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Por Manuel Quaranta | Portada: Bartolomé Esteban Murillo
La familia tiene un precio es una comedia ligera, que utiliza el extraordinario arsenal del cine italiano para provocar la risa, a condición de reducirlo a fórmulas previsibles y lugares estrictamente comunes. Desde mi perspectiva cinéfila, habiendo consumido centenares de películas italianas, la definiría como una comedia del montón, ultrapasatista, con actores intrascendentes, a pesar de que uno de ellos ostente la agraciada o desgraciada condición de ser hijo de Vittorio de Sica; se sabe de sobra, el talento, el carisma, la convicción no son hereditarios.
La película cuenta la historia de Carlo y Anna, matrimonio que vive con extremo dolor la partida de sus dos hijos. Alessandra y Emilio, ya adultos, deciden mudarse a la ciudad para construir su propio camino, punto inicial de la seguidilla de desplantes. Ni reuniones familiares, ni cumpleaños, ni funerales. Los hijos prometen visitas que luego incumplen, no les atienden el teléfono y la apoteosis del desprecio ocurre cuando anuncian la común ausencia en las fiestas de Navidad, episodio por el cual cobra pleno sentido el título original del film: Natale a tutti i costi, Navidad a cualquier precio (o a toda costa).
Necesito abrir un breve paréntesis para introducir una circunstancia ajena a la preocupación principal del texto, pero imposible de soslayar para un obsesivo confeso. Cristian De Sica, antes de Natale a tutti i costi, había trabajado en dieciséis películas (sí, 16, chequeen el dato en IMDB o Wikipedia) en cuyo título se destaca la palabra Natale. Sacarán ustedes las conclusiones.
Con el correr de los días, Anna se ha vuelto un alma en pena. Situación anticipada por su marido durante la mudanza, en tono de broma, cuando le dice su hija: “Tu madre quiere mantener la habitación igual, esperando que tu vida sea un desastre y vuelvas a pedirle ayuda y te cuide para siempre”. A raíz del desplome anímico de Anna, Carlo pergeña un plan de acción: informar a los hijos que han recibido una herencia de seis millones de euros tras el fallecimiento de una tía lejana. La noticia provoca reacciones obvias, los hijos (fallan en sus respectivos trabajos, les cuesta afirmarse fuera del hogar) regresan mansos a la casa, cariñosos, dúctiles, se interesan por sus padres, buscan reconstruir, presos de la codicia, los lazos filiales.
Como es evidente (he aquí el paso de comedia), el plan requiere de ciertas maniobras que le otorgue verosimilitud. Los padres simulan comprar prendas de grandes marcas, una Ferrari y objetos de lujo acordes a su nuevo status. Frente al derroche, los hijos sueñan con obtener al menos un porcentaje de la fortuna. Pero los reclamos y las indirectas son sistemáticamente eludidos por Carlo y Anna, más aún, provocan la ansiedad de los hijos con anzuelos falsos. El grado de malicia resulta feroz, aunque todos conocemos la falta de límites de las personas heridas. La revelación del contubernio está prevista para Navidad, pero, llegado el momento, retroceden.
El espectador puede identificarse con los personajes, el choque generacional, el desamor, la frialdad, la distancia. La película tendencialmente se inclina a favor de los padres, quienes han tomado una medida desesperada en virtud de la pérdida.
La familia tiene un precio, de manera cómica, y a la vez dramática, expone la conducta de jóvenes desagradecidos e insensibles, sin embargo, en el final sucede la gracia de la reconciliación. Padres e hijos recuperan la armonía.
La anterior es la lectura exigida por el film. Pero yo, sin quererlo, procesé otra, no la busqué, no me preocupé en observar algo inteligente, darle una vuelta de tuerca, sobreinterpretar, simplemente sucedió lo indebido, una interpretación errónea según los criterios hermenéuticos del film, o equívoca. Para mí, la comedia es netamente una tragedia. No es una comedia con rasgos trágicos o dramáticos, es una tragedia con elementos cómicos. La película no trata sobre hijos ingratos, sino sobre padres incapaces de lidiar con la libertad de sus hijos (leída como ingratitud). Y esa resistencia, generalmente, termina mal.
Nadie enseña a los padres a conquistar su posición, no existen manuales efectivos ni tutoriales serios en Youtube. Su rol esencial, con las precariedades propias de una relación cuyos a priori fracasan apenas se contrastan con la experiencia. Es un trabajo arduo ser padres. Por un lado, tienen que brindar afecto a sus hijos, caricias, cariño, calor, la palabra justa en medio de la noche: “estoy acá”, le susurra la madre al hijo o el padre a la hija, “no te preocupes”. Es un acto amoroso inapreciable, ni el padre ni la madre lo sienten como un sacrificio, es puro don, dar y darse. Pero aquí no acaba la función. El segundo movimiento es tan (o más) arduo que el primero. A ese niño amado, a esa niña deseada, objeto de devoción y protección, un día deben abandonarlos y ofrecerle el desierto: ya no podemos seguir acompañándote, llegó tu hora. Me lo figuro un momento terrible, pero imprescindible para generar en los hijos las ganas de vivir, de comprometerse con el deseo y no caer rendidos al primer obstáculo. Se ha vuelto regla: la separación les cuesta más a los padres, de ahí el empeño por plantar la falla en los hijos: “no pueden”, “no saben”, “no se animan”, si bien son ellos los incapaces de cortar el lazo.
Tragedia era el eco dominante mientras veía película. Tragedia, desde Edipo hasta Electra, y fue una escena, cifra del todo, a mi entender, la que certificó el destino trágico de la prole: inmóviles, faltos de deseo, tímidos, reticentes, inseguros.
En la víspera de Navidad, Alessandra y Emilio, instalados en la casa paterna, golpean la puerta de la habitación, pretendiendo pasar la noche en el lecho matrimonial. “Como cuando éramos chicos”, dice Emilio. Sólo el padre atisba una fugaz resistencia: “No entramos”, último arresto de la Ley para reafirmar la prohibición universal del incesto (en sentido amplio: existen límites, no se puede todo, la familia empequeñece, la negación abre mundos, un no a tiempo salva: recuerden el generoso cachetazo en el final de La luna, de Bernardo Bertolucci). La madre desecha la resistencia y los hijos se acuestan, se acomodan, se abrazan como si los cuatro fuesen uno. El padre esboza otro leve reclamo, “la mano no, me siento oprimido…no se puede dormir así”. La cámara se retira de la habitación, comienza a filmar desde el exterior a través de una ventana con los vidrios empañados, montando una imagen de raíz onírica, ingenua, inocente, un estado de paz y quietud, pero que en realidad es epítome de lo trágico. El rostro gozoso de la madre ratifica mi tesis: se consuma el secuestro emocional, se perpetra el chantaje afectivo.
Sin abandonar Italia, prescindamos de la película y leamos al psicoanalista estrella del país, Massimo Recalcati, cito (y traduzco) un pasaje de Mantieni il bacio, capítulo “I figli” (Los hijos): “No debemos olvidar nunca que la unión familiar suficientemente buena tiene como finalidad la de consentir la separación del hijo de la familia. Es, entonces, un tipo particular de unión: es una unión necesaria para volver posible la separación. Pero la separación, debe también venir del lado de los padres. El así llamado ‘trauma de la separación’ no apunta sólo al niño al que se le ha sustraído el seno, sino sobre todo al Otro al que se le sustrae el niño”.
* Imagen de portada: Sagrada Familia del pajarito, de Bartolomé Esteban Murillo
Etiquetas: Cine, cine italiano, comedia, La familia tiene un precio, Manuel Quaranta, Massimo Recalcati, Natale a tutti i costi, tragedia