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16-03-2023 Notas

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Por Cristian Rodríguez

En la circulación de la vida cotidiana se intenta reducir la letra a un signo inequívoco. Es una época predominantemente iconográfica. 

En este sentido, el metadato de la red es lo inverso al sueño. Por otra parte, el metadato no duerme. Si el sueño propone un cierto misterio a develar, un jeroglífico ofrecido a todo aquél que se aventura en su lógica y su escritura, por el contrario, el metadato -su encriptamiento- pretende hacer del lenguaje un código cerrado y univalente 

En este tipo de experiencias de lo humano con las tecnologías, ¿de qué lado queda la interpretación del evento? ¿Es el Otro el que interpreta o es el sujeto?

Mientras tanto, las guerras acontecen de maneras asfixiantes y silenciosas, aunque lleguen a nosotros las noticias fragmentadas y lejanas de Rusia y Ucrania, o del mediático debate entre Gilmour y Waters, todos ellos ecos del Discurso Amo. La voz del amo, aplacando los tropiezos de la lengua, haciendo de la seducción un obstáculo o una estrategia de consumo, yace ahora en el nivel imaginario de esta experiencia, en un auténtico “big bang” del registro imaginario y de sus tensiones concomitantes. 

Ya hace tiempo vivimos una época post sadiana, una erótica que empuja al solipsismo y sólo deja los retretes de aquél tocador, en el que se involucraban los afeites de la seducción sádica y de la revolución. Hay Amo una vez más pero este es otro amo, uno que puja en la dimensión del registro iconográfico y promueve un déficit de la representación como estilo de funcionamiento.

La era del iluminismo va trastocándose en otra cosa más perfecccionada. Ya no pretende sólo aquel imaginario del mito prometeico industrializador, robar el fuego y la iluminación a los dioses para domesticar a los hombres maquinizados. No es extraño que esta perspectiva se deslice en el sujeto contemporáneo hacia un instante de eterno fulgor narcisista, para sí mismo. El Otro Amo encarnándolo todo, no dejando resquicio para ningún atisbo de falta en ser. 

Si nos entregáramos abiertamente a este tipo de existencia, bien podríamos señalar que el porvenir de una ilusión va dejando paso a la introversión libidinal en el hospicio individual de la época.

Si el deseo es un enigma, el excesivo apantallamiento de los velos imaginarios funciona como respuesta refractaria a ese deseo. Pero no sólo en el sentido del goce autoerótico, sino en el modo en que el consumo de fulgor imaginario desdibuja incluso el objeto deseable. Hay algo en la estructura y en la intimidad del deseo que lo propone fuera de campo, más allá del horizonte, en una dimensión necesaria e infantil del “a través del arco iris.” Lo que hay del otro lado, tal como lo señala Dorothy, el personaje de El mago de Oz -sobre novela de Lyman Frank Baum-, es “casa”, el hogar, la vuelta a casa. ¿Pero, qué supone vérselas con el reencuentro de la casa, con ese retorno que Freud nombró también como retorno de lo reprimido y como siniestro? Sobre esta tensión doble, en la que podríamos señalar que se va en la dirección del síntoma –se traspone el límite para vérnosla con lo más siniestro y familiar de nuestra experiencia-, ubicaríamos un comienzo de un análisis. Donde el film termina rutilante comienza la labor analítica.

Allí es donde El Mago de Oz funciona como artilugio infantil, como artefacto del jugar, pero no como posible transformación de una vida. El Mago de Oz vive enajenado, promete de más, obtura más que habilitar, toma la palabra ingenua de aquella pregunta que Einstein dirigiera a Freud: ¿por qué la guerra? El Mago de Oz utiliza un tipo de magia que va en la dirección contraria de la magia propuesta por el psicoanálisis. Por supuesto que la de El Mago de Oz es una magia ya industrializada, filmada en los alrededores de las dos grandes Guerras Mundiales y filmada por Hollywood apenas unos meses antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, y esto a pesar de la pátina de entorno rural en la que se desenvuelve la acción en la vigilia y el pretendido tono bucólico en la que se desarrolla luego la larga ensoñación de Dorothy. 

En estas pujas, contemporáneas a la industrialización de la manipulación de la idea y del deseo, estas que tienen también su actualidad en internet -su desarrollo desde las primeras computadoras analógicas hasta la actual internet-, ya no se trata del objeto deseable y excéntrico a la existencia -valga aquí esa torsión doble de lo que empuja hacia afuera, señalado por el circunstancial de lugar “ex”, un auténtico ADN de la pulsión humana- sino, por el contrario, del hecho mismo de sostener un flujo constante de consumo, no importa qué objetos se consuman, ya que los objetos están allí no sólo como posible colección o acumulación, sino como garantía de satisfacer la unidimensionalidad del fulgor imaginario. El destinatario último en esta nueva cadena de montaje, en la proliferación de los consumos, es el de ir a la captura de lo más íntimo de lo que nos hace humanos. Se erige así la posición activa del consumir–consumirse, y se diluye cualquier posibilidad de hacerse deseable para el otro, incluso ante la invocación del objeto deseado que captura la ilusión de lo humano.

La renegación de la época está allí donde la letra se propone blindada y ciega, refractando sus posibilidades de escribir algo singular. Si se trata de hacer luz, es porque la letra, precisamente, no es del plano de la mirada sino de la luz. Este tipo de expresión de la letra sí tiene un efecto intergeneracional, por su mínima expresión y posible conector entre las dimensiones del tiempo de la novela familiar y de la historia material.

 

 

 

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