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Por Enrique Balbo Falivene
Leo que en el aniversario del nacimiento de Carlos IV de Bohemia (Praga, 14/03/1316-Ib, 29/11/1378), emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, también llamado Carlos de Luxemburgo, el Museo de Arte Industrial de Praga ha prestado parte de su colección al castillo Karltejen para una exposición conmemorativa. Estas piezas estuvieron ocultas detrás de uno de los muros del castillo, que mandara a construir el propio Carlos IV como residencia de campo primero y que después destinaría a alojar las reliquias sagradas asociadas a la Pasión de Jesucristo. Durante las guerras husitas, en el siglo XV, alguien las escondió para resguardarlas de los saqueos.
En unas refacciones en el castillo fueron descubiertas por los trabajadores (los albañiles suelen encontrar más tesoros que los arqueólogos) y son más de 400 objetos de la época. Transcribo sólo algunas del listado que alberga la muestra: el cráneo de San Adalberto, una espina de la corona de Jesús, vestidos de la virgen, la espada de San Esteban, trozos de la cruz, el mantel de la última cena, un trozo de hueso de San Vital, un diente de Santa Margarita, el mentón de San Eóbano, una costilla (completa) de Santa Sofía, la vara de Moisés, un colmillo de elefante, costillas (varias) de ballena, el anillo de compromiso de San José, un coco, un colmillo de unicornio.
Ahora, después de la lectura y evaluación rápida de los tesoros de Carlos IV, vamos a imaginar que alguien, ante una inminente catástrofe, decide ocultar algunas famosas piezas contemporáneas. Quizá en un sótano, un convento, un garaje, en los fondos de un local de comida rápida o en el trastero de un bingo y, mil años después, las máquinas (ya no existirán los trabajos manuales) durante la demolición las descubren. Expongo la lista que, naturalmente, es de mi autoría y la he confeccionado con catálogos de subastas de pop art y nuevo realismo de las casas Christie’s y Sotheby’s de Nueva York: un retrato de Marilyn Monroe multiplicada, una mesa vertical con plato, cubiertos y un vaso pegados, una muñeca despanzurrada de cuyo vientre salen más cabezas de muñecas, una mesa de ping pong con pelotas de yeso, un retrete, una ducha con paisaje al óleo, una viñeta de Dick Tracy ampliada, una cruz cristiana hecha con latas de Coca Cola, una cajetilla de Gitanes, una pila eléctrica sobre un pedestal de mármol, repuestos de automóviles comprimidos, una silla eléctrica.
Y aquí nos detenemos porque ¿qué es lo que coleccionamos? ¿En qué momento los objetos empiezan a conquistarnos y formar parte de nuestras vidas? ¿Cómo determinamos el valor de lo que nos rodea y por qué lo atesoramos? Hay varias respuestas, pero vayamos primero a analizar una colección y, aunque podría citar varias por mi profesión (soy crítico y tasador de arte), he escogido una que es la que mejor conozco porque es la mía y no sabía que la tenía hasta que me mudé.
Se trata de libros; comprendí la dimensión de los que tenía al organizar el traslado y tuvieron mis riñones y mi espalda que soportar los pesos de unas cajas, aunque me preocupé de que fueran pequeñas, de algunos volúmenes que son como ladrillos de hormigón.
Así que suponiendo que la mía fuera una colección, que no lo es, vamos a intentar observar el libro como si fuera un simple objeto. Esto es un prisma con una tapa dura o blanda, que intenta atrapar al lector desde el diseño de la misma o el título, cuenta una cantidad de hojas encuadernadas, pegadas o cosidas, en buen o mal papel, si es antiguo en algodón y si es nuevo en costosa (muy) pasta prensada; en la contratapa una breve, y a veces no tanto, sinopsis del contenido con la misma finalidad que la tapa; tiene también un trabajo de edición que permite al lector la sucesión ordenada de páginas, un tipo de letra escogido según los deseos del autor, editor, o las exigencias del estilo; la edición permite también la sujeción del ejemplar desde los márgenes con los pulgares sin tapar los caracteres de la impresión. Básicamente, desde el punto de vista del objeto sin razones intelectuales o pasionales, esto es un libro.
Entonces: ¿por qué conservarlos y en qué momento me han crecido y multiplicado como plantas tropicales (no los he contado pero bastaría una simple operación aritmética: tantos volúmenes por metros de estantería; operación ésta que no pienso realizar) que me han sometido a un esfuerzo y por qué no los regalo a los cartoneros o los dono a algún espacio público para aliviar las vigas de mi casa y mi espalda?
Esgrimo algunas razones:
I. A algunos de ellos me gusta releerlos y para este acto tan sencillo al libro debo tenerlo (este verbo es aquí fundacional). Esta pulsión la desarrollé de adolescente la primera vez que leí Walden de Thoreau en una biblioteca pública.
II. No soy bibliófilo ni coleccionista, no tengo ninguna superstición; mi biblioteca es heterodoxa y de uso, no está especializada en ningún tema en particular. He comprado (y sigo comprando) lo que estimo me gustará leer aunque no siempre acierte.
III. Me gusta la clasificación que le he impuesto a la biblioteca. He probado varias y me he decantado por la más caótica de todas: el orden alfabético. Los libros están clasificados por autores, conviviendo en una misma línea de estantes los idiomas que puedo leer, los géneros, los libros técnicos con la poesía, los cómics con la historia, el ensayo con la biografía.
IV. No tengo ningún fetichismo, no compro ni busco primeras ediciones, libros firmados o antiguos. Muchos de ellos están subrayados, con anotaciones al margen y señaladores, en todos se ve que han sido manipulados, llevados a la playa o la montaña, mojados por alguna llovizna o manchados de café. Son míos, de mi propiedad, puedo hacer con ellos lo que me plazca.
V. Ahora, desde que he terminado la mudanza y que casi todos los libros descansan en la misma habitación, he descubierto que disfruto mucho estando rodeado, casi cercado, por todos ellos y paso en esa compañía casi todas las horas del día.
VI. El precio siempre es elevado empujando al comprador a privarse de cualquier otro bien para acceder al libro. A esto se llama pulsión de coleccionista. (Siempre es desagradable hablar de dinero pero resulta curioso que los que más libros compramos somos los que menos contante tenemos).
Dicho esto y considerando la finalidad de este artículo me hago una pregunta: ¿podría desprenderme de mi colección? No, porque cada libro me recuerda dónde lo compré y como era mi vida (en qué creía, con qué soñaba, a quién amaba) cuando lo leí. Esto quizá acerca una respuesta a por qué coleccionar objetos, por qué guardarlos, cuidarlos, limpiarlos, mostrarlos. Buscamos permanecer a través de ellos, crear una colección que sea nuestra, de cerillas, estampas, calendarios o grabados del XIX, que represente nuestro legado cuando ya no estemos, que hable de nosotros, los ausentes. Queremos permanecer en un objeto sin vida, he aquí la paradoja.
Y a propósito de esto a veces pienso que pasará con mi biblioteca cuando muera, ¿acabará en un oscuro depósito municipal comida por las ratas? ¿Se disgregará y algunos de mis herederos se los irán llevando para venderlos o para igualar las patas de una mesa, para encender los fuegos de una chimenea? ¿Alguien los disfrutará como yo o debería esconderlos como los tesoros de Carlos IV? ¿Qué pensarán de mí, de mis subrayados, mis notas al margen, mi nombre en la primera página?
Es sabido que los argentinos somos reacios a creer en algo, agnósticos rozando lo ateo y no sabemos cuidar lo nuestro. Mi biblioteca se perderá, estoy seguro de ello, pero también yo me perderé como me pierdo cada vez que encajo en la estantería un nuevo ejemplar a mi colección. Que la gente se muera no quiere decir que yo vaya a morir, viviré para siempre abrazado a cada libro como un coleccionista, sin esperanzas, sin ilusiones, como un Carlos de Bohemia oculto entre los muros sombríos de su castillo.
Etiquetas: Enrique Balbo Falivene, Libros