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Por Luciano Sáliche
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En un acantilado de Big Sur, California, un grupo de personas llora y se abraza. La mayoría usa ropa de color negro y anteojos de sol. Las montañas de Santa Lucía envuelven la escena. Alguien camina hacia el borde con una vasija en las manos, da un largo suspiro y deja caer su contenido en el frío Océano Pacífico. Son las cenizas de Henry Miller.
Problemas circulatorios. Tenía 88 años. Murió un sábado: el 7 de junio de 1980. No, no sufrió. El fundido a negro definitivo simplemente sucedió. Noel Young, su amigo y editor de Capra Books, dijo que “su muerte era esperada y fue pacífica”. De todos modos la noticia tardó en llegar. Recién el lunes salió en todos los medios. “Henry Miller, 88, Dies in California” decía la tapa del New York Times junto a una foto del escritor frente a una taza de café.
El final era lógico. Él casi que lo estaba esperando. Dos años antes, en una entrevista, habló de una difícil operación a la que se había sometido en 1975: “Hasta entonces, nunca había pensado en la muerte. A menudo me digo que la vida debe ser bonita al otro lado, debe continuar, yo lo siento, tengo la intuición. De otra manera, toda la existencia sería una pérdida de tiempo”.
La muerte es uno de sus grandes temas. En Trópico de Cáncer, tal vez su más célebre novela, publicada en 1934, se lee: “El cáncer del tiempo nos está devorando. Nuestros héroes se han matado o están matándose. Así que el héroe no es el Tiempo, sino la Intemporalidad. Debemos marcar el paso, en filas cerradas, hacia la prisión de la muerte. No hay escapatoria. El tiempo no va a cambiar”.
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Henry Miller nació en el siglo XIX, quizás por eso su estampida a la literatura del XX es tan frontal. Nació en 1891 en el barrio neoyorquino de Yorkville. Sus padres eran estadounidenses, hijos de inmigrantes alemanes. Gran parte de su infancia y de su temprana adultez —en aquella época no existía la adolescencia— las pasó en Brooklyn. Como era pobre y no tenía demasiado por hacer, la calle se convirtió en el lugar adonde acumular experiencia y afilar la sensibilidad.
Fue empleado municipal, obrero industrial, operario en una empresa de telégrafos. Todo le sabía a poco. Cuando palpó lo absurdo de la idea del sueño americano —trabajar, progresar, etc.— decidió dar un giro. Había asistido a algunas clases en la Universidad Cornell, escribía con cierta frecuencia, pero tenía 35 años y su vida corría detrás de una zanahoria podrida. Tenía un trabajo estable, una bella esposa, una hija preciosa. Decidió romper el esquema.
Se separó e inmediatamente se casó con June Mansfield, una hermosa bailarina, tal vez su gran amor. Pero el Crack del 29 no ofrecía redenciones. Con la Gran Depresión recorriendo las calles, Miller se fue a Francia. Fue una idea de June. Estaban pasando hambre. Él se fue a conseguir algún trabajo para enviarle dinero desde allá. Ella, mientras esperaba, ejercía la prostitución. Se despidieron con un beso apasionado y prometieron volverse a ver.
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En París las cosas tampoco resultaron. Vivió en la calle durante casi un año, durmiendo bajo un puente distinto cada noche. El primero que lo ayudó fue un compatriota, Richard Osborn, abogado. Le dio lugar en su departamento y cada mañana, cuando se iba, le dejaba un billete de diez francos. Consiguió trabajo como corrector de estilo en la sucursal parisina del diario Chicago Tribune y empezó a escribir artículos. Perlés era el seudónimo que utilizaba.
Cuando la bohemia dejó de tener el tono grisáceo de la miseria, conoció a la escritora Anaïs Nin. Ella fue la que lo motivó a que escribiera, mejorara y publicara su Trópico de Cáncer (luego, en 1934) vendría su secuela, Trópico de Capricornio). También fue su amante —Miller, dicen algunos, fue su «conejillo de indias sexual»—, aunque la verdadera relación romántica se dio entre ella y June Mansfield, la esposa del escritor, cuando se conocieron. Anaïs Nin publicó en 1986 Henry y June, un libro donde narra esa época.
¿Qué fue ese monstruo llamado Trópico de Cáncer? Otro fragmento: “No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace un año, hace seis meses, pensaba que era un artista. Ya no lo pienso, lo soy. Todo lo que era literatura se ha desprendido de mí. Ya no hay más libros que escribir, gracias a Dios. Entonces, ¿qué es esto? Esto no es un libro. Es un libelo, una calumnia. El mundo es un cáncer que se devora a sí mismo».
Es una novela autobiográfica sobre los años duros en París con buenas descripciones y mucha reflexión. Lo que rompió con la literatura de la época, además de su tono visceral, es la descripción explícita de los encuentros sexuales. Recibió críticas pero también denuncias por obscenidad, por lo que fue prohibida por décadas. Entonces se volvió literatura clandestina. Recién en 1960 se publicó en Estados Unidos. Ahí comenzó su batalla contra la censura y el filo de su arte: la provocación.
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Es inevitable poner a Miller contra las cuerdas del presente. Injusto, tal vez, pero necesario. ¿Qué valor tiene hoy la provocación en un mundo donde todo parece estar permitido y sin embargo todos parecen estar ofendidos? ¿Y qué valor tiene un libro autobiográfico, narrar la experiencia propia, cuando ya todos lo hacen desde las redes sociales todo el tiempo? Henry Miller diría esto —de hecho lo dijo en uno de sus primeros libros, Primavera negra—: “Uno debe ir siempre hacia el lugar donde no está señalado”. ¿Hacia dónde caminan ustedes?
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En 1940 sus pies de plomo volvieron a pisar suelo americano. Con varios libros publicados en su larga estadía en Francia, sabía que su camino era literario, que ya no había vuelta atrás. Se instaló en Big Sur, California, y escribió con una pasión desbocada. Fue a fines de esa década que nació La crucifixión rosa, una trilogía que se compone de Sexus (1949), Plexus (1953) y Nexus (1960). En el último hay una frase que vale la pena reproducir: “Las flores delicadas son las primeras que perecen en una tormenta”.
Literatura erótica, decían muchos. Una categoría, una simplificación. Había algo de eso, pero no era solo eso. Se trataba de pintar el mundo desde una perspectiva más bien periférica. Un realismo marginal sin tantas concesiones. Luego vendría la Revolución Sexual de los sesenta y la obra de Miller demostraría ser el gran puente hacia esa liberación. Y si bien era un defensor de la libertad sexual, era un romántico, un apologista del amor.
Desde Big Sur, cada mañana se sentaba frente a la máquina de escribir y tecleaba sin sonreír. No se trataba de celebrar la vida, sino de dar testimonio de haber vivido. Más que un trabajo, era una necesidad. Así funciona la literatura. Pero fue más que un escritor: pintaba con acuarelas, tocaba el piano. Era parte de lo mismo: moverse para no quedar atrapado en la máquina de la mediocridad. Toda la Generación Beat se lo agradeció, fue su gran influencia.
En la última entrevista que le hicieron, dijo esto: “El amor de la gente… eso era todo lo que realmente me importaba: tener su amor, no su admiración. Tan sólo su profundo amor y su comprensión de mí. Por eso escribí tanto sobre mí”. Al fin de cuentas, ¿no es eso lo que todos buscamos? Sonaba como una despedida. A los pocos meses, el sábado 7 de junio de 1980, cerró los ojos y ya no volvió a abrirlos.
Etiquetas: Henry Miller, Libros, Literatura