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21-12-2022 Notas

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Por Guillermo Fernández | Portada: Santiago Caruso

El hombre que siempre ha sido víctima del poder supo que los códigos nunca fueron suficientes para ordenar la vida. La ley sólo sirvió para castigar y nunca para reencauzar una “conducta”. Fue más cómodo denominar “condena” a la sanción supuestamente ejemplificadora impuesta por un grupo de humanos que saben de doctrina. 

Quienes se aventuraron a clasificar a marginales vieron que había conformaciones específicas en el físico de los marginales. Es el caso del criminólogo italiano Cesare Lombroso en una de sus obras, El hombre delincuente (1876), quien se ocupó de tipificar al “cretino”. 

La conjetura de hallar singular al asesino encontró con rapidez un consenso tranquilizador: aliviaba el hecho terrible de que cualquiera podía quitar la vida de otro, por el solo hecho de una discusión sin freno, para dar un ejemplo. 

¿Se debe considerar, entonces, que el crimen es una posibilidad, una ocasión oportuna y que de ninguna manera está vinculada a un fenotipo? 

En un pasaje de El libro de las pruebas de John Banville (1989), el protagonista, en medio de un proceso judicial en el que se le interroga sobre el motivo de su crimen, contesta: lo hice porque pude. 

¿El hecho de pensar en esa posibilidad da por tierra la teoría de los cráneos o la de color de piel, como determinante de la voluntad? ¿O quizá asusta demasiado suponer que cualquiera puede llenarse las manos de sangre impropia? 

Las características pensadas por Lombroso, en su momento, no solo sirvieron para aplicar a la teoría penal. Llenaron de argumentos para hallar culpables y exhibirlos como en un bestiario de seres anormales. En la línea en la que se agrupan los delincuentes seriales, es preciso recordar al asesino a Cayetano Lucas Godino: el Petiso Orejudo.

Hubo abundante bibliografía que se explayó con morbosidad sobre este sujeto cuya vida transcurrió en el país.

Corresponde a esta altura hacer una pregunta.

¿A partir de qué momento un prontuario con una foto, luego llevada a los medios, no sirvió para acrecentar la perversión y la morbosidad de todos aquellos que, por casualidad, “andan sueltos” con una violencia contenida?

Merece un párrafo aparte la película del chileno Miguel Littín, El chacal de Nahueltoro (1969). Agudiza hasta el extremo, la bestialidad del campesino quien no puede determinar su voluntad ni tampoco el alcance de su criminalidad. En ese borde en el que se desplaza la voluntad y lo primario se desarrolla la película basada en un caso real.  El protagonista, quien mata a su familia sin llegar a dilucidar su accionar, pues la vida entre animales lo transforma en salvaje, es sentenciado a muerte. Recién en la cárcel logra aprender un oficio para ganarse la vida y llegar a “ser un humano” como otros. La sentencia a muerte va a esperar el momento en el que pasa de “bestia” a “hombre” para poder ejecutarlo. 

Una ironía trágica en el film de Littín. 

Los especialistas

Se debe llegar a la conclusión de que el sadismo nunca da cuenta de estereotipos especiales. Se conoce que la criminalidad también asoma en profesionales encargados de la salud. En esos casos la muerte es un error, un medicamento no suministrado a tiempo, una anestesia aplicada fuera de la prescripción. 

¿Cuál es el límite entre el crimen y la inoperancia en esos casos?

Lars Von Trier, el dramaturgo danés, produjo para la televisión de su país la serie The Kingdom Exodus (1994, el primer episodio). Es conocida la agudeza de la construcción de sus personajes. 

En este caso, El Reino se trata de un hospital dirigido por desequilibrados con perfiles que, bien se pueden encontrar en una consulta médica, nunca en sumario policial. Lars Von Trier lleva al extremo “la patología” arrogante del médico quien creer tener en sus manos la vida y la muerte de su paciente. 

Ese poder que otorgan las enciclopedias corrompe y crea, de alguna manera, una voluntad tan desviada como la de el Petiso Orejudo.

Se debe convenir en que el concepto de crimen, justicia y castigo son denominaciones vacías, como las llamaban los nominalistas medievales, que urge llenar con el contexto que provee la palabra de quienes tienen la facultad de nombrar. 

La condena y la vida tienen un costo: es el precio que debe pagarse para no ser expectantes y dejarse devorar por el entorno. 

 

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