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Por Leticia Martin | Portada: Lucian Freud
I.
La voz de la madre (Emecé, 2022) podría leerse como una novela escrita tras la desaparición física de una progenitora a la que se ha cuidado y aprendido a amar pese a las dificultades, también como un diario del encuentro de una escritora con su voz. Pero creo que al final del recorrido uno podría decir que es la historia del reencuentro de una hija con su padre. Un padre parco e introvertido por el que siente rencor, del que en reiteradas oportunidades se quiere escapar, pero al que finalmente elige no odiar. Si bien está explicitada la intención de: “escribir un libro para ella, sí. Darle mi voz” otras líneas de la misma historia van sumándose y apareciendo de distintos modos. Quizá se trate más de entender al padre a través de la madre sin culpar a uno o al otro, sin juzgarlos desde esta época. “Entendí que él, como tantos hombres de su generación, necesitaba empequeñecer la imagen de su mujer para hacer crecer la propia. Y que mi madre no tenía el valor para defenderse”. Hay en esa cita un intento por ubicar el conflicto en un momento histórico. Se habla de “una generación” y se teje entre los dos perfiles parentales algo que surge del vínculo. No es unívoco. No hay víctimas y victimarios. Se trata de dos que enhebran un espacio posible. Dos que pudieron amarse de una determinada forma y no de otra. “Varones que escriben la ley. Mujeres que callan”, señala Arazi. Relaciones difíciles que habilitaron sin saberlo otras vidas posibles, otros modos de relacionarse y la búsqueda de nuevas libertades individuales.
II.
Raquel o Raquelita, —como le decía el padre— es escritora de novelas y textos infantiles. Antes intentó ser cantante. Al promediar la novela entendemos que su vida ha sido entregada a las palabras de modo contundente y definitivo. Tuvo un novio con el que estuvo a punto de casarse, perdió un hijo con él a causa de un embarazo ectópico, y sufrió un accidente casi fatal. Raquelita se hace llamar por su otro nombre, Silvia, pero termina recuperando aquel primero, que de chica le resultaba rígido. También se pregunta acerca de la primera vez que pensó en no tener hijos. Hay un enorme trabajo sobre las aristas de la libertad y el deseo que hacen de esta novela un manual de lectura obligada, un tesoro para quienes aprecian el pensamiento que engendra acciones concretas.
III.
El apellido Arazi es de descendencia árabe. Como lo explica la tía Letife en la novela, ese nombre significa: “de los cedros”. Si uno hurga en la etimología, la palabra cedro proviene del latín “cedrus” y del griego “kedros”, expresión con la que también se nombra al enebro. Y si se insiste en ir a indagar en el origen de esos árboles, se llega a esta hermosa y simple casualidad: hay un cedro que es autóctono del Líbano y por ende su árbol nacional. La silueta del cedro aparece en la bandera y en el escudo de esa patria. Así es que “Arazi”, que suena a “abrazo pequeño”, “abracito”, más bien tiene que ver con la firmeza del que se deja abrazar: el cedro, un tipo de conífera diversificado en muchísimas especies. Pero de los cedros se dice que son firmes porque, antes, tienen otra característica por demás evidente: son enormes, grandes, de esos árboles que al caer dejan un gran vacío en la tierra donde supo estar emplazada su raíz. Como la madre de esta historia, con su voz tenue, difusa, reprochable, rechazada, pero que sigue siendo una especie de presencia, una pregunta permanente para la autora.
IV.
Me animo a decir que estamos frente a un texto autobiográfico deformado a la vez que “cierto”. Una novela —como la nombré varias veces ya— alimentada de un diario íntimo que no había empezado a escribirse hasta que sucediera la muerte aquella. La historia de una familia que es la que surge de intentar escribir la historia de una madre. Porque cuando dos personas van a la cama, como se dice por ahí, los que se acuestan son realmente cuatro. Mínimo cuatro, diría yo. Y hablar de la madre es hablar de una lengua, del lenguaje materno, de la cultura aprehendida. Es discutir con los relatos y saberlos falentes, inacabados, abiertos y singulares. De cada quien. Cuando los hermanos de la autora se enteran de que ella está escribiendo la novela familiar le piden que no hable de determinados temas. Es una gran provocación, a la que ella responde: “Trato de explicarle, también, que cada uno de nosotros vivió en una casa diferente, en una familia diferente, incluso teniendo los mismos padres y habiendo habitado bajo el mismo techo”. ¿Se puede conformar a alguien con la palabra escrita? ¿Existen las versiones únicas de algo? ¿Hay hechos verdaderos —como se pregunta Levrero en La novela luminosa— o el solo hecho de narrar algo lo opaca, lo obstruye, lo destruye? “Bucear en la memoria es sumergirse en un mar profundo en plena noche, entre peces, algas y monstruos marinos”, escribe Arazi. No hay realidad posible en el lenguaje. Ni grado cero. Ni verdad total y definitiva. Nos acercamos a los hechos hasta quemarnos, pero sin poder asir el fuego.
V.
Leo La voz de la madre en línea con La maestra de canto (1999), de la misma autora. Hay una búsqueda personal, un trabajo con las voces perdidas y encontradas, con las identificaciones y la vocación, que también suena a vocal, cuerdas vocales, vos. Si busco influencias y línea de contacto entre autores y generaciones, encuentro la sintonía de esta novela con: Mi libro enterrado, de Mauro Libertella, Sangra en mí, de Liria Evangelista y El corazón del daño, de María Negroni. Me hago preguntas que abren mundos, que hacen de mi imaginación un colchón de hojas profundo y denso. ¿Qué hay más allá de la voz cuando la lengua materna cae? ¿Puede surgir otra voz? ¿Una mejor? ¿Una más propia? ¿Cómo se produce esa síntesis? ¿Dónde empieza la escritora y termina la hija? ¿Qué voz se impone? ¿Cómo se da esa batalla? ¿Se sobrevive al vacío que deja un padre que fue faro y oscuridad a la vez?
VI.
“Se murió no es lo mismo que murió”, explica la narradora que no se presenta asertiva sino que duda y reformula, reescribe en vivo, ante nuestros ojos, nos abre sus conflictos y —como si escribiera un ensayo sobre la escritura— se permite elucubrar, describir lo que va pensando. Un libro sobre la madre no es lo mismo que un libro “acerca” de la madre, dice después. El inconsciente la traiciona pero ella deja esa palabra antes de estaba por corregir. Quiere entender ese algo extraño para su yo que el proceso de escritura podría estar revelándole. Desde el piso, sin subirse al púlpito de los escritores iluminados, Arazi se permite el error para entender qué esconde esa palabra que aflora primera de aquella profundidad oscura que antes describió. La preocupación por lo que las palabras dicen —digna de una discípula de Abelardo Castillo— ponen a esta novela en el lugar de un ensayo, o agregan reflexiones que espesan los hechos que se narran. Son pequeñas distinciones a veces, pero nos hacen notar que no todo es lo mismo. Como la decisión de que se describan “voces amarillas”, por ejemplo. Ese uso poético del adjetivo para describir algo de un modo nuevo despegan a este libro del común de los libros, lo ponen en otro lugar, lo hacen un libro que me dan muchas ganas de pedirles que lean.
La voz de la madre
Silvia Arazi
Editorial Emecé
Año 2022
164 págs.
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