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Por Facundo Ortega | Portada: Kahn & Selesnick
Leí que el tamaño de la Tierra no es, al tamaño de la Galaxia ¡ni siquiera! lo que un grano de azúcar a la ciudad de Tokio, Japón. Tal comparación me dejó cavilando, vacilando en lo profundo del misterio que supone la existencia. La comparación exacta (si de exactitud se pudiera hablar en lo concerniente a las más profundas experiencias filosóficas y pasiones del alma) sería que la Tierra es, a la Galaxia, lo que una molécula de azúcar de nosecuantos ínfimos nanómetros de largo, a la ciudad de Tokio, Japón, si y sólo si, la ciudad de Tokio, Japón, se mantuviera quieta y sus habitantes no osaran construir por fuera de este límite que algún científico marcó arbitrariamente para establecer la comparación. De ser ampliada la ciudad de Tokio, Japón, o bien la galaxia debería expandirse por añadidura; o bien las moléculas de azúcar deberían ser de nosecuantos más ínfimos nanómetros de largo, un poquito más de largo que su anterior versión, alterándose así la composición química del azúcar y, por ende, el orden rutinario de la vida de las señoras que endulzan su café con dos cucharadas y media todas las mañanas; o bien, nuestro ejercicio reflexivo se vería imposibilitado hasta que alguna ciudad crezca hasta la dimensión exacta y suficiente para volver ser a la Galaxia lo que una molécula de azúcar de nosecuantos ínfimos nanómetros de largo a la Tierra. A mi no me afectaría, tomo el café sin endulzar.
El detalle que me es imposible no remarcar, es la pregunta por cuáles son las cosas que importan. Si el dinero fue, originariamente –o mejor dicho, principal y paradigmáticamente, modalidad que ha sentado doctrina y estipulado su concepción general– peso en oro (o peso en cualquier otra sustancia material equiparable a un valor significativo como para no tener que transportar docenas de carretas a la hora de cerrar un acuerdo comercial), ¿importa, si acaso hay planetas enteros que podrían estar formados en su composición, casi en su totalidad, por estas sustancias, áureas o diamantinas? Y aquí, con la ayuda de los científicos, nuevamente digo que hay un planeta que está compuesto por diamante en su totalidad. ¿Cuáles son entonces las cosas que importan? ¿Qué es lo que nos convierte en humanos y le da sentido a la experiencia de la humanidad? ¿Qué es lo que nos podría volver trascendentes en el punto en el que aquel fin al que la sociedad occidental y capitalista tiende no se puede equiparar, en absoluto, al valor material que planetas enteros detentan pero desconocen?
Las frases célebres y los refranes lo son porque son capaces de transmitir, a modo de aforismo, a modo de sintagma, verdades que la experiencia humana verifica en el correr de los años y en la progresiva escritura de la historia. Sabemos más bien poco sobre la vida y la existencia, ni siquiera sabemos si la teoría de Darwin se aplica efectivamente. El tiempo, aún, no nos ha dado la razón. Y creo poder aseverar que el único registro en el que la ley de supervivencia de Darwin se aplica, esa de la selección natural, es el registro de los refranes. Nadie puede calcular, con exactitud, ni el tamaño del Universo ni la cantidad de refranes que han sido proferidos. Sólo algunos científicos en sus laboratorios han calculado la supuesta distancia del Universo observable, y sólo algunos curadores han seleccionado una exacta cantidad de refranes para ser publicados en libros al estilo “250 refranes de pensadores occidentales” o “25 frases sobre amor” o “143 célebres frases sobre la existencia”, con una desviación estándar que depende de cuántas de estas frases hayan sido atribuídas erróneamente a Bob Marley, John Lennon o Mahatma Gandhi. Uno de esos refranes recordados, puesto que el único refrán que sobrevive es el que se recuerda, es que no hay mortaja con bolsillos a la hora de partir.
En este punto marco una pausa. Iba a discurrir sobre otras cuestiones, sobre por qué no sabemos pero lo más seguro es que no sirvan de nada los bienes materiales coleccionados a lo largo de la vida para una supuesta vida más allá y sobre por qué lo material no es indicador, en absoluto, de una razón de ser en la vida, algo que ya hemos comprobado por analogías entre azúcares, Tokios, dinero respaldado en oro y planetas de diamante. Pero advino a mi razón una de esas verdades que merecen ser subrayadas, puesto que no son ocurrencias porque sí, sino que son la consecuencia del sinuoso camino de la escritura. Siento la imperiosa necesidad de formular esta cuestión como una cuestión en sí, como una pregunta: ¿es acaso, la razón de ser, el arkhé de la humanidad y de no -otra-cosa que de la humanidad, el hecho de que lo humano es lo recordable? Lo recordable, en tanto suma de lo recordado y lo pasible de ser olvidado. Desde aquellas pictografías en las paredes de las cuevas hasta los libros más selectos por la crítica han sido escritos para hacernos recordar. Alguna vez escuché, creo, porque lo recuerdo, que la escritura es el inicio de la Historia. Por su parte, las más importantes (y justas) doctrinas políticas se basan en no olvidar a los olvidados. Incluso toda una disciplina fue inventada por Freud tomando como base el ejercicio de recordar lo olvidado para recordarlo de otro modo.
Las manifestaciones más profundas de nuestro sentimiento de humanidad se basan en el recuerdo. Los mejores goles no son los más bonitos, los líricos, sino aquellos goles aguerridos que serán recordados hasta el fin de los tiempos, hasta que no sea posible que la Historia se siga escribiendo. Recordarán aquél de Maradona, aquellos dos. Uno ni siquiera fue un gol de pleno derecho. Fue un gol de hecho. Y una hazaña histórica. Y, si pensamos en nuestros más grandes representantes en cuanto a lo que la Historia se refiere, no es sino lo recordable, recordado, lo que vuelve grande a un San Martín performativizando el cruce de la cordillera de los Andes. “Seamos libres, que lo demás no importa nada” adquiere su importancia, para este escrito, en tanto que la libertad es la condición para el recuerdo. Es, incluso, el recuerdo, el mayor acto de libertad, en tiempos donde el empuje a lo instantáneo se posiciona en las antípodas de la posibilidad de que un recuerdo se escriba y se vuelva inolvidable, trascendente.
Etiquetas: Bob Marley, Darwin, Facundo Ortega, Freud, John Lennon, Maradona, San Martín