Blog

Por Águeda Pereyra | Portada: Joseph Lorusso
Los ojos rasgados de la mamá —primer libro de la psicoanalista Gabriela Valledor, publicado recientemente por la editorial Modesto Rimba— me ha convocado particularmente. Crónica autobiográfica, relato o confesión, las fronteras son difusas, barrosas. En cualquier caso, el libro es escrito a partir del encuentro de una madre con un hijo con Síndrome de Down. Pero lo que me interesa es el modo en que la autora aborda la maternidad desde lo singular de esa experiencia, desde lo imposible de universalizar, desde lo agujereado del saber. Y, en una época que nos aturde con saberes y recetas, con nuevos imperativos y mandatos, tal abordaje deviene remanso, detención, alivio.
I.
El libro de Valledor se presenta con un título compuesto; la primera parte remite al vínculo entre un hijo, Luca, y una madre: aparece un rasgo que otro recorta al momento del alumbramiento, “los ojos rasgados”, ese rasgo inaugural que emparenta, que hace familia, que permite aquello que no está dado por sentado.
Los ojos, la mirada. La segunda parte del título subraya lo iterativo, ese tiempo que retorna, que insiste, que no es exactamente pasado, que objeta lo lineal, que se vuelve elástico. Los ojos rasgados de la mamá es un texto cronológicamente desordenado, como el discurso del analizante, pienso. Los saltos temporales funcionan como un paseo, marcan un ritmo. Vamos y venimos arrastrados por ese uso del tiempo que Valledor elige para narrar una experiencia como quien arma un collage, con recortes y retazos.
II.
Hay una escena inicial que relata un cortometraje realizado por el papá de Luca, ese corto que es su mirada sobre Luca, sobre el síndrome, sobre su paternidad. Un éxito mundial, nos cuenta la autora sobre esa película (sobre esa mirada) que la conmueve pero al mismo tiempo la incomoda, porque, nos dice, algo ahí falta, mucho ahí no se deja ver, no se muestra. Ese corto, ese recorte, no deja de resultarle un poco ajeno. El foco puesto en la autosuperación hacía de ese relato una cosa incompleta, un final feliz a condición de negar ese puro presente, recurrente, pegajoso, inestable, contradictorio y ambivalente.
Los ojos rasgados de la mamá viene un poco a mostrar una otra escena, una otra mirada.
El texto no es una queja, no es un manifiesto feminista ni un autorretrato heroificante. Tampoco recae en ciertas imposturas que se multiplican en una época que no sólo permite, sino que obliga muchas veces a las mujeres a renegar de todo lo malo que conlleva el ejercicio de la maternidad. Gabriela Valledor no reproduce el estereotipo ni romantiza posiciones, no nos muestra lo que hoy nos dicen que tenemos que mostrar ni oculta lo que a veces no queda lindo decir. Es un texto a la vez crudo y sutil, es un texto sobre el deseo y sus avatares, es un texto sobre el acto de maternar, ese acto que se afirma cada vez aún cuando en ocasiones una quiera salir corriendo, buscarse un amante, dejar al bebé a cargo de otra, otra que lo haga mejor, otra que, al menos, sí quiera hacerlo.

«Los ojos rasgados de la mamá» (Modesto Rimba, 2022)
III.
En una columna reciente, la psicoanalista Alexandra Kohan escribe: “No deja de resultar llamativo que existan, cada vez más, nuevos imperativos y nuevos moralismos acerca de cómo habitar la maternidad, que provienen de lugares supuestamente emancipatorios. Si algo resulta enigmático, imposible de reducir a una técnica o a un manual, es la maternidad; si algo resulta siempre fallido, tropezado y torpe, es la maternidad. Quizás no queramos saber nada de eso y pretendamos que si seguimos las instrucciones, nada malo podrá recaer sobre nuestros hijos. Quizás seguimos pensando que las madres somos las responsables de todo aquello que les pase a nuestros hijos. Quizás sigamos pensando que tenemos el poder de determinarlos en todo y que somos capaces de dirigir su destino, que tenemos todo ese poder”.
El texto de Valledor no es un relato de autosuperación, no se propone aliviar ni dar instrucciones de crianza (por suerte), no se propone erigir ningún saber sobre la maternidad ni sobre el síndrome ni sobre nada. Es un texto sobre la incertidumbre, quizás. Una lección contra las lecciones, una instrucción contra las instrucciones. Un tratado sobre lo fallido, pero sobre todo, sobre lo que eso fallido habilita: sobre la potencia que aloja en eso que se sale del guion.
Cito: “Desde que Luca nació, se trató más de improvisación que de guiones rígidos. Si algo aprendí a partir de su nacimiento fue que no tenía sentido anticiparme demasiado a nada. Aprendí a permitirme perder el control. Me volví una mujer improvisada, con nada demasiado seguro, ni siquiera con mucha vocación por la perseverancia. Sin embargo, cuando una idea, decisión, respuesta o reclamo son ejecutados por mí en posición de madre, cobran categoría de certeza milenaria. Para bien o para mal. Lo complicado respecto a mi hijo era asumirme como su madre.”
La madre siempre es cierta, dice una expresión latina en virtud de la cual se entiende que la maternidad es un hecho biológico evidente en razón del embarazo, por lo que no se puede impugnar. Pero el hecho de que sea evidente nada dice sobre la naturaleza de ese vínculo. Uso adrede la apelación a lo natural, porque no hay nada de natural en ese lazo. Ya no resulta escandaloso objetar el instinto materno, pero aún cuando sabemos que no hay un instinto natural, aún cuando sabemos que eso falla, nos angustiamos. Y ahí cada una inventa un saber hacer.
IV.
Dije antes que el texto habla sobre el deseo y sus avatares. Ahí, una forma no deseada de maternidad acontece y una mujer deberá arreglárselas con eso. En algún lugar del libro la autora escribe:
“Tuve que proponerme amarlo. Sé que suena horrible. Se supone que una mujer que desea un hijo ama a su cría desde el momento en que la pare. Aún desde antes, durante el embarazo. Mi sentimiento de amor por mi hijo se había visto interrumpido por un bache de incertidumbre y desconsuelo. Tenía que volver a ligar al bebé de la panza con ese que me esperaba en la cuna sin entender por qué lo miraba con los ojos llenos de lágrimas y una sonrisa forzada. Y era tan irresistiblemente lindo”.
Yo me permito leer otra cosa, contradecir a la autora o, al menos, introducir una pregunta. Porque, así dicho, pareciera que el amor es producto de un acto voluntario, consciente, programable entonces. Con un poquito de esfuerzo y laboriosidad, una puede ser una madre amorosa. Claro que debe haber de aquello, pero lo que quiero situar es que no basta con eso. El psicoanálisis viene a objetar a ese individuo cartesiano, racional, transparente para sí. Son sus malas noticias: el sujeto hablante es mucho más opaco, no hay nada armónico en el deseo humano, se trata más bien de “un elemento problemático, disperso, polimorfo, contradictorio” (estoy citando a Lacan). Y Los ojos rasgados… puede leerse como un testimonio sobre cómo lo imprevisto acontece a distancia del objeto de deseo; ese objeto que, como tal, no existe. Lo que existe es ese objeto-hijo, siempre inadecuado, siempre imperfecto, que se va tornando (así, en gerundio, en un presente continuo) causa de deseo.

Gabriela Valledor
V.
El discurso médico sobre el síndrome llega antes que Luca. Vía el diagnóstico (ese bolsón de sentidos que intenta anticipar y determinar toda experiencia singular), el saber médico previene sobre lo esperable, lo poco que podrá ese niño, lo mucho que no podrá. Pero el saber médico sabe sobre el cuerpo a condición de abolir al sujeto, al deseo. Y tempranamente una madre (la mamá de Luca) se permite refutar ese saber académico, relativizarlo, apostar: rescatar entonces al sujeto. Una hipótesis: quizás en ese acto la madre se constituya como tal.
Cito: “Yo quería un hijo absolutamente terrenal, con toda la diferencia que lo terrenal nos imprime. Que rompiera con esa mirada sobre el síndrome. (…) Deseé con pasión que fuera malo, mentiroso, arisco. Que se tatuara entero, fumara porro y participara de algún movimiento revolucionario violento. Y si hacía falta también podía ser homosexual o transexual, para horror de algunas santas madres de chicos con síndrome”.
En otro lado, la autora escribe que Luca dice que va a filmar películas. Y añade: Yo le creo el deseo. Darle otro lugar, o encontrarlo en otro lugar, ese lugar que Luca se va haciendo un poco a empujones, ese lugar habilitado también por algunas otras miradas, menos expertas y, quizás justamente por eso, menos asfixiantes, miradas amorosas que hacen del encuentro algo más respirable.
El texto relata lo desacomodado en el cuerpo, lo que se va acomodando entre los cuerpos, lo que ya no se puede acomodar, también. De nuevo, ni lugares comunes, edulcorados, ni lados B: una mixtura, una experiencia, una complejidad.
VI.
Valledor relata entonces lo que en ese barro de incertidumbre adviene: un hijo, una madre. No hay saber que garantice un buen encuentro entre madre e hijo, «El hijo es algo que adviene, que llega, que ocurre» y «siempre es del linaje del milagro, fasto o nefasto», afirma el psicoanalista Marcelo Barros. Porque aún cuando la ciencia y las nuevas tecnologías reproductivas nos venden la ilusión de que todo es susceptible de ser controlado, inevitablemente algo se escapa: la ausencia de garantías es el telón de fondo sobre el cual creamos, gestamos, parimos. Nos dice Barros que en el fondo, todos los hijos son (somos) adoptivos. Porque siempre se trata de un rescate.
Los ojos rasgados de la mamá
Gabriela Valledor
Modesto Rimba, 2022
* Portada: «After the bath» (detalle), de Joseph Lorusso
Etiquetas: Águeda Pereyra, Gabriela Valledor, Joseph Lorusso, Libros, Literatura, Maternidad, Psicoanálisis, Síndrome de Down