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Por Javier Del Ponte | Portada: Viktor Safonkin
No resulta difícil encontrar, en los escenarios sociales y virtuales principalmente, tanto de manera explícita como implícita, enunciados que se soportan en una lógica que podría ser dicha de este modo: “lo que el otro hizo, lo ha hecho para dañarme. Lo ha hecho pensando en mí”; a partir de allí, se habilitará un circuito sin cierre en el que ese otro deberá disculparse y flagelarse, o sufrir las consecuencias de la cancelación, del odio público o del acribillamiento virtual. Podemos advertir entonces que el acento discursivo, en este primer momento, está puesto en ese otro malintencionado. Podría decirse, una construcción del mundo como otrificado, armado estrictamente desde una supuesta hostilidad dirigida.
Algunos podrán resolver rápidamente, y confieso haber estado tentado en hacerlo, que se trata de un resabio pandémico, esa cosa de que el afuera constituye un peligro casi ineludible, que el mundo es una comparsa de amenazas y que salir a él tiene un efecto de desvanecimiento. Podríamos poner en pausa un poco esa rápida respuesta, porque si bien es posible trazar una línea de continuidad entre el modo en que vivíamos el afuera en épocas pandémicas, no podemos saber hasta qué punto es la reclusión y la protocolización del mundo un efecto de la pandemia o el modo de vivir la pandemia efecto de un mundo que hemos configurado como hostil. Si hay algo que sale de esa especie de símbolo del infinito o de reversión de la paradoja de la gallina y el huevo es pensar que si al afuera -y al otro como su versión encarnizada- se le ha vuelto cada vez más distinguible la marca de la hostilidad es tal vez por una suerte de desvanecimiento yoico. Quiero decir, tal vez en palabras más cercanas, que el yo como ese armado ficticio -y no por ello menos importante y fundamental- tiene por función esencial delimitar el adentro. Sigamos este argumento: que el mundo y el otro sean construidos cada vez más insistentemente como hostiles implica, además, un corrimiento del acento. Podríamos decir, el acento está ahora en el otro, a tal punto que su presencia se ha vuelto ineludible, y que por esa suerte de presentificación insoportable se ha vuelto hostil. E incluso más, construirlo como hostil es tal vez la posibilidad de justificar nuestra violencia.
Recapitulemos. Se trata de tomar una vía de análisis que nos permita desviarnos de esa imagen bastante trillada en la que se describe a este otro en el ejercicio de su crueldad y las formas de relación que soportan ese agente de la crueldad y quien está en objeto de la misma.
Trascender esa imagen es preguntarse qué permite construir al otro como cruel u hostil, y ese es el punto al que llegamos. Primero reconocimos que de esa relación de la crueldad se desprenden infinidad de formas y discursos. Luego pudimos captar la sutileza, el detalle, de que esa relación de crueldad y sus formas y discursos implican un corrimiento del acento que redunda en una presencia casi absoluta del otro. Como si fuera una presencia ante la cual no habría forma de escapar, una presencia sin ausencia que haría desvanecer al yo y a cuyo auxilio (para restituir la ausencia) viene la violencia. Si el otro es hostil y cruel eso habilita -y a veces justifica moralmente- el ejercicio de la violencia. En ese sentido es que podemos entender a la violencia (efecto de la construcción del otro como hostil o cruel) como un intento de restitución yoica, de evitar su desvanecimiento. Estamos entonces ante una nueva versión de la lógica cartesiana de la existencia: “si el otro me quiere agredir, si yo soy objeto de su crueldad, yo existo, a no dudarlo. Puesto que si el otro utiliza toda su crueldad para violentarme no puede ser que yo no exista.” “Me agreden -pienso- luego existo.” Claro que sostener la propia existencia en la construcción del otro cruel no es gratuita, es una existencia no menos sufriente, y allí es que aparece el recurso de la violencia justificada para sacármelo de encima y aniquilarlo. “Si el otro es cruel conmigo, entonces yo -que ahora existo- puedo violentarlo sin un atisbo de culpa, porque es el otro, siempre es el otro la fuente de mis males.”
En esto punto faltaría un inevitable esclarecimiento. La palabra agresividad fue evitada deliberadamente puesto que si hay agresividad, hay relación especular con el otro. Dicho de otra manera, no puede pensarse a la agresividad por fuera de la relación del yo con el otro. Sobre lo que aquí se intentó reflexionar es sobre una lógica más precaria aun. Se trata de la repetición de una secuencia en la que la violencia justificada por la crueldad que le atribuimos a un otro apunta a evitar el desvanecimiento o el borramiento de ese yo que no encuentra otro modo de sancionar su existencia que con esa atribución: construir al otro como cruel y cuya crueldad se le dirige inevitablemente. Así, la violencia del yo está justificada, y ese yo, peligrando con desvanecerse, encuentra un efecto lo suficientemente efímero para necesitar que esa lógica vuelva a repetirse cada vez. Porque en el aniquilamiento violento del otro, en su cancelación, en su acribillamiento, el otro desaparece, y con él, el yo vuelve peligrar.
Tal vez haya que preguntarnos, para salir de esta relación de crueldad, qué se ha desmoronado de nuestro mundo para que el yo no encuentre otro apoyo más que en la suposición y en la construcción de un otro cruel y que, además, esté sometido a buscar un otro cruel cada vez.
Etiquetas: Javier Del Ponte, Psicoanálisis