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Por Guillermo Fernández
El artificio estético ha buscado estereotipos para disciplinar desde los antiguos comienzos de la rebeldía.
Uno de los textos paganos que sirvió de “modelo” de conductas, perfiló héroes e intentó rechazar “desvíos” fue la Ilíada. Homero narra la astucia de los Aqueos para vencer a los Troyanos, a través de la presencia del sacerdote griego Sinón en el campamento enemigo, y convencerlos de hacer entrar al célebre caballo de Troya. Laocoonte, otro sacerdote, pero troyano, descree del ardid y se niega a que el “animal preparado” ingrese a la ciudad. Los dioses querían la destrucción de Troya y castigan la denuncia de Laocoonte con su muerte y la de sus hijos. La condena vino del mar en forma de serpiente.
Este material narrativo fue inmortalizado no solo en la leyenda oral, sino también en la escultura El grupo Laocoonte (I d. C.) del los artistas conducidos por Agesandro de Rodas. Otra vez, la vista de las víctimas guarda consonancia con lo irremediable del escarmiento de los dioses.
Con el tiempo, el imponente Moisés (1513-1515) de Miguel Ángel, al que la Piazza de San Pietro in Vincoli no le fue suficiente para condenar al pueblo rebelde que adoraba lo profano, sirve como guía. Urgía en las obras del escultor del Renacimiento fijar una mirada de sanción.
Freud en su estudio sobre el Moisés (1914) reflexiona sobre la cólera y la calma en el profeta como momentos que logran que las Tablas de la Ley no sean arrojadas al pueblo alborotado y, de esa manera, castigarlo. Con un análisis minucioso del brazo del apóstol sobre el mármol convertido en Ley y su mirada Freud desbarató la tesis de que la ira sería la única pasión dominante de Moisés.
De todas maneras, el código de piedra que sostenía al costado de cuerpo la monumental escultura alcanzaba para advertir que el desacato nunca había sido admitido por el Dios de los creyentes.
El cine también se ha ocupado de la vista.
El director danés Carl Theodor Dreyer retoma el recurso de los ojos en La pasión de Juana de Arco (1928).
¿Qué hay detrás de los ojos en el momento de la condena? ¿Es quizás la mejor “entrega” de una mujer quien todavía suplica por la injusticia? ¿Cómo es que en el fotograma de la película persiste la mirada?
Sin duda y en consonancia con los párrafos precedentes, de que las pupilas, sean mármol o celuloide claman una reparación a un mundo desordenado, la vuelta a un orden para poder habitar.
¿Por qué el rostro de María Falconetti, la actriz elegida por Dreyer para el papel de Juana, constituyó un emblema del dolor y de la impiedad?
Con la sinécdoque de la cara le fue suficiente para construir un tipo de conmiseración universal, aquel gesto que la malicia esquiva porque no puede enfrentar.
La literatura no se olvida de los personajes que miran buscando dominar aquello que les falta, que les ha sido arrebatado. El escritor uruguayo Juan Carlos Onetti en Para una tumba sin nombre (1959) encuentra en los ojos de una niña el dolor por la espera de un destino mejor.
Hay mucha palabra escrita sobre los hombres y mujeres que buscan enseñar en silencio una mudez que solo se complementa con la dimensión de la vista. El oído “ve” tanto como los ojos. Y la retina es un sonido tan áspero como el de Juana de Arco o las prostitutas de Onetti.
La vista puede traducirse en un significante que acomoda y que interroga. Después de todo, el ejemplo nunca ha dejado de ser un recurso, un prototipo emblemático que, aún en el rechazo, obliga a pensar en causas y consecuencias.
El poder de las imágenes siempre fue evangelizador, una manera de penitencia por haber compartido un mundo cada vez menos venial.
* Portada: María Falconetti en la película «La pasión de Juana de Arco» (1928) de Carl Theodor Dreyer.
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