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24-03-2023 Notas

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Por Luciano Sáliche

I

Veinte policías, todos armados. Por la puerta principal, por el patio, por todos lados. El 2 de enero de 1977, que cayó miércoles, en una casa del Barrio Gráfico de Rosario, dos familias se habían reunido a celebrar el Año Nuevo. La mayoría seguía de sobremesa, los nenes jugaban, algunos se habían acostado a dormir la siesta. Cinco de la tarde: calor. Entonces los gritos, los golpes, los milicos. A Leonardo Bettanin —abogado, diputado nacional por el Frejuli en 1973, periodista, militante sindical de prensa, montonero— lo mataron ahí mismo, durante el operativo. (A su hermano Guillermo lo asesinaron en mayo de 1976). Esa tarde lo fusilaron a él, a Roque Maggio y a Clotilde Tosi.

Nené Luchetti, esposa de Bettanin, estaba embarazada de nueve meses. A ella se la llevaron. Dio a luz esposada a la cama y con militares apuntándole. Muchos años después pudo contar todo en el juicio. Esa tarde estaba también Jaime Colmenares Berrios, venezolano, fotoperiodista, que había llegado a la Argentina, becado, a estudiar fotografía: se lo llevaron detenido. Cuando los venezolanos le pidieron explicaciones al entonces ministro de Relaciones Exteriores, Simón Alberto Consalvi, la respuesta fue contundente: “Deploro comunicarles que  (…) la Embajada de Venezuela en Argentina informó que falleció en un enfrentamiento con fuerzas policiales de la República Argentina”.

Esa tarde estaba también la hermana de Leonardo Betannin y esposa de Colmenares Berrios: Cristina Bettanin. Tenía 29 años, trabajaba como reportera gráfica, militaba en Montoneros. Cuando irrumpieron los militares hubo resistencia. El tiroteo duró veinte minutos. ¿A qué velocidad le subía y le bajaba la sangre por el cuerpo? ¿Habrá mirado al cielo esa tarde última? ¿Habrá sentido algo de paz entre tanta vorágine al elegir un final tan abrupto, tan determinante? ¿Le habrá sonreído a los genocidas que se relamían las fauces al llevársela? “Libres o muertos, jamás esclavos”. Acorralada, se tragó una pastilla de cianuro. Cuando llegó a la comisaría ya estaba muerta.

II

A María Bedoian le decían la Negra. Nació en Tucumán, en 1951, tres décadas después de que sus padres llegaran a la Argentina escapando del Genocidio Armenio. Cuando terminó el secundario se fue a Buenos Aires a estudiar Periodismo en el Instituto Grafotécnico y Antropología en la UBA. Trabajó en revistas y diarios, militó en el Comité de Lucha de Prensa, en los CPL, en PROA, en Montoneros. La secuestraron la madrugada del 12 de junio de 1977. Cuenta Franco Salomone en Maten al mensajero, libro de 1999, que “ocho hombres vestidos de civil que portaban armas de grueso calibre y se desplazaban en varios vehículos violentaron la puerta y se la llevaron”.

Estaba casada con Ignacio Ikonikoff, periodista y físico, que había sido secuestrado unos días antes en un operativo liderado por Ramón Camps. Tenían una hija de tres años. Cuando se llevaron a la Negra, la nena quedó al cuidado del encargado del edificio durante una semana, luego la criaron sus abuelos en Tucumán. En su libro, Salomone entrevistó a Norma Osnajanski. Ambas mujeres se conocieron en 1970. “En aquella época la Negra se había metido de lleno en la crítica teatral:  leía mucho y todo. Fue una etapa de luchas sindicales. La recuerdo en el legendario Comité de Lucha de Prensa, fuerte y vulnerable a la vez, apasionada y compañera. Solidaria”, doce Osnajanski.

III

“Estamos en guerra”, dijo. “Y acá somos ustedes o nosotros y no hay que dejar siquiera la semilla”. El policía hablaba a los gritos. Frente a él, Haroldo Conti y Marta Scavac, esposados. Sus dos hijos —una niña de siete años y un niño de tres meses—, encerrados en una pieza. El bebé, Ernesto, era el cuarto hijo de Conti y el primero de Marta. Encapuchados, escuchaban cómo los militares se lo disputaban. “¡Es mío!”, decía uno. “¡No, es mío porque es rubio y blanco! ¡Se puede conseguir muy buena guita y esta vez me toca a mí!”, decía el otro. La noche del 5 de mayo de 1976 en su casa de la calle Fitz Roy los militares golpearon e interrogaron a la pareja durante seis horas. 

Todo esto lo contó Marta Scavac en el juicio oral de 2009 por la causa contra el represor Jorge Olivera Rovere, jefe de la subzona Capital Federal y otros cuatro ex jefes de áreas militares porteñas. De pronto, un militar dice que se van a llevar a Conti a un interrogatorio. Ella pidió despedirse. Él se le acerca, le pregunta cómo está, ella le pregunta lo mismo. “Estoy bien, no te preocupes”, responde él. “A pesar de las dos camisas, yo tenía una parte de la cara descubierta. Haroldo me da un beso justo en ese lugar y en ese momento me di cuenta de que él no estaba encapuchado, y grito desesperadamente que no se lo lleven”.

Cuando los militares se fueron, Marta Scavac —que murió el 11 de agosto de 2016— escapa con los dos chicos por una ventana, sale a la calle, consigue un taxi y se va a la casa de sus padres. A las pocas horas va a la redacción de la revista Crisis —ella trabajaba como taquígrafa, Conti como periodista— y hace las denuncias internacionales, pero los medios locales no publicaron nada; sólo el Buenos Aires Herald. Dos semanas después, el cura Leonardo Castellani, amigo de Conti, asiste a un almuerzo con Videla —van también Borges, Sabato y Horacio Esteban Ratti— y le pregunta por el escritor desaparecido. No recibe respuestas.

En el mes de julio, Castellani ve a Conti en la cárcel de Villa Devoto. Algunos sobrevivientes dijeron que luego estuvo en el centro de detención El Vesubio. En 1980, Videla le confirma a algunos periodistas españoles que Conti estaba muerto. Su cuerpo aún está desaparecido. Conti, que además de periodista era docente, militante del PRT y escritor de cuentos y novelas, tenía un compromiso con la escritura. Antes, mucho antes, en 1960, se compró una casa en el Delta del Tigre, a orillas del arroyo Gambado —hoy esa casa es un museo—, y sobre el escritorio donde leía, donde escribía, donde pensaba, puso un cartel en latín: “Este es mi lugar de combate”.

IV

Los siete años que duró la dictadura fueron un vendaval. Arrasaron con una generación, rompieron ese traspaso y sembraron un miedo paralizante que hizo que la gran cadena social se atomizara en pequeños eslabones. Ese miedo, que terminó generando una individualidad idiota, hoy persiste con muchísima fuerza en expresiones que, muchas veces sin saberlo, pregonan, aunque aggionadas, las mismas ideas de aquel entonces. Pero, ¿cómo funcionó en los medios el lavado de rostro a la masacre? En el libro No nos callan nunca más, Tomás Eliaschev cuenta que en la revista Gente, en diciembre de 1976, Videla era definido como “la mayor responsabilidad, un ejemplo”. 

Dice también que en 1978 “se afirmaba que las denuncias en el extranjero sobre el accionar de la dictadura eran una campaña de desprestigio y que todo era una ‘operación mentirosa’, ‘cartas falsificadas por organizaciones terroristas’”. Ese mismo año, “la revista Para Ti invitó a sus lectoras y sus familias a enviar postales al exterior con el objetivo de defender a la dictadura de las denuncias de violaciones a los derechos humanos que se cometían”. Y en diciembre de 1977, la revista Somos publicó una nota titulada “Cómo viven los desertores de la subversión”. ¿Dónde estaban? El texto le da un nombre muy particular: centros de recuperación de detenidos. 

Meses antes, secuestraron a Héctor Ferreiros, redactor de Somos y Télam, sacerdote que había dejado los hábitos. La legisladora del Frente de Izquierda, Alejandrina Barry, hija de desaparecidos, demandó a las tres revistas mencionadas por publicar notas que decían que era una niña abandonada por sus padres. No hay dudas, los medios fueron el brazo ideológico de la dictadura. En un comunicado del 24 de marzo de 1976, la Junta Militar establecía penas de diez años a quien “difundiere, divulgare o propagare noticias, comunicados o imágenes con el propósito de perturbar, perjudicar o desprestigiar la actividad de las Fuerzas Armadas, de seguridad o policiales”.

V

ANCLA significa Agencia de Noticias Clandestina. La fundó Rodolfo Walsh junto a Carlos Aznárez, Lila Pastoriza y Lucila Pagliai en junio de 1976, tres meses después del golpe. Con la intervención de la Junta Militar sobre la prensa, la única salida para transmitir información era la alternativa. El objetivo: informar sobre la masacre. La agencia emitió más de 200 cables. “La rigurosidad periodística de ANCLA asombra y enmudece. El estilo periodístico es sobrio y preciso, y adquiere una connotación especial al recordar que los integrantes se jugaban la vida en producir, contrastar y escribir cada noticia”, escribe Lucas Pedulla en una nota de 2012 de Revista Sudestada

Uno de los últimos cables —el último de Walsh— fue “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”: “La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años”. Y más abajo: “Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror”. Al día siguiente lo asesinaron y, desde entonces, integra la lista de los periodistas que ya no están.

 

* El Sindicato de Prensa de Buenos Aires (Sipreba) lleva adelante una investigación abierta y colaborativa sobre trabajadores de prensa desaprecidos y asesinados por el terrorismo de Estado. En este link se puede ingresar al archivo digital. Hasta el momento, los casos ascienden a 232.

** Imagen de portada: Carnet de prensa de Rodolfo Walsh

 

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