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13-01-2023 Ficciones

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Por Raimundo Martín

A Doña Susana Etchevarne

 

En nuestra calle ya sólo quedaban abiertas la farmacia y mi barbería. Apenas había tráfico. El tiempo había desollado los edificios y pasaba con la lentitud espesa de un río de llanura, así que la llegada de Gastón, que es lo que aquí quiero contar, fue algo más que un terremoto para nuestras vidas.

Se hizo con el local del talabartero, que yo no había llegado a conocer abierto. Siempre se había dicho que tenía un almacén gigantesco, y así debía ser por la cantidad de camiones que durante más de dos meses no pararon de dejar allí cajas y paquetes de todos los tamaños y formas. Fue un continuo trasiego de vehículos, conductores y mozos de carga, pero no supe del responsable de todo aquello hasta que, una tarde de abril, se presentó en la peluquería.

Vestía Gastón un anticuado guardapolvo y un bigote con puntas levantadas más propio de otro siglo. El cabello aplastado con brillantina, su forma de hablar y sus modales también resultaban anacrónicos, adornados además con una curiosa pronunciación de las eses y las ges que le daban a sus palabras un acento de muy difícil identificación. “Buenos días, don Ricardo. Tengo el gusto de presentarme: Gastón Buendía, para servirle”, fue su  historiado saludo. Me pidió un vaso de agua con la misma parafernalia, algo que gustoso le serví, sin bien con el oculto deseo de recibir un mínimo de información que pudiera saciar mi curiosidad. Paladeó el agua despacio, como si del más exquisito de los néctares se tratase, mientras yo observaba su curioso perfil. “¿Y qué le trae por aquí, con qué propósito pasa tantas horas en ese local?”, le pregunté tratando de no mostrar demasiado interés y elevando mi nivel lingüístico un par de escalones para acercarme a su exquisita dicción. “Me permitirá que me lo reserve, caballero, hasta el próximo jueves. Sería para mí un gran honor que usted y don Aquilino, mis nuevos e ilustres vecinos, fueran los primeros en conocer mi humilde local”. Y, sin más, inclinó la cabeza al modo de la soldadesca prusiana y se marchó con el andar preciso y ágil de las personas enjutas.

Qué maravilla la cortesía de aquel caballero misterioso. ¿A qué venía esa forma de vestir y de hablar? ¿Y por qué conocía mi nombre  y el del boticario? Me dirigí inmediatamente a la farmacia y con la confianza que da una   amistad nacida en la niñez acordamos que, pasara lo que pasara, no podíamos declinar la invitación.

 

Gastón vestía un traje blanco, botines relucientes y un corbatín de lazo negro. “Bienvenidos a mi tienda de antigüedades, caballeros”, dijo, mientras abría una sencilla puerta rejuvenecida con varias capas de barniz. La cruzamos y no habíamos dado ni dos pasos cuando casi nos chocamos con un muro, pero no de ladrillo o piedra, sino de pura magia. Formaba parte de un laberinto kilométrico levantado con las más variadas piezas, tabiques efímeros construidos con todo tipo de exquisiteces: un biombo asiático, una alacena, un piano de pared en ángulo recto con la anterior… Seguíamos anonadados a Gastón por aquella cueva de Alí Babá con aromas a incienso y cera de abrillantar hasta que, parado ante un arco formado por un par de colmillos de elefante, nos invitó a pasar a una sala cuya existencia habríamos pasado por alto de no ser por su obsequiosa indicación.

Gastón apartó una pesada cortina de terciopelo y entramos en un recinto grande y ovalado, apenas iluminado por tres lámparas de aceite con pantallas de fino cristal italiano. Un caballo de madera de tamaño natural, tres columnas dóricas de quién sabe qué siglo, una vitrina repleta objetos de plata… Todo alrededor de un tresillo en el que nuestro anfitrión nos invitó a sentarnos, alzado ahora ante nuestros ojos como un director de circo dispuesto a desvelarnos los arcanos de aquel universo mágico.

 

Tomamos la agradable costumbre de reunirnos una vez a la semana para dejarnos arrastrar por las historias de Gastón, expuestas con esmero ante una audiencia corta pero embelesada por sus gestos, giros y melosas palabras: la dama que le vendió el piano había sido absuelta del presunto envenenamiento de su marido, los colmillos de elefante marcados por los disparos del Winchester de un traficante, la radio utilizada por un miembro de la Resistencia que acabó contándole sus batallitas entre copas de pastis. Historias largas, cortas, algunas inverosímiles, pero siempre tan apasionantes como alejadas de su propia vida. Porque pasaban los meses y seguíamos sin saber, realmente, quién era Gastón.

Tuvo que ser Aquilino, tan corpulento como bocazas, quien se lo preguntara una tarde en la que se nos había hablado del origen de unas figuras egipcias. Gastón dejó de sonreír y puedo afirmar que se transfiguró. Su rostro se tornó oscuro, y, no sé cómo, se hizo visible una cicatriz blanquecina en su sien derecha; parecieron endurecerse sus mandíbulas, cuya forma le sombreó las mejillas hasta casi ocultarlas. La luz de las viejas lámparas, tenue de por sí, pareció bajar su intensidad. Hasta el silencio de la nave, tan íntimo, pareció humedecerse.

Cruzó las delgadas piernas y empezó a hablar. Pero su voz tampoco era la misma: monocorde, sin las entusiastas inflexiones con que adornaba sus historias; oscura, sin acento ni marca, de repente hablaba como cualquiera de nosotros, con simpleza y sin circunloquios.

“No os habréis fijado —comenzó a decir—, porque nadie se fija en estas cosas. Esto que cubre la mesa no es un mantel, sino un mantón. Lo usaba mi madre. Dolores —tragó saliva, como si pronunciar ese nombre le costara un enorme esfuerzo—. Era cupletista en el Paralelo, y siempre me contó que era de las buenas, pero después de la guerra ya nada fue lo mismo… Es una historia muy típica, no vale la pena que siga”.

El sólido silencio debió indicarle que sí valía, que ardíamos en deseos de que continuara con su exposición. Bebió agua y continuó diciendo que en aquellos tiempos a lo más que una de ellas podía aspirar era a que algún ricachón les pusiera un piso a cambio de ya se sabía qué. Su madre no llegó tan alto y hubo de conformarse con las promesas de un argentino, capitán de un mercante que tres veces al año atracaba en el puerto de Barcelona. No tardó en quedarse embarazada y en perder su trabajo, así que tuvo que hacerse cargo del pequeño sola y con el escaso dinero que le dejaba el capitán y la limpieza de las casas de aquellos que antes le aplaudían sus coplas y contoneos. Hasta que se hartó.

En ese punto, Gastón se calló y pareció sumergirse bajo el agua. Aquilino, de nuevo, le empujó a seguir.

—¿Se hartó de qué? Venga, sigue.
—De mí. Me dejó con mi abuela y se largó con el capitán. No la volví a ver hasta que cumplí los veintiuno y me fui a buscarla a Argentina.
—Pues vaya madre –opinó el boticario.

Y entonces un silbido acerado cortó el silencio de la nave, algo parecido al sonido de un folio rasgándose, pero mucho más rápido, porque ninguno vio el perfil de aquella fina espada hasta que estuvo bajo el mentón de Aquilino.

—Ni la mentes —susurró Gastón—. Jamás. ¿Me has entendido?

Huelga decir que aquel incidente interrumpió aquellas sesiones semanales hasta que una tarde muy fría de noviembre un muchacho imberbe nos sorprendió entregándonos una tarjeta en la que se nos invitaba, con exquisita caligrafía inglesa, a un reencuentro en la tienda de antigüedades. Me costó convencer a Aquilino, reticente más por orgullo que por miedo, pero terminó accediendo y acudimos a la cita, fijada para el jueves siguiente. Gastón nos recibió como si nada hubiera pasado. Con su extraño acento, sus botines brillantes y su corbatín negro. Le seguimos hasta la sala ovalada y nos sentamos prestos a escuchar alguna de sus apasionantes historias.

“Hoy me gustaría hablarles, caballeros, de esta espada —el arma apareció de repente, como la otra vez, tras el mismo sonido rasgado. Aquilino no pudo evitar retreparse contra el sillón y yo contuve la respiración—. Se la conoce como la rapière, ropera en español. No tiene filo, y es ligera y sencilla. Pero bien usada, mortal —el silencio, bien manejado por el ilustre ponente, pareció acariciar nuestros hombros—. ¿No es preciosa?”.

Posó la espada sobre la mesa, con tanto cuidado como si estuviera hecha de cristal, y la titilante luz de las lámparas rieló sobre su perfil romo pero elegante. “Estas armas se usaban para batirse en duelo —continuó—, en aquellos tiempos en que los hombres resolvían sus cuestiones de honor citándose al amanecer. Y esta, caballeros, esta espada en concreto, fue utilizada en el último duelo que se celebró en Europa —susurró, transfigurándose en el mago capaz de embelesar a los niños con sus cuentos—. ¿Quieren conocer la historia?”

No contestamos, por miedo a romper aquel halo mágico. Gastón, satisfecho, tomó la espada con su mano derecha, se levantó con agilidad y nos obsequió con una serie de movimientos ligeros, rápidos y elegantes que nos introdujeron en las viejas películas que disfrutábamos en el cine de nuestro barrio y tras los cuales rompimos a aplaudir, entusiasmados, incluido el hasta aquel momento enfurruñado Aquilino.

“Como les decía —siguió contando—, esta espada fue utilizada en el último duelo que se celebró en Europa. Imaginen una mansión abandonada a las afueras de París, las hierbas mojadas por el rocío de un amanecer de noviembre, el aliento de los duelistas condensado por el frío. Los duelos están prohibidos y tienen que batirse a escondidas, con la policía acechando tras aquellas tapias casi derruidas. Y, por si esto fuera poco, son grabados por un equipo de reporteros porque los duelistas son dos diputados de la Asamblea Francesa: mi tocayo Gaston Defferre y un tal René Ribière, quien, para más inri, se casaba esa misma tarde. ¿Pueden hacerse idea de la tensión del momento? Quién pudiera haber estado allí, entre focos de cámaras, aceros afilados y hombres sin tacha”.

Se mojó los labios con un poco de agua, sin mover los ojos de un punto indeterminado, que debía estar más cerca de París que de Madrid.

“Y todo porque Defferre —continuó— le llamó idiota a Ribière en un debate. ¡En el parlamento! Y a éste no se le ocurrió otra cosa que retar en duelo a su rival, sin haber manejado una espada en su vida. ¿No les parece fascinante, señores?”.

Asentimos hechizados por la habilidad de Gastón para atornillarnos a nuestros asientos describiéndonos los lugares, los protagonistas, hasta la atmósfera del jardín en el que se desarrollaban los acontecimientos.

—¿Dónde conseguiste la espada, Gastón? —preguntó Aquilino súbitamente.
—Eso, querido amigo, me va a permitir que no se lo diga. Los de mi gremio respetamos, nos guardamos algunos secretos, como los médicos con sus enfermos, como los sacerdotes con sus feligreses.
—Ya… —el boticario dejó sus palabras en el aire—. Es que, es mucha casualidad, ¿no?
—¿A qué se refiere, Aquilino? —respondió Gastón, estirando cuello y espalda.
—No sé, no sé…
—Pero por favor Aquilino, continúe, que estamos entre amigos.

Esa última frase salió de una nevera y Aquilino me miró con esa expresión de orgullo que sólo tienen los que no saben callarse.

—Pues… Que la tengas tú, que uno de esos duelistas se llamara como tú… A mí me da que tú padre era diputado y no capitán de barco.

Un arco eléctrico se tendió alrededor de aquella mesa.

—Ricardo, usted es testigo de la ofensa que he recibido, del mancillamiento de mi honor en mi propia casa, cuestión que considero sólo puede ser resuelta de una forma —tragamos saliva, Aquilino más lentamente que yo,  perfectamente conscientes ya de lo que estaba por venir—. Le reto formalmente en duelo, Aquilino. Tendrá noticias sobre mis condiciones en el momento oportuno.
—¿Pero de qué va este enano? —arguyó el retado, sin más argumento.
—Vamos, vamos —intenté terciar.
—Permítanme que sea yo quien calibre el nivel de la ofensa que me ha sido referida.
—¿Qué noticias ni qué leches? ¿Y qué ofensa? ¿Que te diga que eres un fantasma y un mentiroso es una ofensa? Pues ya te he ofendido dos veces. ¿Y qué?

Gastón levantó la cara y guardó silencio durante unos veinte segundos, más que suficiente para que se me erizara la piel, pero no contestó a esas preguntas.

—Señores, les acompaño a la salida.

Todo aquello se habría quedado en algo anecdótico de no ser por la visita que recibió Aquilino unos pocos días después. Dijo llamarse Melquíades Forlán y también gastaba traje claro, corbatín negro y botines brillantes. Se presentó como el padrino de Gastón en el duelo a espada en el que habrían que batirse, a las siete de la tarde del día siguiente, en el interior de su almacén, detalles todos ellos que se exponían con la habitual elegancia en una tarjeta que le entregó sin más ceremonia.

Cuando Aquilino vino a la peluquería a contarme todo esto, exhibía una sonrisa que no supe si se debía al buen humor o al miedo que debió entrarle al rememorar el tacto frío y ferroso en su cuello.

—¿No pensarás ir, ¿no? —le pregunté.
—¿Cómo que no?
—Como que no. ¿No ves que está como una cabra y que es capaz de atravesarte?
—Qué me va a atravesar… —contestó, sin mucho convencimiento.

Nos abrió la puerta Melquíades, a las siete en punto. Aquilino no me había descrito su aspecto de muerto viviente: tenía mi altura, un metro setenta, pero apenas debía pesar cuarenta kilos, la mayoría de piel ajada y amarillenta. Sus ojos eran de un profundo color índigo y todos sus movimientos eran lentos y poco precisos, como si fueran calculados a cada momento y las extremidades se negaran a obedecer al cerebro. Nos condujo hasta la sala ovalada, que ya no tenía nada de acogedora. El tresillo había desaparecido y las lámparas de aceite habían sido sustituidas por ocho o diez focos de gas sibilante que pintaban el recinto con la fosforescente blancura de una sala de despiece. Gastón estaba en el otro extremo de la sala, sin mirarnos, inmóvil como una de sus estatuas. No llevaba chaqueta ni corbatín, dejando a la vista un chaleco que se le ajustaba a su cuerpo enjuto como si fuera de goma. Se había remangado la camisa y sus brazos, pálidos bajo aquella luz como la misma luna, se tensaban a la espera de que su rival estuviera preparado.

Viéndolo, más espectro que hombre, me sentí transportado a ese palacete parisiense del que se nos había hablado: al amanecer, con los pantalones mojados por el rocío que empapaba las malas hierbas y el cuerpo despierto por el peligro. La tensión me hacía flotar en aquella sala como un alucinado, sin saber lo que era verdad y lo que era mentira. Hasta que Melquíades me sacó de esa especie de trance cuando se acercó y abrió ante nosotros una caja alargada y azul: estaba tapizada como un ataúd, mal presagio, y en su interior había una espada idéntica a la que nos había mostrado Gastón.

Aquilino la cogió después de mirarme y de que yo encogiera los hombros por toda respuesta. Lo que en manos de Gastón parecía una prolongación de su cuerpo juncal, en las de mi apadrinado no pasaba de basta garrota más adecuada para partir una cabeza que para ensartar un corazón.

—Acabemos con esto —afirmó teatralmente después de arremangarse él también. Dio dos pasos decididos que le colocaron prácticamente en el centro de la sala. Aquellos focos le transformaron en un gigante de piedra arenisca, difuminado y sin rasgos, y creí asistir a una representación en un proscenio cubierto por gasas blancas.

Los pasos de Gastón resonaron como debieron hacerlo los de Jack el Destripador bajo la niebla del Támesis. Trazó una equis en el aire y su espada silbó, difusa, dando inicio a la disputa. Un par de metros separaban a los contendientes; Aquilino quieto, en el centro; Gastón moviéndose a su alrededor, tanteándolo, con una mano en la cintura y la espalda muy recta. Mi amigo recibió los primeros embates y los esquivó con movimientos bruscos y rígidos, pero sorprendentemente efectivos. Yo estaba cada vez más nervioso y, de repente, me asaltaron todas las dudas: ¿de dónde venía nuestro rival? ¿A qué se había dedicado antes? ¿Por qué vestía así? ¿Y esa cicatriz en la sien, acaso consecuencia de un duelo anterior?

Aquilino resollaba como un caballo viejo a pesar de que seguía siendo Gastón el que se movía sin cesar a su alrededor, en un gracioso baile acompasado por el taconeo de sus botines. Cla, cla, cla. De vez en cuando paraba, como dando un respiro a su oponente, pero volvía a atacar con esa espada que ya era una extremidad más de su cuerpo. Atacaba, fintaba, retrocedía, buscaba una guardia nunca baja. Empecé a sentir pánico. Aquella luz se había hecho tan intensa que casi me deslumbraba, nos envolvía como un fuego blanco capaz de convertir a los contendientes en dos siluetas polvorientas imposibles de localizar. Hasta que escuché la queja de Aquilino, un fuerte ay acompañado de un juramento.

—¿Aquilino, estás bien? —le pregunté—. ¿Estás bien? —repetí, incapaz de distinguir nada bajo aquella luz tan fuerte y extraña.

Le pedí a gritos a Melquíades que ordenara parar todo aquello, pero sólo escuché unos pasos alejándose. Aquella luz era insoportable. “Aquilino”, repetía sin cesar. “¡Aquilino!”. No se veía ni se oía nada, excepto el agobiante sonido del gas saliendo de las bombonas. Di un paso tratando de tocar algo con los brazos extendidos, luego otro y otro, impaciente por salir de allí, con el corazón a punto de explotar.

Tropecé. Imposible saber con qué bajo aquella oscuridad blanca. Palpé con las manos el objeto que me había hecho caer y su tamaño no me dejó ninguna duda: Aquilino. Deslicé la mano para encontrar su cara, con el peor de los presentimientos, y no llegué a ella porque el líquido caliente y pegajoso que encontré a la altura de su pecho me anticipó el final de esta historia.

Me asusté mucho y empecé a temer por mi propia vida. Miré a todas partes, sin conseguir ver nada. A veces algún jirón oscuro se colaba entre aquella luz cegadora y parecía entrever algún objeto, pero sin llegar a identificarlo. De rodillas, con miedo a levantarme, palpé el suelo hasta encontrar la espada de mi compañero. “¡Gastón!. ¡Melquíades!”, fui llamando, cada vez con menos convencimiento. No tenía valor para levantarme y sólo me atreví a gatear para intentar dar con esas malditas linternas, siguiendo su silbido. Di con una y la apagué, y luego otra, y otra, hasta que la atmósfera de la sala se fue oscureciendo. Noté que mi vista se iba poco a poco acomodando, pero no a la oscuridad total que debería percibirse a esas horas de la tarde, sino a la extraña luz de un amanecer recién estrenado.

Y, de nuevo, la niebla blanca. Me levanté cogiendo firmemente la espada. Estaba limpia, sin sangre, y me di cuenta de que toda aquella niebla no era más que mi propio aliento, condensado en la aurora rojiza de un lugar muy frío. Pasos muy rápidos, personas corriendo y gritando en un idioma extraño del que sólo reconocí unas pocas palabras: La police, allèz! No recordaría muchos más detalles durante los años que pasé en la celda, aunque uno sí que se me quedó grabado: mis pantalones mojados, empapados por el rocío que cubría las malas hierbas de aquel jardín abandonado.

 

 

 

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