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17-03-2023 Ficciones

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Por Marcos Bertorello

12 de mayo

Querido Manuel, voy al grano. Te pido perdón. Después de un año sin mandarnos ni siquiera un mensajito de feliz cumple, la verdad, me parece que tenemos que hacer como hacíamos en la escuela, borrón y cuenta nueva: dejémonos de embromar, estamos grandes para jugar a las escondidas. Y yo te reconozco mi parte; o sea: desde que te fuiste a España, las ideas y venidas fueron tantas que te debés haber hartado de mis devaneos. Seguro dijiste: este Lucas es un caso serio, siempre metido en quilombos de polleras. Hasta puedo verte, te juro: estás en la calle, con un pucho apagado en la boca, frente a tu casa, unos pocos segundos después de hablar por teléfono, ahí, sonriendo, mirando la pantalla del celular como si en esa pantalla estuvieran escritas todas las respuestas de la vida. Sí, es cierto: soy un caso serio en cuestiones de polleras. Por eso, te cuento, primero, cómo quedó todo. Estoy en casa con Elvira y los chicos. Al final te hice caso y lo resolví de una manera clásica: la cobardía es la hermana mayor de la sensatez, fue tu frase célebre. Me dije: Elvira es una gran mujer, nos llevamos bien, hace quince años que estamos juntos, los chicos están creciendo, y bueno, no quiero hacértela larga, en fin, lo de Ana era pura pasión, y la pasión es traicionera, o sea: no se puede vivir una vida cotidiana más o menos plausible con una pasión a cuestas.

Igual, te escribo este mail más que nada por otra cosa. Lo de Elvira es importante, pero vos vieras, desde que te fuiste a España y desde que nos dejamos de hablar, ando como perro en cancha de bochas, es decir, te busco en todas partes, como si no pudiera creer la distancia entre nosotros. No siempre se comparte la amistad y la profesión. Dos por tres, me doy una vuelta por el café de Santa Fe y Malabia. Entro. Me pido un cortado y una medialuna. Y hago como si vos estuvieras en la misma mesa y no hubiera pasado nada: ni tu viaje a Europa, ni las peleas, igualito a cuando hacíamos nuestras charlas clínicas, ¿te acordás?

En fin, te cuento. Hace una semana tuve una entrevista con Adrien Le Brun, el psicoanalista de Estrasburgo, el tipo que escribió el libro sobre la pulsión y la escritura. Vino al país para el coloquio sobre Joyce. Lo fui a escuchar en la universidad de Derecho, en el aula magna. Habló el sábado a la tarde, a las cinco. Ahí nomás, después de terminar su conferencia, lo encaré y le pedí una entrevista para supervisar un caso. Ese mismo domingo por la mañana, fui a la suite del hotel donde se hospeda cuando viene a Buenos Aires. Me recibió en rob de chambre y pantuflas de seda. Con un puro en una mano y una taza de té en la otra. Estos franceses no pierden las manías: el mundo puede estar cayéndose a pedazos, pero ellos siguen con la mirada en alto, como si estuvieran todavía en plenas campañas napoleónicas. El tipo es hispanoparlante, por suerte. Me senté enfrente. Y durante unos quince minutos, le hablé del caso del que te quiero contar ahora. Le dije: hace un tiempo me consulta un muchacho de unos cuarenta años. Dante se llama. Tiene dos hijos y un matrimonio más o menos feliz, o todo lo feliz que puede ser un matrimonio. Hace unos meses se enredó con una amante: una alumna unos cuantos años menor. Pero el problema no es la amante, o al menos no es la amante en el sentido usual del término. Quiero decir: no es que el muchacho sienta culpa, o se haya enamorado
de la alumna y no sepa cómo resolver la encrucijada. O sea, no hace los típicos planteos de cualquier hombre decente que se enreda en una aventura. El muchacho quiere dejarla. Entiende que es una aventura erótica de alto voltaje y que es solamente eso. El problema, para él, es de otro calibre. O sea, para que me entiendas: el muchacho no puede dejar a su amante. Hizo varios intentos de cortar la relación, pero no pudo. Tarde o temprano, las cosas vuelven a su lugar. Está bien, yo sé lo que vos me dirías ahora. Si hasta puedo verte sentado en el bar de Santa Fe y Malabia, riéndote, con la taza de café en la mano. ¿Y cuál es el problema, Lucas?, dirías, siempre hay sufrimiento cuando hay deseo. Entonces, querido Manuel, te cuento el meollo del asunto tal como se lo conté hace una semana a Le Brun en la suite del hotel, a ver qué pensás.

En una sesión Dante me dice que está decidido a dejar a Sara, su amante. Y la verdad, parece convencido, harto de la situación. Sale de mi consultorio, ahí nomás, en la puerta de su auto, en la calle , y la llama por celular. Esto no da más, Sara, dice, no podemos seguir así, vamos a terminar mal. Ella responde después de unos segundos de silencio. Ok, dice, como vos quieras, pero tengamos una despedida como corresponde. Dante acepta. La semana siguiente viene a mi consultorio. Antes de tirarse en el diván, me habla mirándome a los ojos, como si necesitara confirmar mi presencia. No doy más, Lucas, dice, usted tiene que salvarme. Y durante unos pocos segundos lo veo de frente, ahí no más, a un metro de distancia, como si lo viera por primera vez. Está notablemente desmejorado, los ojos inyectados de sangre y una expresión de tristeza en su cara que es una mezcla imprecisa de tristeza, desesperación y cobardía. Se tira en el diván. Primero me cuenta la conversación que tuvo con Sara la semana anterior, en la puerta del consultorio. Después me dice que durante toda esa semana se vieron con Sara diariamente. Hace silencio. Te juro, Manuel, que no supe qué decirle, pero sentí que este muchacho necesitaba una mano y que esa mano no se la podía dar yo ahí, sentado atrás de su cabeza. Se puso de pie de golpe y se fue del consultorio casi sin saludarme. Dos días más tarde, dejó un mensaje en el contestador. Lucas, quiero que me venga a rescatar, decía con una voz lúgubre. Después de un breve silencio, dejaba una dirección y el número de un teléfono fijo. La voz de una mujer interrumpía el mensaje unos segundos antes de que se cortara definitivamente. Lo esperé el día de su sesión; no vino. Ese fin de semana fue el coloquio sobre Joyce en la universidad de Derecho. Y el domingo pasado tuve la entrevista con Adrien Le Brun.

Le conté todo tal como te lo estoy contando a vos ahora. El tipo dio una pitada a su puro y un pequeño sorbo al té. Miró hacia la ventana. Dejó la taza en una mesita que tenía a su derecha, y apagó el puro en el cenicero. Se puso de pie. Acomodó el rob de chambre, dio unos pasos con las manos entrelazadas a su espalda, y habló. Lo hizo sin mirarme, sin darme ninguna posibilidad de interrumpirlo, como si estuviera solo o como si estuviera dando una conferencia. Habló de su relación con Lacan. Dijo que se había psicoanalizado con él durante tres años. Y que había asistido a sus seminarios durante más de diez. Dijo que la teoría de Lacan era poesía del pensamiento, y que como toda poesía era una forma de hablar en la que el lenguaje se oscurece para dar luz a las experiencias más dramáticas de la vida. Antes de terminar, de la mesita de luz, agarró una foto y me la dio. Era una foto en blanco y negro en la que estaba él al lado de Lacan. Lacan llevaba uno de esos moñitos que parecen un poco estrafalarios, y que, invariablemente, le dan un aspecto de bufón. Le Brun me dio la mano a modo de saludo y me cobró doscientos dólares. Me fui del hotel con la foto de Lacan doblada en el bolsillo de mi saco y con una sensación de estafa clavada en mi garganta. Pensé en vos, Manuel. Y no te escribí ese mismo domingo porque temía tu respuesta. Pensé: hace tanto tiempo que no nos hablamos y yo le escribo un mail con problemas de trabajo, Manuel me mata.

Al día siguiente, le mandé un mail al francés. Fue un mail técnico, frío, en el que disfracé mi indignación con teoría. Esperé casi una semana y no respondió. Entonces decidí actuar. Hoy a la mañana, le mandé un mail a Ana hablándole del caso. Me respondió enseguida. Entonces, le mandé otro mail contándole lo que había hecho. Ella me sugirió que dejara de lado mis pruritos y te escribiera.

Eso es todo, Manuel, espero que andes bien.

Abrazo, Lucas.

5 de mayo

Estimado Le Brun, ayer me quedó la trágica impresión de que no expuse el caso delante suyo con todos los elementos clínicos necesarios como para que usted se diera real cuenta de cuál era el problema por el que lo consulté. Hago un breve rodeo teórico, si me lo permite.

Freud inventó el psicoanálisis como un modo práctico de curarnos de la neurosis. Y para eso, pensó que la “neurosis artificial” sería el modo adecuado; para decirlo como lo dice usted en su libro sobre la pulsión y la escritura (transcribo la versión en español que hizo mi amiga Ilda Rodriguez de Buenos Aires): el psicoanalista tiene la responsabilidad de crear un espacio artificial en donde el paciente reproduzca la enfermedad, de modo que lo que antes padecía con el mundo ahora lo haga con el psicoanalista. Entiendo esta idea como una premisa de trabajo y como un límite a nuestro quehacer. Con esto quiero decir que las veces que nuestros pacientes nos piden ayuda más allá del contorno del consultorio, lo entiendo como una clara señal de resistencia o de boicot al proceso terapéutico. Suelo creer, además, que el problema central de un tratamiento se cifra en los periódicos y regulares encuentros entre el psicoanalista y su paciente. Y en ese espacio “artificial” debe buscarse la resolución de la enfermedad. En fin, no creo decir nada que usted no sepa, simplemente repito algunas ideas con las que nos solemos manejar (y que, además, damos por supuestas todo el tiempo) para que usted comprenda cuál era mi preocupación en el caso que le expuse ayer. En fin, el muchacho dejó de concurrir a mi consultorio, como le referí. Lo último que supe de él fue un mensaje en el contestador en el que me pedía ir a rescatarlo. Incluso tuvo el valor de dejarme las referencias necesarias para que lo hiciera. Esa es la cuestión, definitivamente: ¿tengo que ir a buscarlo como me pidió? ¿Salirme de mi rol de psicoanalista, en definitiva, es un acto que deshace el particular modo en el que nos relacionamos con nuestros pacientes?

No quiero demorarlo más, pero se me ocurrió pensar que su regalo (la foto en la que usted está con Lacan) era una respuesta metafórica a mi pregunta: después de todo usted, un paciente, está posando con Lacan, el psicoanalista, en un lugar que no es el consultorio y en una actitud al menos amistosa. Me dije a mí mismo: ¿y si me pongo el moñito de Lacan?

Le mando un saludo y espero su respuesta,

Lucas Balverde.

11 de mayo

Querida Ana, no sabés lo que me alegró haber visto tu respuesta en mi casilla de correos hoy a la tarde. Terminé de atender. Me senté en mi escritorio. Abrí la notebook. Actualicé el Outlook. Y ahí estaba tu mail. El tono alegre y despreocupado de tu escritura me hizo sentirte cerca, casi al lado mío. Como si fuera una palmada en el hombro, de pronto me dije: entre Ana y yo no hay rencores.

Empiezo por tu crítica, porque es lo que más me divirtió de todo lo que me dijiste. Concedo: pude ser que sea un poco ortodoxo en mi consideración del psicoanálisis, pero te digo la verdad, no sé cuál será la tuya, pero en mi experiencia, siempre sucede lo mismo: la historia de un tratamiento, sus logros, sus fracasos, siempre están referidos a las pasiones que se despiertan entre el psicoanalista y el paciente. ¿Y el resto? Y del resto no sabemos mucho, porque hay que asumir que, cuando se rompen las variables con la que nos manejamos, entramos en terrenos del que nos resulta difícil decir algo más o menos convincente. Yo entiendo la negativa de Le Brun a darme una respuesta concreta, justamente, como una forma sutil de decirme lo mismo. O sea, voy a ser bien extremista: cuando un psicoanalista habla de lo que pasa afuera de su consultorio hace literatura fantástica.

Pero bueno, voy al grano, Ana, te cuento lo que hice.

Después de la sesión en la que Dante se escapó del consultorio, estuve todo el siguiente día pesando qué hacer con él, como si tuviera que hacer algo más que esperarlo. Llegué a marcar el número de su celular, pero corté de inmediato cuando me respondió una mujer en un tono indescifrable. Al final, resolví esperar a la próxima sesión. Como te conté en el mail anterior, Danto no volvió. Unos días antes, me dejó el mensaje en el contestador automático pidiéndome desesperadamente ayuda. Anoté las referencias: el número del teléfono fijo y la dirección. Su voz sonó tan triste que lo primero que hice fue ponerme el saco, agarrar las llaves del auto y salir disparado. Hice dos cuadras por Santa Fe para el centro, y de pronto, sentí que me estaba yendo de pista, y me dije: ¿a qué mierda voy a ir? Fue cuando pensé en Le Brune. Recordé que ese fin de semana venía a Buenos Aires para el coloquio sobre Joyce. Retomé por Scalabrini Ortiz, y cuando estaba estacionando el auto en el edificio de mi consultorio, me sentí bien conmigo mismo; pensé: en vez de actuar por un impulso que siempre es mal consejero clínico, este fin de semana superviso el caso con el francés y veo qué hago. El domingo fui a la suite del Plaza a ver al francés, como te conté. El tipo me recibió con esa pompa kitsch que tienen los franceses, y al final me regaló la foto de Lacan con el moñito. Vos vieras, Ana, hasta te puede sonar a disparate, pero el moñito de Lacan me dio impulso. Cuando estaba regresando a mi casa para almorzar con Elvira y los chicos, me dije: si este tipo usaba esos moñitos y se sacaba fotos con sus pacientes como esa foto que me regaló Le Brune, entonces, digo yo, ¿qué me detiene?

Ese lunes le escribí un mail al francés pensando que el tipo me iba a responder de inmediato. Esperé hasta el día siguiente, el martes. Cerca del mediodía, llamé al teléfono fijo del mensaje de Dante. Me atendió una mujer, creo que la misma que había atendido el celular. ¿Diga?, dijo. Hubo unos segundos de silencio en los que no supe cómo reaccionar, el tono de la mujer era un tono avasallante, como si fuera una matrona, de hecho, me la imaginé así: la vi en la cocina, gorda, con un bebé en brazos, y una olla al fuego, revolviendo el guiso con una cuchara de madera. Quiero hablar con Dante, dije. Dante no está en este momento, ¿por qué asunto es?, me respondió con el mismo tono de antes. ¿Qué le iba a responder, Ana? ¿Soy su psicoanalista y quiero saber por qué razón me pidió ayuda? Recuerdo que carraspeé. Después dije: Nada, en todo caso lo llamo más tarde. Corté antes de oír la respuesta de la mujer.

Ese día terminé de trabajar temprano, a eso de las cinco de la tarde. Entonces me subí al auto. Y encaré por Santa Fe hacia Pueyrredón. Subí por Pueyrredón hasta que Pueyrredón se convierte en Jujuy. Doblé en Belgrano. Hice dos, tres cuadras, hasta Rincón y seguí hasta la esquina con Independencia. Dejé el auto mal estacionado sobre Independencia. Volví a Rincón. De mi bolsillo, saqué el papelito donde había escrito la dirección. Llegué hasta la puerta de una casa vieja. Toqué el timbre. Esperé unos segundos. Volví a tocar. ¿Quién es?, dijo una voz de mujer del otro lado de la puerta. Pensé en decir mi nombre. En cambio, dije: quiero hablar con Dante. Se oyó un murmullo. Un segundo más tarde, la misma voz de mujer. Ahora no está, ¿quién es? Respondí de inmediato, sin pensar. Lucas Balverde, dije, el psicoanalista de Dante. Siguieron varios segundos que parecieron horas. Oí de vuelta un murmullo intenso, como si hubiera dos personas discutiendo en susurros. El ruido de un mueble corriéndose. Un ladrido lejano.

La puerta se abrió de golpe. Y me agarró mal parado: estaba mirando el suelo, de costado, un poco agachado, con la oreja casi pegada a la abertura del buzón de la puerta, tratando de seguir los ruidos que provenían de la casa.

Me enderecé y me aparté. La vi, entonces.

No puede ser ella, fue lo primer que pensé. O sea: a un metro de distancia, debajo del marco de la puerta, vestida con una solera negra y unos stilletos rojos, sonriendo, tenía a la mujer más deslumbrante que yo recuerde haber conocido en mucho tiempo. Vengo por Dante, dije y mi voz sonó como si estuviera pidiendo perdón en la Iglesia de la Misericordia. La mujer sonrió. Claro, claro, dijo y me hizo pasar. La seguí por un pasillo. Salimos a un patio y entramos en una sala mal iluminada en la que había dos muebles enfrentados: un sillón y una banqueta. La mujer se sentó en el sillón; yo en la banqueta. A nuestra izquierda, del techo al suelo, había un anacrónico cortinado de terciopelo rojo que parecía dividir la habitación en dos. Usted atiende a Dante hace tiempo, ¿no es cierto?, dijo. Y lo primero que pensé fue la distancia que había entre la voz que había escuchado en el teléfono y la voz de la mujer que tenía enfrente. Era extraño, porque de algún modo inexplicable supe que las dos mujeres eran la misma persona. Sin embargo, entre aquella matrona que parecía llevarse todo por delante sin importarle en lo más mínimo nada de lo que hubiera en el mundo y esta otra que parecía encantada con cada cosa que se le presentaba en la vida, había una distancia incómoda. Sí , hace dos años, dije y miré hacia el cortinado de terciopelo de nuestra izquierda. Ella siguió hablando. Hace unos días que no sé nada de Dante, dijo: es un muchacho encantador pero algo melodramático, por decirlo de un modo cómico. No supe qué responder: su voz había logrado que yo olvidara el cortinado y me concentrara en su boca, en el rojo carmesí de sus labios. Igual comprendo su desconcierto, siguió, este muchacho reacciona como si estuviera en un episodio de una novela de Migré, sin advertir que la vida es otro cantar. Cuando dijo Migré, sonreí. Había algo disparatado: como si la belleza de esta mujer fuera recién nacida, de modo que no pudiera conocer al autor de tantos melodramas televisivos.

La conversación transcurría en un clima hipnótico y elegante, y no parecía haberse inventado aquello que pudiera interrumpirla. Sin embargo, se interrumpió.

Fue un gemido.

Me incorporé en mi banqueta. Y miré hacia el cortinado de mi izquierda. Cuando se repitió el gemido, me levanté: entendí que era un pedido de ayuda; sonó con la urgencia de un grito quebrado de auxilio. La mujer me agarró del codo, de pronto de pie a mi lado, casi pegada a mi cuerpo. La miré a los ojos. Lucas, dijo, no se preocupe. Sara, Sara, dijo la débil voz que venía del otro lado de la cortina. Mi padre, explicó la mujer, a mi derecha. Me soltó. Y cruzó el cortinado de terciopelo. Me quedé ahí, de pie, a pocos centímetros de la cortina, mirando la pequeña abertura que había dejado la mujer, queriendo seguirla, pero sintiendo que algo me detenía, como si hubiera una fuerza sagrada que controlaba con rigor mis actos. Dudé unos pocos segundos.

Y volví a sentarme en la banqueta.

Después de un rato de silencio casi absoluto, oí una serie de murmullos apagados. De vuelta parecía una discusión en las sombras, como si dos personas estuvieran gritándose en susurros. Pensé en ponerme de pie y cruzar la cortina. Creo que lo hubiera hecho. O al menos lo hubiera intentado. Me frenó ver aparecer de vuelta a la mujer. Se quedó quieta, las manos en la espalda, agarrada al cortinado de terciopelo rojo, con una expresión confusa en su cara: había rabia, obstinación y un repentino brillo de odio en su mirada que la convertía en la matrona con la que había hablado por teléfono. Ya le se lo expliqué, Lucas, dijo con el tono imperativo de antes, no sé nada de Dante, y no creo que sepa más nada de él.

Se quedó de pie mirándome, como a la espera de alguna respuesta. No supe qué decir. Ella agregó: le pido, por favor, que se retire, mi padre está agonizando. Me acompañó hasta la puerta y nos saludamos con un breve apretón de manos.

Hace una semana que hice esta visita, Ana. Y no sé qué hacer. Todo sería una anécdota más o menos divertida, si no fuera que cada dos, tres días, Dante vuelve a dejarme mensajes en el contestador telefónico. Lo hace a la madrugada, cuando yo no estoy en el consultorio. Dice lo de siempre: que lo rescate, que soy el único que puede salvarlo de las garras de Sara, que esa mujer lo tiene encerrado en la casa de la calle Rincón, que lo del padre es una mentira.

Te mando un beso.

Siempre tuyo, Luqui.

* Este relato se publicó en el libro homónimo de Marcos Bertorello, editado por Azul Francia el año pasado.

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