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Por Luciano Lutereau | Portada: Manuel Domínguez Sánchez
1.
En nuestra época se insiste mucho en lo valioso de hacer la experiencia, de animarse a tropezar, de no detenerse ante el fracaso, etc., lo que demuestra que las personas viven aterradas y su capacidad de vivir está agotándose.
Este es un rasgo propio de las personalidades esquizoides, que no entran en conflicto con las consecuencias de sus actos (como sí les ocurre a los neuróticos; en el caso extremo con el acto mismo) sino con la capacidad de actuar y tampoco es que entren en conflicto, sino que más bien es como si no pudieran actuar.
Este no poder actuar, que se parece a la inhibición, se distingue de esta porque no hay nada detenido, sino una incapacidad para empezar.
Si el neurótico sufre por la castración que el acto le impone (pérdida del ideal, menos goce que el esperado, exceso de un placer que resulta horroroso, etc.), el esquizoide sufre por actos que no lo representan, que no siente como propios y ve que los demás realizan como si no tuvieran problemas.
Los neuróticos siempre llevan a cuestas una experiencia que, como tal, es fallida (esto es haber atravesado el Edipo), con el desafío de aprender a leerse en sus síntomas (para que los tropiezos no se vivan como fracasos); mientras que los esquizoides están más acá de esa capacidad.
Por lo general, no pueden actuar porque antes que encontrarse con un acto o sus consecuencias, se encuentran con fantasías respecto del otro: qué va a pensar, cómo decirle que no, si se enoja, etc., en caso de que sea preciso deshacer el paso hecho.
Los neuróticos sufren del encuentro con lo irreversible (por eso su temporalidad es la de la tragedia) los esquizoides del tiempo frío y blando de lo que no termina de ocurrir.
Los neuróticos sufren del deseo, al igual que los psicóticos -solo que estos por otra vía.
Las personalidades esquizoides sufren por la vida.
2.
Hay un tipo de transferencia, en la que aún no llega a constituirse un síntoma y que implica un desplazamiento de impotencia al analista.
Quien sufre, no está aún lo suficientemente sintomatizado, entonces presenta su malestar de manera difusa y lo hace impactar en el vínculo analítico.
Si la transferencia neurótica tiene la forma de una pregunta: “¿Qué podés decir(me) de lo que me pasa?”, en este tipo de casos se trata de una manifestación impersonal: ”Pasa esto”.
Este tipo de presentaciones desafían al analista que, si está tomado por esa versión del “furor curandis” que es ponerle onda a todo -mostrar el lado positivo de las cosas, creer que su laburo es “salvar” al sujeto-, en nombre de las mejores intenciones puede terminar odiando a su paciente.
Estos casos no son graves (desde el punto de vista del riesgo), pero sí sumamente difíciles, porque se trata de personas en las que el aparato psíquico no está del todo constituido.
Tener un psiquismo es, básicamente, vivir de acuerdo con un registro de experiencias, huellas mnémicas, a las que regresar en diferentes momentos y según la ocasión. Esto es lo que no ocurre en estos casos.
Dicho de otra manera, se trata de personas cuya precariedad psíquica está en que permanecen en una relación primaria con el otro: la verdad de sus actos no se plantea más que a través de la relación con los otros; no pueden entender qué les pasa si no lo hablan con alguien, no pueden tomar una decisión sin comunicarla inmediatamente, el uso del pensamiento es casi nulo (aunque la cabeza les funcione todo el tiempo), la impulsividad está a flor de piel, entre otros rasgos que ya destacamos con Marina en nuestro libro “Narcisismo”.
Lo que me importa aquí es como el analista queda destinado a la impotencia o el odio como defensa contratransferencial -porque el paciente rechaza su arte interpretativo.
En cualquiera de las dos situaciones, impotencia u odio, el punto es la angustia del analista ante un paciente por el que seguramente podrá hacer un muy poco.
Sin embargo, como me dijo una vez mi supervisora hace mucho años: si el psicoanálisis dependiera de ayudar a las personas, tendríamos que hacer otra cosa, dedicarnos a otra práctica.
Este tipo de casos ponen a prueba la posición del analista respecto de su política; no es fácil para quien se dedica a esto, asumir que hay pacientes por los que no podrá hacer mucho, a veces nada. Ya incluso decirlo así acerca la posición del analista a una actitud cínica o canalla -en la que un analista puede refugiarse, tal vez para no angustiarse.
Y ese “no hacer nada”, en ciertas ocasiones, puede ser lo que mejor se haga, como sostén de un lazo a la espera de la circunstancia que permita que un acto -muchas veces contingente- funde un psiquismo.
Sostener estas transferencias “insufribles”, en las que el sufrimiento no falta, pero con un sujeto pendiente, también ponen a prueba otro rasgo de la posición del analista; ya no su declinación sádica, por impotencia u odio, sino su potencial masoquista, la capacidad de soportar, contra el que también puede reaccionar con esa otra forma de hostilidad que es la indiferencia.
Sobre este tipo casos, sin diagnóstico, cada vez más comunes, sería preciso escribir más.
* Portada: Detalle de «Séneca…» (1871) de Manuel Domínguez Sánchez
Etiquetas: Dolor, Luciano Lutereau, Manuel Domínguez Sánchez, Psicoanálisis