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Por Sergio Fitte
Trato de avanzar lo más rápido que puedo. Me cuesta. Con el tema del yeso y las muletas me es casi imposible llegar a tiempo a ningún lado. El dolor debajo de los brazos, en la inserción entre el torso y el sobaco digamos, es infernal. Peor a cualquier sensación que recuerde haber sufrido con anterioridad. A lo mejor debe tener que ver la edad en todo esto, pienso. Repaso una y mil veces lo que me ocurrió y no lo puedo creer. Siempre fui deportista. Romperse los cruzados pateándole una pelota de tela a un sobrino es de locos. De boludo. Operación. La obra social que no responde. Abogados que te cuestan más que la obra social, más que la misma operación incluso. Intervención quirúrgica en un lugar público de dudosa profesionalidad y tres meses de yeso y muletas. Ese es el resumen de las últimas semanas que he tenido que enfrentar.
Mientras tanto lo actual, lo urgente, lo ahora, es esto, la calle, la gente y la dificultad para avanzar.
Ya debería estar hace varios minutos donde no estoy. Por momentos una de las muletas cobra vida y movimientos autónomos. La de la derecha más que todo. La situación se produce cuando la más inquieta se engancha en la pierna de un gordo con cara de pocos amigos que de mala manera pregunta.
–Flaco calmate, quién te crees qué sos.
Solo para cortar el mal momento con un chiste se me ocurre decir.
–Flavio el tucumano Ramírez campeón de tortas y dulces de la televisión argentina.
–¿En serio?
–….
–No te había reconocido. Sin el marco del televisor alrededor pareces más alto. Me caes como anillo al dedo: ¿me acompañás?
No tengo tiempo de negarme, mucho menos de explicar. El tipo literalmente me arrincona contra la pared y comienza a mostrarme la dirección en la que debía caminar. La contraria en la que lo veníamos haciendo los dos, porque él también venía deambulando en dirección norte sur y fue allí, en uno de esos movimientos, digamos, involuntario qué realicé con la muleta que la misma se enredó con los pies del mencionado hombre y desató toda esta situación. Por raro que pareciera sus modales eran cordiales, pero la fuerza en sus palabras impedía que yo tomase mis propias decisiones.
–Yo te voy ayudar Tucu, quedate tranquilo.
– Lo que pasa que yo no…
–Lo qué. Mejor no hables, yo te ayudo. Yo te a-yu-do.
En lugar de abrazarme para mejorar mi marcha, el gordo tomó la decisión de colgarse de la muleta izquierda y de ir marcándome el paso. La pierna renga hoy por hoy es esa, la izquierda. Del otro lado, de la derecha, va la muleta díscola, la que me metió en todo este quilombo. Unos veinte centímetros más va la pared, que al mirarla fijamente pareciera ser ella quien se desplaza y no nosotros. Más le vale.
Decidí concentrarme en no perder el equilibrio. Ya buscaría el momento de aclarar la situación con mi “llevador”, es la única palabra que se me viene a la cabeza para describir al gordo que me tironeaba de la muleta. Se notaba por los resoplidos que emitía que la situación tampoco a él le era del todo sencilla ni agradable. El marco de gente que nos rodeaba e intentaba avanzar o retroceder en diferentes sentido, dificultaba todo un poco más. No faltó mucho para que el gordo decidiera empezar a meter los codos como si fuese a disputar una pelota de rugby en un scrum. Cuando golpeó de lleno la cabeza contra una mujer de mediana edad que venía en sentido contrario al nuestro, el avance se paró en seco.
–¿Pero quién te crees que sos?
–Gordo y la re concha del mono –se notaba que la mujer se había llevado la peor parte y el aturdimiento le hizo pronunciar un improperio hasta para ella inesperado.
–Me venís como anillo al dedo. Acompañame –contestó el llevador mientras la sujetaba de la muñeca derecha y la enfilaba en la dirección en que nos veníamos desplazando nosotros.
En esta oportunidad no hubo interrogación de por medio, más bien fue una orden. El gordo se iba tensionando con el correr de los minutos. De los metros recorridos.
Pude observar que la mujer llevaba los ojos cerrados y apretados, la contusión la había conmocionado. Se agarraba la frente y un pequeño corte asomaba dejando ver un chichón en crecimiento.
Caminamos unos cincuenta metros más antes de detenernos frente a una puerta. Entramos. Nos sentaron en una especie de sala de espera.
–No se muevan que ya vuelvo –dijo el gordo.
Cuando coincidió con la mirada de su compañera ésta le preguntó:
–¿Y vos, Tucumano, qué haces aca?
–Más o menos lo mismo que vos. Pero esto es un chiste ¿qué es eso de Tucumano, Tucumano, vos también…?
–No me pasarías la receta de esa torta de zanahoria, esa con la que ganaste el concurso de la tele.
–Dejate de joder, ya se me hinchan las pelotas con tanta boludez.
–Los de la tele al final siempre son unos forros, tenía razón mi vieja.
–Qué decía tu vieja.
–Nada, eso, que todos los de la televisión son unos forros de mierda, y que se cagan en el público y lo único que les interesa es la fama y la guita.
–Pero te digo que yo no soy.
–El qué no sos. ¿Forro, querés decir que no sos forro?
La mujer de mediana edad se incorporó de un salto dispuesta a pegarle una trompada a su compañero de espera.
–Por tu culpa mirá como me dejaron el ojo, con la cantidad de cosas que tengo que hacer.
–Yo también tengo que hacer, debería estar hace rato en un lugar.
–Seguro que el señorito tiene que ir a dar una nota a la tele.
En el instante en que ella levantaba la mano el gordo reaparecía por algún lado. Se colocó en medio de ambos, los volvió a manotear y separar, ahora sin decir una palabra.
Un pasillo oscuro y finito obligó al lesionado a avanzar saltando en un pie, no había suficiente lugar para el gordo, la mujer de mediana edad, el lisiado y las muletas. Un olor penetrante a humedad, a orina, pero por sobre todas las cosas un olor a chino que aumentaba a cada paso envolvía a los caminantes.
Finalmente desembocaron en una habitación amplia iluminada a la perfección, alfombrada con un sillón de un material ordinario que intentaba simular oro. Posiblemente estaba confeccionado con ese papel que sabía venir en los paquetes de cigarrillos de color dorado. Allí un chino de sonrisa amplia se mantenía sentado en un precario equilibrio.
–Señor, con estos dos llegamos al número de veinte, los que usted quería.
El chino los observaba con detenimiento desde su altura y asentía con la cabeza. Después de un momento pareció perder el interés por los recién llegados y aplaudió dos veces.
Me puse en alerta máxima a medida que iba contando las personas que ingresaban. No porque el número llegase a dieciocho, si no porque cada una fuera acompañada por un godo exactamente igual al que me había capturado a mí. Sería posible que fuesen veintillizos, no me parecía, si así fuese debería haber sido tapa de los diarios por veinte años al menos y los gordos no llegaban a esa edad, lo habría recordado. Con toda la furia tendrían diez, doce. Se notaba que habían sido bien alimentados desde el primer instante de vida y ahora que era yo el que los observaba con más detenimiento no me quedaban dudas; los gordos también eran chinos. Un enjambre de pequeños luchadores de sumo que se desplazaban con movimientos rápidos y bien entrenados.
Una especie de secretaria ejecutiva le alargó un micrófono al chino que reinaba desde la comodidad de su sillón. Muy bien vestida. Muy bien maquillada y delineada.
El chino efectuó una pequeña reverencia con la mano que le quedaba libre y comenzó a discursear. Mientras lo hacía contemplé a los que tenía más cerca y a ninguno parecía llamarles la menor atención que lo hiciera en una tonada cordobesa muy marcada. Hasta que me acostumbré a ello me costó seguir el hilo de lo que decía.
–…el reglamento es claro y sencillo. A partir de ahora ustedes deberán ser los empleados del Supermercado. Hemos realizado un estudio de marketing pormenorizado y concluimos (utilizaba palabras que generalmente no eran pronunciadas por los comerciantes chinos comunes) que no hay ninguna posibilidad de que algún conocido de ustedes venga a comprar a ésta sucursal. Mientras duren las horas de trabajo no podrán hablar ni con clientes ni entre ustedes. No recibirán paga alguna, pero una vez cerrado el local podrán alimentarse con lo que quieran. No se realizaran reposiciones en las góndolas. Una vez que se termine por completo la comida solo uno de ustedes saldrá con vida de aquí dentro. El resto morirá. De hambre o producto de las luchas internas que esperamos se desaten.
La conmoción fue general. El tiempo se detuvo y el espanto se apoderó de quienes al parecer nos convertíamos en participantes forzosos de una locura general. Cuando la mujer que había sido arrastrada conmigo en la calle empezó a llorar con lágrimas de terror el chino que la secundaba comenzó a apretarle los ojos como si de una canilla que gotea y debe detenerse se tratara. La mujer de mediana edad aullaba de dolor al grito de: “quedé ciega, quedé ciega…”, el resto buscamos otra forma de llorar.
El discurso parecía haber terminado. El rey aguardaba con el micrófono sobre el rezago a que viniesen a retirarlo. Cuando se acercó la secretaria para llevárselo le dijo al oído, cosa que fue captada por la fidelidad del aparato:
–Son boludos, por qué los buscaron tan parecidos. Pónganles un número por lo menos en las remeras y fíjense dentro de los pantalones cuales son mujeres y cuales hombres. Se me confunden.
Los chinos acompañantes, sin que nadie les dijera nada, haciendo caso a la filtración de sonido que acabábamos de presenciar nos metieron manos del lado de adentro de la entrepierna y nos escribieron la ropa con fibrón azul a los hombres y rojo a las mujeres. Me asignaron el número cuatro.
El rey se paró para retirarse del lugar. Antes de hacerlo volvió sobre sus pasos y volvió a solicitarle el micrófono a la secretaria.
–Queridos participantes, qué olvido el mío, no les comuniqué que todas sus actividades serán filmadas sin cortes ni interrupciones hasta la finalización del juego. Estamos terminando de negociar por dónde serán emitidas las imágenes. Pero tengan calma, muy pronto todos serán famosos. Los conocerán por la tele.
En ese momento alguien me metió una trompada en la cara. Suerte que fue solo eso. Los chinos acompañantes actuaron de inmediato. Apenas mis rodillas tocaron el suelo ya me habían vuelto a incorporar. El chino mío me sostenía de la espada para mantenerme en pie.
–¡¡¡No vale, no vale!!! Gritaba frenético mi agresor.
–Éste ya estuvo en la tele, es el Tucumano ese que ganó el premio de las tortas –su cara se ponía más y más roja luego de cada palabra.
El Rey miró a la secretaria y ella contestó con un movimiento de cabeza afirmativo.
–Cómo pudo ocurrir semejante descuido.
–No fue ningún descuido –se metió el secretario de la secretaria –los de marketing lo autorizaron para que el programa tuviese una cara conocida.
Estuve a punto de levantar la mano para dar mi versión. Pero el golpe que me habían asestado hizo que me mordiera la lengua. Sentía que me era imposible hablar bajo aquellas circunstancias.
–Sáquenlo del juego –intervino el rey.
Antes de dejarme en la calle mi chino acompañante me besó en la mejilla.
–Una lástima tucu, te tenía mucha fe en este juego –me entregó las muletas y se perdió del lado de adentro de la puerta.
Toqué timbre hasta que el dedo se me acalambró. Golpeé la puerta hasta que los nudillos dijeron basta.
Al caer la noche aun no había sido atendido, pero un sonido de gente que se acercaba desde adentro hacia la puerta me hizo agudizar los oído y mi corazón comenzó a latir más fuerte.
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