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Por Federico Capobianco y Luciano Sáliche
I
Siempre irrumpe ese momento en que la cotidianidad se fragmenta, ese instante en que el tiempo se congela y se mira a sí mismo en efecto espejo, esa línea de diálogo retórico que aparece dentro de la mente: “Y ahora qué?” Microsegundos de incertidumbre profunda. “¿Y ahora qué?” Le pasó a la Argentina cuando perdió 2 a 1 con Arabia Saudita en su primer partido de grupo. Le volvió a pasar contra Australia cuando el tiro de Craig Goodwin se desvió en la espalda de Enzo Fernández y se metió en el palo izquierdo de Dibu Martínez. Suspiros y un futuro que se oscurece.
Se lo pregunta cada dirigente político que pierde una elección determinante, pero también el que la gana. Se lo preguntan cada uno de los trabajadores que hacen la cuenta imposible de comparar inflación interanual y acuerdo paritario, los que ven depositado un sueldo flaco en la caja de ahorro a principio de mes, pero también quienes no tienen paritarias, ni sueldo ni caja de ahorro. “¿Y ahora qué?” ¿Acaso vivir en Argentina, en América Latina, en este sur global, no es una forma de estar permanentemente con la pregunta atravesada en el pecho?
II
Lovecraft decía que “la más antigua y más fuerte emoción de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más fuerte tipo de miedo es el miedo a lo desconocido”. La pandemia aceleró el curso de la humanidad un par de siglos. De repente, ya no hay horizontes predecibles. Eso es lo que nos dice el monstruo dentro de nosotros. Sobre la pared vemos la gran sombra del futuro. No sabemos qué es, pero luce aterrador. ¿Hay posibilidades de que lo que venga sea mejor? Si estamos chapoteando en un pozo, ¿hay posibilidades de que lo que venga sea peor?
“Todo lo que ha de llegar es incierto”, escribió Séneca, explicando que aferrarse al mañana nos hacía pasar por alto el presente. Otros tiempos. Hoy afuera todo está roto, ¿por eso miramos al mañana? El que espera desespera y todo el chamuyo. Ya estamos desesperados. O desesperanzados. Es lo mismo. Pero seguimos acá. Hay bocanadas o las inventamos, lo que sea para sobrellevarlo al menos por un instante.
Como si fuera para refutar la idea de que las casualidades no existen, Mariana Enríquez escribió esto es Nuestra parte de noche: “En su casa se vivía en otro tiempo. Su padre iba y venía de la clínica y Gaspar no lo visitaba cuando estaba internado. No podía y no quería. El Mundial lo ayudaba a olvidarlo pero de noche, cuando hojeaba sus revistas y a veces esperaba el coche que traía a su padre de vuelta, sentía que se le revolvía el estómago. ¿Con quién iba a quedarse si se moría? ¿Aparecerían los abuelos? ¿Por qué no podía llamar a su tío? Eso iba a hacerlo aunque le costase una paliza infernal o un castigo peor, era capaz de soportarlo, mucho más que la incertidumbre. Después del Mundial, se decía, después del Mundial lo llamo”.
III
En ¿Te acuerdas de la revolución?, el filósofo Maurizio Lazzarato sostiene que desde hace décadas la palabra revolución fue borrada de las banderas. “Perdida esta arma estratégica, las luchas sólo pueden ser defensivas. [Ahora] el contenido de la lucha, el lugar y la hora del enfrentamiento están en manos del enemigo”. El clima de estos tiempos lo demuestra: frente a la incertidumbre, frente al miedo que provoca un futuro desconocido, la mejor forma de pelear es haciendo una buena defensa. ¿Y el ataque? ¿Cuándo pasaremos de la resistencia al batacazo?
No hay que enloquecer. Esa no es una opción. La salida, dirán algunos, está en Ezeiza. No hay adónde huir: no existe ese lugar idealizado. Seguimos negociando con el monstruo que llevamos dentro y nos va comiendo de a poco. Con el corazón mordisqueado, nos hacemos la misma pregunta: “¿Y ahora qué?” Ya es nuestro deporte personal. Sobre una tabla de surf imaginaria, Polvo avanza. Son ocho años ya. Las olas que se avecinan son verdaderamente inmensas. Hemos surfeado varias, quizás ninguna tan grande como estas. No importa, hay que seguir. Como sea, hay que seguir.
Etiquetas: Dibu Martínez, H. P. Lovecraft, Mariana Enriquez, Maurizio Lazzarato, Ocho años, Qatar 2022, Séneca