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Por Luciano Lutereau
1.
De los modos de relación patológica con el dinero, suelen destacarse dos:
A. El ahorro neurótico: que para ganar un pequeña diferencia necesita perder algo que no tiene precio, como el obsesivo que es capaz de caminar un kilómetro para preguntar un segundo precio y no saber con cual quedarse.
B. El goce avaro: si el neurótico es mezquino, en la avaricia nada vale lo suficiente como para justificar el gasto; el avaro no es retentivo, sino que su actitud (no sintomática) encubre un profundo desprecio por el mundo.
Sin embargo, hay una tercera -entre otras- que me parece igual de interesante, porque puede confundirse con esas dos, pero es muy diferente.
Me refiero a quienes ven en la posibilidad de hacer un buen negocio una forma de cagar al otro, como respuesta defensiva a que los caguen.
En esta tercera situación, a diferencia de las otras, la relación no es con el objeto, sino con un otro al que hay que mantener a distancia.
Se trata de personas que tienen que ganarle el vuelto al verdulero, que no pueden comprar nada sin regatearlo y lo conseguido vale porque le fue sacado al otro.
Es una actitud común en psicóticos, a través de la cual puede encontrarse el índice que lleva al Otro de un delirio no demasiado manifiesto.
Este comportamiento podría ser la traducción en el campo monetario de la conducta acumuladora que se expresa con otros objetos de los que ciertos psicóticos no pueden desprenderse, en la medida en que representan proyecciones de su Yo endeble.
Recuerdo que hace unos años hubo un caso de un psicótico en cuya casa, después de que muriera, encontraron una fortuna en monedas y billetes pequeños, mientras él vivía en la indigencia.
2.
En niveles poco estructurados de organización psíquica, una frustración es vivida como rechazo o traición.
Esto es algo común en pacientes borders, pero también en psicóticos en los que prima la indiferenciación respecto del objeto.
El concepto de indiferenciación es muy importante para pensar la clínica de una serie de casos en los que no hay presencia de delirios ni alucinaciones -al menos no declaradas, pero nunca se tarda en encontrar un sentimiento delirante de la experiencia y una sensibilidad hiperestésica.
En la indiferenciación, no hay representación en la relación con el otro, por eso su presencia puede ser vivida como intrusiva.
Por ejemplo, una pregunta por una cuestión sexual puede ser vivida como un intento franco y directo de seducción.
Esto es corriente en casos de borders y psicóticos que -por no contar con la simbolización del padre como heredero del complejo de Edipo- tienen más a mano la versión del padre como seductor.
El caso de Schreber muestra esto articulado a un delirio impresionante, pero esa indiferenciación se reconoce como estructura mínima en las primeras manifestaciones de su psicosis.
En los relatos de pacientes de este estilo no es raro escuchar que hablen de miradas lascivas, de gestos inapropiados que otros tuvieron con ellos y al analista le toma tiempo reconocer que se trata de una formación psíquica y no correr a la realidad.
Pienso en el caso de alguien que en cierta ocasión me contó que el amigo de su novio le tiró onda. Luego otro. Luego otro. Luego ya era cualquiera.
En la neurosis lo más frecuente es que el objeto quede velado en la fantasía y que se lo reconozca en un segundo tiempo. Después de una fiesta, al día siguiente, alguien se queda pensando si acaso con esa persona no se miraron con una segunda intención.
En los borders y en ciertos tipos de psicosis, la indiferenciación tiene como defensa privilegiada la agresión y la constitución del odio como forma estable de diferenciación del Yo.
Esta ya no es la época del “pienso, existo”, sino la del “odio, soy”.
* Portada: Detalle de «La cabeza de Medusa» (1597) de Caravaggio.
Etiquetas: Caravaggio, DInero, La época del “odio, odio, Psicoanálisis, soy”