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28-12-2022 Notas

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Por Leticia Martin

No me gusta escribir reseñas de libros contando anécdotas, porque a veces derivan la atención del protagonista principal, que siempre es el libro. Pero en este caso voy a hacer una excepción porque el suceso así lo amerita.

Elijo leer Dos Gardenias sin más datos que la foto de un hombre flotando sobre un mar turquesa y el nombre de su autor: Hernán Lucas, alguien a quien ya leí y que no me ha defraudado (todavía). Se trata de un libro finito, práctico para ser cargado en la mochila de un viaje corto por Mendoza. Vamos a parar en la casa de un amigo que eligió esa ciudad para vivir, así que no habrá mucho tiempo para la lectura. No sé, al elegirlo, que es un libro de viajes, una especie de diario de muchos destinos, o de situaciones que desencadenan ese enorme movimiento interior y exterior que significa viajar. También podría pensarse como un anecdotario de esos eventos extraordinarios que ocurren en los viajes. Pero decía que no estaba al tanto del tema cuando elegí el libro. Durante tres o cuatro días ni lo toco. La alegría del reencuentro con nuestro amigo Andy y la curiosidad exploratoria del lugar se llevan toda mi atención. Me reencuentro con Dos Gardenias una mañana calma, soleada, calurosa, en la que por fin decidimos salir de la ciudad. Inicio la lectura en la primera parte del recorrido, apenas llegamos a Potrerillos. Leer un libro de viajes en un viaje, pienso. Nada puede andar mejor. Pero las altas temperaturas nos ponen a buscar un arroyo, y terminamos en Las Vegas, un pueblito a la vera de la Ruta 89 que une Tupungato con Potrerillos. En ese lugar, luego de mojar los pies y abrir el libro, descubro que el protagonista está llegando a Las Vegas. No arruinen este momento onírico pensando en la palabra casualidad. Piensen mejor en “literatura”, “giro”, o “cascabel”, que es una palabra hermosa.

Pero vayamos ahora a lo importante: el libro. Quiero decir antes que nada que hay humor en Dos gardenias. Humor, delirio, magia. Cosas que a un diario de viajes —que no se pretende una bitácora— le quedan muy bien. ¿De qué nos servirían los datos ahora, en esta época de sobrecarga? En lugar de información hay ideas celosamente trabajadas, confusiones divertidas, encuentros que se fuerzan hasta suceder a como dé lugar, viajes propios y ajenos, azar y premeditación. Pero sobre todo hay un trasfondo de creencia en el sujeto y una fe en la maldita humanidad que nos despierta de un golpe en la nuca.

Leo a Lucas con el lápiz en la mano, no podría hacerlo de otro modo. Valoro mientras leo sus recuerdos nítidos y los que son más bien borrosos. Voy dejando marcas en las páginas. Me gustan los recursos que utiliza para sincerarse con su modo de retener y la forma en que nos blanquea los huecos del recuerdo que completa como puede o elige dejar en blanco con deliberación. Anoto al margen varias ideas que intentaré reordenar ahora. 

Hernán Lucas

Lucas evoca a partir de olores y colores, de sonidos y de escenas descolgadas. Decir que nos hace pensar en la Magdalena de Proust no es decir algo nuevo, así que mejor que lo hagan sus palabras. “Decidí cambiar el plan y regalarle a Alejandra un paquetito de zaatar. Después de meter la nariz en el frasco, la clienta que venía después que yo también pidió el suyo, y hoy nosotros sacamos el nuestro de su cuarentena.” ¿Se pueden contagiar los deseos? ¿Hay olores contagiosos? En este relato de la mudanza a México de una cuñada y el regalo poco convencional de un arsenal de especias, la pregunta parece ser esa. ¿Podemos recordar el olor de algo sin nombre para nosotros? ¿Qué inicia un recuerdo? ¿Cómo retorna la palabra olvidada?

Pero la cuestión de la memoria no se agota así nomás. Vuelve en la entrada sobre el viaje a Cuba en el que Bettina y el narrador buscan a la poeta Reina María Rodríguez. En un momento del relato Lucas señala: “Así como me acuerdo de Prado y Ánimas (datos menores), no recuerdo qué esquina nos indicó el dueño del bar. (…) El único dato que teníamos, entonces, era una esquina”.

De nuevo los personajes emprenden una búsqueda nada sencilla. Al hacerlo, trastocan lo que sería esperable hacer de vacaciones, lo que se recomienda, lo que conviene. La aventura es ir tras el fragmento de un dato, hacia lo incierto y más allá. El solo recorte de ese evento para hacerlo entrar en el libro me resulta inteligente y gracioso. Ya no solo se trata de las anécdotas sino de la mirada que las elige para hacerlas tales. 

En otro viaje, pero de la adolescencia, el protagonista narra su relación y las andanzas en Carlos Paz junto a un amigo. Aquel movimiento espacial lo lleva a contar: “A veces, cuando me subo el cierre del pantalón, me acuerdo de uno de esos juegos: el protagonista hacía un sonido similar cada vez que lanzaba una patada voladora”. Gemas de la memoria, anoto. No hace falta ampliar demasiado. Son pequeños recuerdos asociados a efectos de sonido que reaparecen como huellas de una vida vivida con placer.

Entre ratos al sol y otros ratos con el agua llegándome a la cintura en los que sostengo el libro con fuerza por temor a pisar mal una piedra y resbalarme (cosa que no sucede) subrayo muchas huellas sobre el tratamiento de la fotografía que se hace en el libro. Me gustaría retomar ese hilo para ir cerrando. En un viaje a Brasil con Marcos y su madre el protagonista atraviesa una situación en la que ambos dicen que sí a dos planes a la vez. No está mal el comienzo y su in crescendo, pero la situación termina inconclusa en ambos escenarios. (No me pidan que spoilee). De aquella entrada al diario de viajes me interesa tomar la idea de las “antifotos”. “Antes de ir a la playa, nos sacábamos unas fotos en malla, con anteojos negros, tirados en la reposera, pero adentro del departamento”. De un modo u otro, a lo largo del libro –que también podría definirse como una sucesión de fotos, o postales de viajes y momentos– encontramos una crítica a la necesidad de fotografiarnos y fotografiarlo todo, a la relación dependiente que entablamos con la imagen, a cierta incomodidad con lo que la foto implica. Lucas no se priva, siquiera, del hermoso sincericidio de contar que una foto fue bajada de internet para alimentar uno de sus álbumes para las redes. La foto también puede ser —si no es cualquier otra cosa— la captura de lugares y momentos cruciales, de instantes con personas que no se quieren olvidar. Allí sí tomar una foto adquiere un sentido. En el fuera de tiempo de los viajes, lo valioso y eterno es aquel (des)tiempo, el vínculo, el intercambio humano.

Dos Gardenias
Hernán Lucas
Editorial Caleta Olivia
2020
60 págs.

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