceden las de la realidad, asimismo, ¿cómo ser 100% fieles a lo ocurrido? Supongamos que 1985 incorporaba en el guión el valiosísimo aporte de la CONADEP, ¿no habría surgido alguna voz disconforme exigiendo ser nombrada como factor determinante para el informe de Sábato?
Pido disculpas por nombrar a otro panelista de Grondona, pero siguiendo la lógica policial podría recordar el célebre almuerzo de Sábato, el 19 de mayo de 1976, y la desafortunada declaración sobre Jorge Rafael Videla. ¿Impugnaría el exabrupto su labor en la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas?
Quizás, haya alguna cuestión psicológica motorizando las críticas. Falta de reconocimiento, diría el filósofo rumano Emil Ciorán. Como indicio, Gil Lavedra se lamenta ante Leuco por la negligencia de haber sido salteado en las consultas para el guión de la película y cuenta con pesar que en la función privada nadie lo saludó, salvo un efímero acercamiento de Darín (quiero apuntar algo: Darín ostenta el extraño don de no perder nunca su identidad, Ricardo Darín es siempre Darín, y simultáneamente se vuelve otro, en este caso, Strassera).
Gil Lavedra, al momento de explicar las fallas de 1985 les imputa “cierta pereza intelectual a los realizadores”. A Mitre lo conozco menos, pero si alguien está lejos de profesar la pereza intelectual ese es Mariano Llinás. Pregunta de oficio, ¿qué entiende el marido de Claudia Piñeiro por pereza intelectual? ¿No compartir su versión de la historia?
En un ensayo de fines de los 80, Juan José Saer profetiza las impugnaciones de Gil Lavedra, anticipo que demuestra más el lugar común interpretado por el juez, que la intuición de Saer: “Cuando optamos por la práctica de la ficción, no lo hacemos con el propósito turbio de tergiversar la verdad […] No se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la ‘verdad’, sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación”.
Por otra parte, ¿qué es un noticiero, o un diario, sino una trituradora de realidad? Podar, expurgar, suavizar. ¿Qué mueve a los periodistas a horrorizarse con la película cuando ellos, minuto a minuto, en nombre de la realidad, según sus propios criterios, la distorsionan? La ficción supone recortes, encuadres, puntos de vista, o sea, manipulaciones, si acordamos quitarle el matiz peyorativo.
II.
En el piso de La Nación+ aguardaban su turno el agente inmobiliario Hernán Lombardi y, desde Córdoba, el contador de chistes Luis Juez. Juez no había visto la película así que sólo se dedicó a desacreditar al kirchnerismo (ni Néstor ni Cristina firmaron jamás un habeas corpus) y salteó, lamentablemente, su show humorístico. Lombardi, el único elemento lúcido de la trama (Gil Lavedra también lo es, pero su ofuscación afectiva lo anuló), marca la cancha desde el inicio, “se trata de una ficción”, y más allá de las chicanas, aclara, con suma clarividencia, que en la película “la estética estuvo por arriba de la ética”, ahora bien, ¿el compromiso de un director de cine sería con la ética o con la estética? Desacoplada de la reflexión, Plager reduce puerilmente el razonamiento y se pregunta si no será una toma de posición del director y del guionista. La femme fatal sospecha de ambos, como diciendo, son K encubiertos, ¿lo son?
A Lombardi le inquieta la representación de Strassera como lobo solitario, prescindiendo del “sujeto colectivo”, de “la enérgica movilización de la sociedad argentina con el liderazgo de Alfonsín”, de las “70.000 u 80.000 personas” que “acompañaban el Nunca más”. Este es un tema difícil de tratar sin herir susceptibilidades. Las hiero, ¿cuántos de los 80.000 habrán formado parte del millón de personas en la Plaza de Mayo avivando a Galtieri en la fugaz recuperación de Malvinas? Al respecto, pueden leer tres o cuatro artículos de Rodolfo Fogwill sobre la primavera democrática y el ensayo Los espantos, de Silvia Schwarzböck, donde se revela un detalle sintomático. Resulta que Jorge Valerga Aráoz, otro de los jueces integrantes del Juicio a las Juntas, fue el defensor principal de Carlos Pedro Blaquier en la causa por los secuestros, torturas y asesinatos en el Ingenio Ledesma durante la última dictadura militar. La vida te da sorpresas, aunque no tantas, visto y considerando el rechazo a incluir en los juicios imputaciones civiles.
Digamos, hasta donde se pueda, las cosas como son. Las críticas a la película son un tiro por elevación al kirchnerismo, cosa que no me parece mal, dadas sus ansias de apropiarse de la causa de los Derechos Humanos, para eso la oposición se excusa en supuestas fallas historiográficas y acusan, implícita o explícitamente, al binomio Mitre-Llinás.
Bajo ninguna circunstancia voy a emprender una defensa K, pero así como los críticos impugnan el reduccionismo de la película, hago notar el reduccionismo de afirmar que el kirchnerismo sólo se apropió de los Derechos Humanos, como si no se hubiesen encarcelado a cientos de genocidas sueltos.
Hay un dato curioso. Los encargados de denostar el film coinciden en la importancia de la película, en lo extraordinario de que haya instalado el debate, hasta el punto de emitir a viva voz el deseo de verla ganar el Oscar. No entiendo, si son tan graves las omisiones, “imperdonables”, llega a sentenciar Gil Lavedra, si la rigurosidad histórica de la película hace agua, si es injusta con los protagonistas del juicio, ¿por qué sería bueno que la gente la viera?
III.
Cenando en Rosario con mi amiga Ana sale el tema 1985. Ella expone el argumento de la CONADEP y convenimos en lo siguiente: más allá de la ficción, la película admite una lectura documental que habilita la crítica en los términos de Gil Lavedra, por otro lado, asumimos la imposibilidad ontológica de una película, o cualquier producción humana, para representar las infinitas causas y circunstancias de un acontecimiento.
Hasta esa noche, mudanza mediante, venía falto de ideas para mi ensayo quincenal, aunque albergaba la esperanza de que el encuentro con Ana me diera la chance de rapiñar algo, felizmente sucedió. Ana me confiesa que después de ver 1985 se pasó tres madrugadas escuchando los testimonios originales, como si la película se hubiera extendido después de los créditos (otra crítica de Gil Lavedra y Cía., omitir los indultos de Menem en las placas finales). Su impulso, me dio la pauta de que el mayor mérito de la película no residía en la película en sí (expresión problemática de la cual me arrepiento), sino en los efectos colaterales provocados en el público. La explicación del fenómeno tal vez resida en la agudeza de Mitre para detectar un tema con cuantiosas deudas pendientes. Si yo estuviera en lo correcto, cambiaría la forma de percibir 1985, partiendo de una expansión indefinida de sus límites temporales y semánticos: con el final de la película, el espectador comienza a hacerse su propia película.
IV.
Cuando uno se hace la película, obviamente, monta, corta, agrega, edita según sus criterios éticos, estéticos, políticos. ¿Por qué, entonces, determinados personajes pretenden que Mitre y Llinás tomen las mismas decisiones que tomaron ellos en su cabeza?
Una pista. El domingo a la tarde le pido permiso a Ana para citarla y en uno de los audios de WhatsApp ella se pregunta las razones últimas que la llevaron esas madrugadas a escuchar lo ya escuchado, a revivir lo ya vivido. La primera respuesta apunta a sostener la ficción gracias al registro de lo real, darle mayor entidad, mayor consistencia; la segunda, añade un matiz, a mi juicio, más interesante, o complementario; Ana necesitó de la película para traer a la memoria episodios guardados, congelados por el paso del tiempo y la habituación democrática, como por ejemplo el valor mismo del juicio. Y acá aparece la clave que estaba buscando.
Las discusiones en torno a 1985 colocan sobre la mesa el conflicto central de la historia Argentina reciente: quién recuerda mejor, porque la lucha no es nunca entre memoria y olvido, la lucha es entre dos memorias.
Etiquetas: Argentina 1985, cine argentino, Emil Ciorán, La Nacion, Manuel Quaranta, Ricardo Gil Lavedra