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Por Manuel Quaranta
Día 1
Vuelvo a Ginebra como se vuelve a los lugares donde nunca se estuvo. Inerme, indefenso, nostálgico y feliz. El suelo suizo me recibe, quién lo diría, con un grito de gol. Intuyo por el contexto, de la selección francesa. Es 18 de diciembre. El avión tenía previsto aterrizar 17.40, diez minutos antes de que, en principio, terminara la final de la Copa del Mundo entre Argentina y Francia. Aterriza exactamente a horario, y sin trámites migratorios por realizar ni equipaje por recoger, franqueo la puerta hacia la sala de espera. Varias personas se estaban abrazando. ¿Cómo va?, le pregunto en mi francés estándar a un señor con sombrero. Dos a dos. En dos minutos dos goles de Francia. Quedo preso en mi propia incredulidad. Le mando un mensaje a mi hermano. “Vení cuando termine”. Faltaban ocho minutos, sin contar el alargue ni los penales. Mi hermano entiende mal o entiende lo que quiere y toma el bus al aeropuerto apenas el árbitro pita los 90 minutos. Llega justo al inicio del segundo suplementario. El partido sigue empatado. Si vamos para su casa podríamos perder en el camino el clímax mundialista. Por eso nos instalamos a pocos metros de la pantalla que generosamente había colocado al servicio de los consumidores, y no consumidores, como nosotros, la gerencia de uno de los bares.
En caso de ganar Argentina, ambos títulos los habrá obtenido con mi humanidad en tierras europeas. Lo mismo mi hermano, pero él no puede acordarse. Tenía dos años, yo seis, cuando viajamos a Italia en familia, un par de semanas después de la explosión de la central nuclear de Chernóbil. Me regodeo en los datos y en la tentación de escribir mis memorias. Mientras divago, ¡goooooooooool de Messi! Faltan diez minutos. Adelante nuestro, un chico con camisa y tonada caribeñas gritó el gol como si fuera el bisnieto de Eduardo Mallea. ¿Campeón? ¿Campeones? ¿Héroes? Inesperadamente, mano, penal, y gol de Francia. 3-3. Queda sellado el martirio de los once pasos. Es (será), sin duda, la final más espectacular de la historia. ¡Y nosotros en el aeropuerto de Ginebra! (¿un no-lugar?). Emi sugiere saltarse olímpicamente el obstáculo. Desiste. Nada más lindo que sufrir. No. Es más lindo ver sufrir. Mmm…dudo, me reservo la definición para futuros e improbables ensayos. Tanda de penales. Y… ¡Argentina campeón del mundo! Mi hermano festeja con sonrisas y aspavientos, los últimos meses en Suiza habrán reforzado su cuota devaluada de argentinidad. Nos hacemos una selfie para la familia, los amigos y las redes sociales, que son la misma cosa. Inmortalizar el momento, se le decía.
Desde el bus se oyen bocinazos. Distingo dos o tres banderas flameando por las ventanillas de los autos. Es el triunfo de una nación sumida en una de sus noches más oscuras, como la mayoría de las naciones en el siglo XXI.
Emi vive a 15 minutos del centro. Los edificios de la vecindad parecen viviendas sociales, pero no lo son. Entramos al departamento de Rosa, la locataria. Cuatro habitaciones, living, cocina comedor y balcón. Una de las habitaciones se la alquila a mi hermano por 700 francos, ahí voy a dormir yo, gratis. La habitación tiene dos camas, un escritorio, una biblioteca y un placar, donde guardo las poquitas prendas que traje. ¿Qué hacemos? Hace frío, pero prefiero salir.
Caminamos, para disfrutar la noche ginebrina y de paso ahorrar los 3 francos de mi pasaje. Emi sacó abono, así que le da igual. En el trayecto se escuchan bocinazos de alegría, son la forma singular de tramitar la distancia.
El frío es neutral, ni hiere ni conmueve. La propiedad a la que nos dirigimos será demolida en dos años, y mientras tanto, una cooperativa se la alquila a estudiantes, a precio módico. Allí van a vivir mi hermano, un chico de México, otro de Venezuela y una chica franco-argentina que habla con acento mexicano. Todos músicos. Bohemios de raza obsesionados con sus instrumentos. A Emi le conviene la mudanza porque en lugar de 700 pagará 350 francos. Durante una hora y media cantaron, cocinaron, comimos, nos quedamos con hambre, volvimos al departamento. Rosa, por suerte, había preparado la cena.
Digresión transversal
Como dejé la notebook en Tarragona (mi base de operaciones), tomo notas en los espacios en blanco de Sostiene Pereira, la novela de Antonio Tabucchi que amablemente Franco se vio obligado a prestarme. La leí hace años, y este era el momento justo para leerla en idioma original, es decir, leerla por primera vez. Dejar la computadora ha sido una buena y una mala decisión. Buena, para liberarme del dispositivo; mala, porque podría haberla traído perfectamente (no la traje alarmado por las nuevas normas de equipaje de Vueling: el más mínimo exceso lo multarían con 70 euros) y despuntar el vicio sin arruinar el ejemplar ajeno (de cualquier manera, intuyo que a mi buen amigo le va a encantar recibir el ejemplar garabateado).
Día 2
Jornada de 12 horas. Estamos a punto de cenar fideos al pesto rosso en la casa de Emi, o sea, la casa de Rosa. Yo estoy tan cansado que la perspectiva de rememorar cada una de las actividades me fatiga. Qué tipo patético fui en mi vida anterior, lento, medido, melindroso, fóbico. Quiero olvidarme de ese Manuel, pero el pasado resiste, y está en todo su derecho. Nietzsche dice: “está curado aquel que olvidó”.
A las 10.20 salimos para la Facultad de Música, antes habíamos ido a Migros (el monstruo empresarial Suizo) a comprar croissants y jugo de naranja. 10.45, ingresamos al edificio. Emi tenía clase en su Master y yo me quedé escribiendo un posteo de Facebook sobre el triunfo de Argentina, organizando obsesivamente las jornadas venideras según recomendaciones de Sofía, mi amiga artista griega que una parte del año vive acá. También le di el pésame por mail a una persona que admiro.
Empezamos la aventura en el barrio de Carouge, nada especial, pintoresco, afable; me llamó la atención que los negocios parecían abandonados, como si una alarma antibombardeo hubiera persuadido a todo el mundo a buscar refugio. Volvimos al centro en tranvía. Almorzamos en un restaurant que descubrí googleando “comer barato ginebra”. Dos platos de penne, sabrosos y abundantes, con una jarra de agua de la canilla, 30 francos (1 franco 1 euro, peso más, peso menos).
Con media hora disponible antes de la siguiente clase, caminamos con mi hermano sin rumbo, luego lo acompañé a la Facultad y desde ahí tomé otro tranvía hacia Eaux Vives. Bello, bellísimo lugar. Me encontré en el medio de un parque impecable repleto de árboles marrones y enfrente, el célebre lago Leman. Estuve una hora larga, bajo un sol estoico, en camisa, sin rastros de invierno. Mi pequeña primavera. El arreglo con Emi fue: a las 17 en la tumba de Borges.
Mientras lo esperaba, intenté comprar en los negocios de cercanía un encendedor, hasta conseguir uno a precio razonable. En realidad, el paquete venía de tres, por 1.5 fr., dos verdes y uno blanco.
En esta época del año en Ginebra oscurece a las 17.05, por lo que nos vimos impedidos del ritual necrófilo y cholulo de la foto. Nos limitamos a contemplar la tumba, charlar sobre nuestros padres (en sentido figurado), percibir la textura del mármol. Yo quise pedirle a Borges un deseo, pero tuve la revelación de que esa vía estaba muerta, Borges ya me ayudó demasiado, ahora me tocaba a mí mover las piezas o patear el tablero.
Paseamos hasta las 18.30, hora señalada para la repartija de flyers en la puerta del Grande Theatre. Ese es uno de los trabajos de mi hermano, además de tutor y maestro de guitarra en una escuela de música.
Cuando faltaban veinte minutos para liquidar el turno se nos acerca una mujer y nos ofrece la entrada de su marido, quien por diferentes circunstancias no había podido asistir; yo le digo, obviamente, que no tengo 65 francos, y ella nos la obsequia igual. Le propongo entonces a mi hermano comprar la entrada más barata y ver Maria Stuarda, la ópera de Donizetti. Acepta. Entro al teatro, la compro (era la última a ese precio), salgo, se la doy, vuelvo a ingresar, subo al penúltimo piso, busco la butaca, estaba rota, protesto, me cambian de lugar, me acomodo y a los dos minutos recibo un mensaje de Emi, “error haber comprado la entrada” y la foto de la entrada que alguien le regaló, de 240 fr. Me amargan los 17 francos, aunque me alegra la resolución. Debe ser un asiento excelente (el mío era muy bueno). Primera vez en la ópera. La puesta en escena fue fenomenal. La escenografía opacaba a los actores. Dos horas de duración, con un intermedio de 30 minutos. A la salida tomamos el tranvía, llegamos a la casa y preparamos la cena. Lo declaré al principio: fideos con pesto rojo.
Me desplomo en la cama como un dinosaurio herido por una flecha humana.
Día 3
Sin recuperarme, volvemos al ruedo por esta ciudad amable y brutal, tensa y liviana. Emi tenía la jornada libre, así que urdimos un plan. Primero, visitamos la tumba de Georgie, sacamos fotos, y mantuve la tesitura de ayer. Yo soy el responsable de mi estilo, yo soy el único capaz de modificar el óxido sintáctico de mis textos.
Hace 14 años el auxilio borgeano fue fundamental, sin él, estaría mendigando algún deseo en el desierto de Sahara; pero fin de la historia: es el turno de romperme la cabeza.
A la salida del cementerio compramos dos cookies (mi hermano se ha convertido en un experto en panificación) y las devoramos en la esquina del museo etnográfico. Flojo de papeles, pobre de tanta abundancia. Demasiado circo. La exposición temporal una lágrima antropológica. La culpa europea mezclada con el afán de exotismo y la ultracorrección política.
Almorzamos en un Kebab vacío de fines de los 90 o principios del 2000, cuyo dueño parecía estar planeando desde el principio de los tiempos nuestro asesinato. Nos sentimos odiados, repudiados, y en peligro. ¿Cómo sobrevivirá sin clientes? ¿Los irá eliminado uno a uno? En el transcurso del almuerzo sólo entró una persona a preguntar por un kebab vegano. Casi la descuartiza con la mirada. Desde allí, de nuevo al lago Leman, tan hermoso.
A las 17, Emi se había comprometido a buscar una bicicleta en una zona alejada del centro. Lo acompañé, entramos al departamento del matrimonio español, que al día siguiente viajaba a Mallorca a pasar las fiestas. Lo memorable del encuentro fue que recibió (provisoriamente) una bicicleta mejor de la prometida, porque no consiguieron abrir el candado de la que iban a darle. Al parecer, algún travieso le había cambiado la clave original: 1492. Lo sentí como una silenciosa venganza, por supuesto, lejos de los discursos eurofóbicos del progresismo biempensante.
Nos reencontramos en el centro tipo 19.30, compramos unas cervezas en el super, compartimos una lata en la placita de enfrente, donde se juntan los borrachos. A las 20.45 abrimos la puerta de casa. Rosa nos esperaba con Raclettes.
Me gustaría encargarme de Rosa, de sus historias hondureñas, de su pasión maternal, de su talento narrativo y su elocuencia, pero no puedo, el diario requiere en cierto momento un punto final.
Al queso y papas típicos de las Raclettes, Rosa les sumó salchichas y panceta. Una bomba de tiempo. Son 22.43.
Día 4
Emi se levantó a las 8, en previsión de una jornada extensa. Clases, orientar por el camino de la música la existencia de un niño, repartir flyers. Yo me quedé leyendo hasta las 10, no tenía ningún sentido ir al centro antes de las 11, todo está cerrado, digo los museos y demás instituciones. A esa hora (¿a cuál?) le grité a Rosa para que me abriera, desconocía cuál era la puerta de su habitación. Libre. Solo. Vivo. En Ginebra, bajo una lluvia regular. Y con mi pase diario de 10 francos, con viajes ilimitados en trolebús y tranvía. Ya gasté 30.
Múltiples actividades: fui a Halle Nord y estaba cerrado, compré un libro de François Jullien (Les transformations silencieus), pasé a saludar por la librería Albatros, especializada en literatura latinoamericana. Aquí sucedió un episodio del que no me enorgullezco. Rodrigo, el dueño de la librería, me preguntó si le había traído un ejemplar de mi novela y le respondí negativamente. No había llevado ningún libro a Ginebra. ¿Con qué objeto? Medí mal. Pero esto tiene que servirme para sostener una legalidad: mejor que sobre y no que falte, mejor arrepentirme de llevar un ejemplar de más (y luego quizás tirarlo a la basura) que dejar a un interesado sin mi libro. A otra cosa.
Mientras conversábamos con Rodrigo (puso la librería hace 26 años) recibí un mensaje de Emi para almorzar. Descubrimos unos libaneses fuera de serie, y bastante económicos. Fue un almuerzo rápido porque él entraba a clase y yo quería conocer La Jonction, el punto de unión entre el río Rhone y el Arv. Precioso. Muy cerca de la juntura, había dos grupos de marginales escuchando reggae y tomando cerveza. En algún momento evalué la conveniencia de estar allí, pero nada sucedió. Los expulsados del sistema suizo no son peligrosos, al contrario.
A las 18 nos encontramos con Emi en la puerta de Saint Pierre, la catedral donde velaron a Borges, para repartir flyers. El show lo brindaría una de las orquestas más reconocidas de Ginebra. Las entradas estaban agotadas, sin embargo me moví felinamente y pude conseguir dos, a 60 francos. Estaba caliente, quería hacer todo, incluso bajo riesgo de fundirme. El concierto (Mozar, Pärt, Haydn, etc.) terminó 20.41. A las 20.58 llegamos al Coop en busca de cerveza, al acercarnos a la heladera una empleada, firme como soldado, nos advirtió que a las 21 se terminaba el expendio de alcohol, agarramos dos latas, nos permitieron saltearnos la fila y nuestra compra cerró la noche: ¡no va más!, dijo la cajera por micrófono. Munidos con el combustible fuimos a casa, preparamos fideos con panceta y el sobrante de pesto rojo de ayer. La última noche en Ginebra. ¿Y si publico mis notas?, me pregunté, tentado por la respuesta.
Pasaron muchas cosas, algunas en la realidad, otras en mi imaginación.
Día 5
Son 15.31. De nuevo en el aeropuerto, sin finales del mundo en el horizonte. Falta una hora para el despegue del avión rumbo a Barcelona (y de allí, en bus a Tarragona). Fueron cuatro días intensos, emocional y físicamente, en los que el tiempo se expandió y se contrajo como una pupila desquiciada. En Ginebra, un mes equivale a una hora, un segundo es más que un minuto.
La organización de migraciones tuvo visos de incompetencia tercer mundista. Se promovieron discusiones entre los pasajeros, malentendidos. Cuatro mostradores abiertos para 400 personas. Demoré casi cincuenta minutos en cruzar y se trataba de vuelos internos. Otra anécdota del género fue leer en el televisor de no me acuerdo qué negocio el siguiente zócalo: “Paro de trenes: la cólera de los usuarios”. En todas partes se cuecen habas, o balas, ¿no?
Con Emi aprovechamos la mañana, lo acompañé a hacer unos trámites (que no pudo hacer), repetimos almuerzo en los libaneses (que nos cobraron el agua) y nos despedimos de Rosa (que no me dejaba ir).
Necesito urgente volver a escribir en la computadora (ahora estoy transcribiendo y retocando las páginas: cada día me convenzo más de que si no fuese por Bill Gates mi destino hubiera sido otro), mirar un video de Recalcati, enfrascarme en cuestiones abstractas y absurdas.
No sé cuándo voy a visitar de nuevo a mi hermano, quizás pronto, aunque pronto signifique ocho, diez o doce meses.
Mientras sueño despierto con la vuelta, me doy el lujo de recordar la memorable escena de El tercer hombre, cuando el personaje de Orson Welles le dice a Joseph Cotten: «En Italia, en 30 años de dominación de los Borgia no hubo más que terror, guerras y matanzas, pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron 500 años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? El reloj de cuco».
Etiquetas: Antonio Tabucchi, Ginebra, Jorge Luis Borges, Manuel Quaranta, nietzsche, Suiza