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Por Maria Eugenia Arpesella
Mi tiempo se está acabando
y todavía no he cantado
la canción verdadera
la gran canción
Admito que parece que perdí mi coraje
un vistazo al espejo, una ojeada a mi corazón
me hace querer callar para siempre
entonces por qué me hacés inclinarme acá
Señor de mi vida
inclinarme sobre esta mesa
en la mitad de la noche
preguntándome
cómo ser bello
Leonard Cohen
I. El drama objetivo de las almas
Cuando Emmanuel Carrère escribió El Reino, lo hizo convencido de que iba a ser su obra maestra. “Sueño para ella un éxito mundial”, declaró. Inclasificable, como casi todos sus libros, El Reino finalmente lo logró y se convirtió en una obra monumental: un mamotreto de 500 páginas en el que el autor francés hace las veces de exégeta, ensayista, historiador, periodista, detective y novelista para narrar los orígenes del cristianismo, nada menos que la infancia de la religión más extendida del planeta, pero también para confesarse: él mismo, cuenta, fue un fervoroso cristiano. Sin embargo, cuando escribió El Reino, Carrère ya no lo era más. A propósito de esto, el teólogo Enrique Dussel dice que el peor peligro de la fe no es perderla, sino el hecho de no haberla tenido nunca, o más exactamente, la imposibilidad de poder tenerla algún día. En efecto, el conflicto de la fe es uno de los más desarrollados en el libro de principio a fin. Sin ir más lejos, el narrador sufre dos transformaciones radicales: de ateo a converso y de creyente a agnóstico. Pero eso no es algo que sólo le haya ocurrido a Carrère.
Problemática, contradictoria, iluminadora y desesperada, la relación entre la razón, el arte y la fe dio grandes obras a la historia. Considerado un fenómeno de origen espiritual, el arte fue durante siglos el medio más propicio para acceder a lo divino, a lo trascendente. ¿Y acaso no hay todavía en todo arte un rumor que llega desde otro mundo? ¿No hay en el arte algo que excede lo humano? Esta concepción metafísica, con el paso del tiempo, no parece haberse perdido por completo, y aún hoy persiste una sensibilidad moderna que no abjura del vínculo entre el arte y lo sagrado desde la Antigüedad hasta el Renacimiento. Con el lenguaje y la expresividad de cada época, lo que se ha reformulado son las mismas preguntas sin tiempo, aquellas que abrazan el misterio último que todos develaremos, tal vez, al final de la vida. Hasta entonces, podríamos hacer una larga lista de artistas del siglo XX, por ejemplo, que han expresado a través de libros, películas, canciones e incluso discos enteros las desavenencias que mantuvieron con la fe. Si tomarnos casos de la música popular, John Lennon decretó que Dios es “un concepto con el que medimos nuestro dolor”, mientras que en Argentina Charly García puso a Dios detrás de un mostrador y Vox Dei compuso la primera ópera rock con una interpretación libre de la Biblia. Por su lado, Leonard Cohen, de tradición judía, recreó una conversación entre Juana de Arco y el fuego que la estaba quemando, y años más tarde incluso Madonna fue excomulgada de la Iglesia Católica por una de las canciones más exitosas de su carrera: «Like a prayer”. Recién en 2022 la reina del pop le pidió al Papa Francisco que revise personalmente su situación: «Soy una buena cristiana», escribió en Twitter.
Heréticos, devotos, conversos, iluminados o arrepentidos, a su manera todos estos artistas golpearon las puertas del cielo, y de algún modo sus inquietudes religiosas influenciaron procesos creativos, e inspiraron obras que, en la búsqueda de alguna verdad, han sabido encontrar belleza.
En el cine, Andréi Tarkovski, con la convicción de que no creía en un arte sin Dios, dejó un testamento espiritual y poético extraordinario. Lo mismo hizo Ingmar Bergman, pero desde las antípodas: el sueco era un ateo (a su pesar) y lo dejó plasmado en la trilogía de la fe, conocida también como “El silencio de Dios”. Tarkovski era cristiano ortodoxo, pero Bergman, formado en el credo protestante, era ateo. Sin embargo, ambos, en la búsqueda por el sentido de la vida, apoyaron sus obras en los misterios de Dios.
En el caso de Bergman, además de su trilogía -formada por Como en un espejo (1961), Los comulgantes (1963) y El silencio (1963)-, la película que mejor condensa el drama alrededor de la fe es El séptimo sello (1957). Aunque no la hayan visto, seguramente conozcan la más icónica de sus escenas, en la que el caballero de las cruzadas, Antonius Block, se bate a duelo con la Muerte en una partida de ajedrez. El drama de Bergman podría estar expresado en la confesión del atribulado Antonius frente a su inexorable destino: “¿Por qué la cruel imposibilidad de alcanzar a Dios con nuestros sentidos? Qué va a ser de nosotros, los que queremos creer y no podemos. Quiero que Dios me tienda su mano, vuelva su rostro hacia mí y me hable”.
También el pastor luterano Tomás Ericsson, protagonista de Los comulgantes, una película considerada por el propio Bergman como una de las más íntimas y personales, ha perdido su fe y amor en Dios tras la muerte de su esposa. Aun así, sigue cumpliendo los oficios sin ofrecer ningún consuelo espiritual a los creyentes de la pequeña comunidad rural en la que vive. Al final, antes de dar comienzo a una misa en una iglesia completamente vacía, es el acólito interpretado por el gran Algot Frövik quien se le acerca y le dice: “Pienso en Getsemaní, en Cristo solo en la cruz. Cuando vinieron a detenerlo, sus apóstoles se escaparon. Cristo les había hablado durante tres años enteros, y lo dejaron solo. Eso sí que debió ser sufrimiento, quedarte solo justo cuando necesitas confiar en alguien. Pero no fue eso lo peor: pensó que su Padre lo había abandonado. Creyó que todo lo que había predicado era mentira. Mientras leía la Pasión, creí entrever un sufrimiento mucho peor que el físico: Cristo tuvo grandes dudas minutos antes de morir. Ése debió de ser el más cruel de todos los sufrimientos, me refiero al silencio de Dios”.
Los personajes de Tarkovski también se sienten desolados, pero el director elige para ellos un camino de salvación. En su libro Esculpir en el tiempo, el director declara: “El arte es oración. Eso lo dice todo. A través del arte, el hombre expresa esperanza. Todo lo demás es irrelevante. Todo lo que no expresa esperanza y no está construido sobre una base espiritual, no tiene nada que ver con el arte”. Al igual que Alexander, el protagonista de su última película, El sacrificio, Tarkovski sostenía que la crisis espiritual generaba la necesidad de encontrarse a uno mismo, y era a través de esa búsqueda que la curación podía producirse. “En El sacrificio el protagonista, Alexander, es un hombre débil pero honesto y pensante, capaz de autosacrificarse por un ideal más alto. Alexander rompe las reglas del comportamiento socialmente admitido como normal, sabe que pasará por tonto o loco, pero está consciente de la Realidad Última de la cual él todavía cree que depende el destino del mundo», explicó el artista ruso. Después de reconocer en Tarkovski al mejor de todos los cineastas de su generación, Bergman dijo: “Toda mi vida he martillado las puertas de los cuartos en los que Tarkovski se mueve tan naturalmente. Sólo en algunas ocasiones he logrado entrar. La mayoría de mis esfuerzos conscientes han resultado en errores penosos”.
Lo interesante del contrapunto entre estos dos maestros del cine, cuyas obras están inspiradas en una profunda espiritualidad, es la cuestión de la fe. ¿Acaso la esperanza en Tarkovski no es el reverso de la irredención en Bergman? ¿Y no es este punto de desencuentro lo que otro gran cineasta, el sueco Dreyer, denominó “el drama objetivo de las almas”? Desde el punto de vista de la fe, el arte de Tarkovski es una ofrenda, mientras que la obra de Bergman tiene el peso de una pregunta fundamental sin respuesta. Ya veremos cómo se las arregla Carrère para entrar y salir de El Reino con un libro en la mano.
II. El reino de Dios según Carrère
El Carrère creyente, durante tres años de profunda depresión, llenó más de 20 cuadernos con comentarios sobre el Evangelio de San Juan mientras se tomaba otros dos años para traducir el de Marcos. Mucho tiempo después, se tomó siete años más para la escritura de su libro, basado principalmente en el evangelista Lucas y sus andanzas junto a Pablo, el predicador itinerante, a quien Carrère bautizó como “el primer bipolar de Occidente”, un perseguidor de cristianos luego convertido en el más apasionado de ellos en el famoso camino a Damasco, cuando una luz cegadora lo hizo caer de su caballo.
Todo empieza en Corintios, donde Pablo cuenta detrás de su telar la historia de un profeta crucificado veinte años antes en Judea. En su mensaje, Pablo dice que ese profeta ha vuelto de entre los muertos y que, dice Carrère, “su resurrección es el signo precursor de algo grandioso: una mutación de la humanidad, a la vez radical e invisible. Se produce el contagio”. Continúa más adelante: “Se trata de la comunidad de parias y de elegidos que se forma alrededor de este acontecimiento portentoso: una resurrección. Es la historia de algo imposible que sin embargo acontece”. De esta manera, la resurrección de Cristo y la nueva vida a la que se abre la humanidad es el mensaje central de San Pablo, principal responsable de la universalidad del cristianismo, cuyos pilares son la esperanza, la fe y el amor.
La resurrección es también la obsesión que persigue al autor de El Reino, y se pregunta mil veces: ¿cómo es posible creer lo imposible? O, mejor dicho, ¿en qué creía él mismo cuando creía? Recordemos que Carrère escribe sobre el reino de Dios cuando está en retirada: “Te abandono, Dios. Tú no me abandones”, exclama parafraseando a Cristo en la Cruz. Ese es el momento en el que el escritor francés se distancia escrupulosamente de su pasado devoto y se declara un agnóstico “ni siquiera lo bastante creyente como para ser ateo”. De este modo, reniega de su propia inteligencia y repudia su arrogancia y su vanidad, cosas que lo arrojan fuera del Reino de Dios. “No dudo de que cuando se publique este libro me preguntarán: «Pero entonces, en definitiva, ¿es usted cristiano o no?» No, no creo que Jesús haya resucitado. No creo que un hombre haya vuelto de entre los muertos. Pero que alguien lo crea, y haberlo creído yo mismo, me intriga, me fascina, me perturba, me trastorna”. Todo el laberinto espiritual y neurótico de Carrère, fascinante y por momentos agotador, no le impidió dedicar en el libro larguísimos pasajes al entendimiento de la palabra de Jesús, frente a la cual él mismo queda, al igual que los soldados romanos, deslumbrado: «¡Jamás ningún hombre ha hablado así!» (Juan 7-46). Y por ello también advierte: “No olvidarlo nunca: es el Evangelio el que juzga, no al contrario. Entre lo que yo pienso y lo que me dice el Evangelio, siempre me sería más provechoso elegir al Evangelio”.
Algo similar le pasó a Pier Paolo Passolini en Asís cuando leyó de un tirón los evangelios canónicos. La figura de Jesús y su magisterio le produjeron tal fascinación que, arrastrado por el éxtasis, dejó atrás todos sus proyectos para llevar al cine Il Vangelo secondo Matteo: “Todo el Evangelio está dominado por este sentido divino, que yo como marxista no puedo explicar. Y que el marxismo no puede explicar”, confesó. En una carta a Lucio Caruso, Pier Paolo intenta explicar aquello que se llevó puesto su propio entendimiento. “Para decirlo de manera muy simple y franca, yo no creo que Cristo es el hijo de Dios, porque no soy creyente, por lo menos no conscientemente. Pero yo creo que Cristo es divino. Yo creo que en Él la humanidad es tan amable y tan ideal que sobrepasa los límites comunes de la humanidad. Por esta razón digo “poesía”, un instrumento irracional de expresar este sentimiento irracional mío hacia Cristo”.
La experiencia que tuvo Pasolini durante tres días en Asís, mística, numinosa, lo llevó a filmar una de las adaptaciones más conmovedoras del Evangelio. Los tres años de fervor cristiano de Carrère, por su parte, inspiraron una obra compleja y apasionante sobre la iglesia primitiva, pero principalmente una indagación sobre las tensiones del alma humana, sus miserias y sus misterios insondables. Cuando el libro ya tenía algunos años, Carrère volvió a conjeturar una idea: “El Reino no es el más allá, sino una dimensión de la realidad que la mayor parte del tiempo nos resulta invisible. Se trata de una percepción distinta de la realidad. Es como si sólo viéramos la realidad cerrada y, de repente, se nos abriera una puerta que nunca habíamos detectado. El escritor François Cheng lo denomina l’ouvert (“lo abierto” o “la parte abierta”). El evangelio constituye un mapa bastante preciso de ese lado de la vida”.
III. El lado luminoso de la duda
En el mundo secularizado de Occidente, el principal obstáculo de cualquier dogma religioso, en especial el cristiano (muy difundido y cada vez menos practicado) radica en la dificultad para recrear la adhesión a la fe. Incluso dentro de la comunidad de creyentes se da esta paradoja que el filósofo cristiano de la posmodernidad, Gianni Vattimo, sugirió como “la experiencia de creer que se cree”. Por ejemplo, según la doctrina cristiana, toda la obra de Jesús, incluidos sus milagros y resurrección, son parte del plan divino dentro de la historia de la salvación, y esa es la nueva vida que se abrió a la humanidad hace dos mil años. Creer en eso también implica vivir o intentar vivir de acuerdo con el dogma. Entonces, ¿se puede creer en la palabra de Jesús sin creer en Cristo? ¿Quién es Jesús sin el calvario y la resurrección? ¿Un hombre más? Carrère tiene muchas reservas al respecto y, además, su propia contradicción: sabe que no entra por la puerta chica del Reino. “Los últimos serán los primeros”, sentenció Jesús, y Carrère siempre perteneció al bando de los primeros: es un hombre rico, inteligente, con talento y prestigio social, y no está dispuesto a sacrificar ninguna de esas posesiones mundanas para ganarse el reino de los cielos. Él mismo, citando la parábola del joven rico que se niega a sacrificar sus riquezas terrenales para ganarse la vida eterna, dice: “Yo soy ese joven rico, con él me identifico ¡Ay de mí!”.
De acuerdo con las condiciones de espiritualidad en el siglo XXI, la duda es el paradigma del agnóstico, y como hemos visto desde Carrère, pasando por Bergman, Lennon, Pasolini o Madonna, quizás a excepción de Tarkovski, todos ellos crearon en el claroscuro de las vacilaciones del alma y la razón. Quien no esté del todo convencido puede hacerse una pregunta: ¿cuántas veces se nos reveló la belleza en una imagen, un soneto, un relato o una canción inspirada en la mística de la fe? ¿Y qué sabemos acerca de la fe? ¿La fe es lo que mueve montañas? ¿La fe no es una forma de conocer sin respuestas y una fuente de inspiración cargada de visiones? ¿Acaso no se puede comprender la fe como la fuerza capaz de soportar el atronador silencio de Dios, en la hora más oscura?
Hay un poema de Alfred Tennyson, escrito a mediados del siglo XIX, que para el caso puede resultar orientador. Se llama “El viejo sabio” y dice: “Hijo mío, no puedes probar que yo, que hablo contigo, no soy tú mismo conversando contigo mismo, porque nada digno de prueba puede ser probado, ni tampoco refutado. Por lo tanto, sé sabio: aférrate siempre a la parte más soleada de la duda”. En cuanto a El Reino, tal vez se puede decir que es una guía de lectura, un itinerario, más bien un viaje singular hacia los comienzos de lo que fue para la historia de la humanidad una nueva era. Para los creyentes, además, podrá ser una experiencia de redescubrimientos; para los ateos, un libro sobre religión o un libro de no-ficción, y para los simples curiosos quizás sea una puerta que alguien, al irse, dejó entreabierta hacia una habitación con luz y un rumor de voces que invitan a pasar. Yo misma, mientras leía El Reino, me quedé varias veces a oscuras. ¿Qué pueden significar los reiterados cortes de luz que me sorprendieron leyendo este libro? ¿Un servicio defectuoso? ¿Una coincidencia? Quizás hubo algo más, ¿quién sabe? Pero lo que sí puedo afirmar a ciencia cierta es que la fascinación de Carrère por Saulo de Tarso y Lucas el griego, la fascinación de los tres por la palabra y obra de Jesús y, a su vez, mi fascinación por Carrère, por San Pablo, por Lucas y ahora también por Jesús, me obligaron a continuar leyendo a la luz de las velas. La imagen puede resultar un poco grotesca, pero mientras escribo pienso en la parábola de los ciegos espirituales, tomada del Evangelio de Juan: <<Y dijo Jesús: «Yo, para juicio he venido a este mundo; para que los que no ven, vean; y los que ven, sean cegados»>> (Juan 9-39).
* Portada: Detalle del fresco en el techo del Salón de Venus en el Palacio de Versalles (Foto: Mercedes de Santiago)
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