Blog
Por Santiago Craig
Hay una canción que no tiene nada que ver con todo esto. Una canción diferente, se llama. La canta Celeste Carballo. Empieza así:
Dame amor, dame tu corazón,
dame tiempo para respirar
está muriendo el sol.
“Todo esto” es la tarde que cae y la gente que camina por Libertador con banderas atadas al cuello como capas de superhéroes, los mil Messi de todas las formas y tamaños, los destellos verdes fluorescentes de los Dibu Martinez enanos que van de la mano de sus padres y las voces que gritan que hay pilusos y camisetas y sándwiches del campeón. La peregrinación del agradecimiento. Dale campeón. Muchachos. Hay que alentar a la selección.
Y yo, con esa música que nada que ver y que insiste, que no se va, ablandándome la cabeza:
Dame música para crear
Una nueva canción.
Cosas del algoritmo. De robots sin alma. Se metió en una playlist la canción y ahora la llevo puesta. Es una tonadita melancólica y todo alrededor es fiesta. Nada que ver. Por eso, a lo mejor, es que yendo a festejar, camino triste. Me voy sintiendo un poco aparte.
Se abren espacios
En el medio de la jungla,
Son nuestras voces
Que se escuchan juntas.
Camino y pienso en otro sol que se moría. ¿Se acuerdan todavía de esos días oscuros? Estaba todo mal y encima de eso, en la mitad de un zoom, o gritando desde la pieza, alguien preguntaba: ¿Vieron lo de Maradona? Y lo dejaba así en el aire, temblando como un picaflor nervioso, picoteando la flor invisible, un jugo dulce de nada, en ese “algo”, sin nombrar la muerte. Lo de Maradona. Lo indecible. Estaba pasando. Además de todo. Encima de todo. Pasaba eso.
¿Se acuerdan de la pena enorme? ¿Se acuerdan de cómo, desde ese momento, parecía que las cosas malas se iban apilando una sobre la otra, arriba nuestro para aplastarnos?
Vivimos días así. Estuvimos encerrados y nos creímos todo. Podíamos morir si tocábamos la mano de otro, un picaporte. Y, además, en nuestras casas, con su peso muerto, hinchado y vencido, solo, una moto fúnebre nos revoleaba a Diego en el palier.
La reunión en el zoom era para terminar de cerrar una idea de campaña que promocionara gotas para los ojos. Era una buena época para las gotas oculares. Daban alivio a la vista cansada de estar y estar en las pantallas. La reunión del zoom era con los ojos hinchados. De vernos. De llorar.
Maradona, como uno más, como todos, se había muerto. Y ¿cómo podía ser? Lloramos en el baño, ¿se acuerdan? Encerrados, nos abrazamos las rodillas y no pudimos creer, durante un rato, que el mundo siguiera. Dejamos pasar los días porque en eso estábamos, dejamos de hacer las cosas para concentrarnos enteros en la tristeza. ¿Cómo se iba a morir Maradona? ¿Cómo podía ser?
Vimos y compartimos videos. Todo ese registro que él había dejado para siempre. El nene, el héroe, el payaso. Dios.
Hicimos lo que no se podía. Porque no dábamos más. Salimos a la calle. Nos juntamos. En peregrinación, en fila larga fuimos a despedirlo y celebrarlo. Y gritamos, gritamos, gritamos. ¿Se acuerdan de esos dos, uno de Boca, uno de River que se abrazaban y lloraban? ¿Se acuerdan de esos dos tipos que intercambiaron aerosoles sin pudor, que se olvidaban del miedo y de la peste y de la muerte propia?
Nada que ver, pero camino con la canción pegajosa metida en la cabeza, y, rodeado de gente feliz, voy pensando en esos días oscuros.
Dame amor, estoy de muy mal humor,
Me revolqué por la realidad
Y ahora estoy destruida…
Maradona era el tipo que había salvado a mi generación de la intrascendencia. Bueno, y si no de eso, de algo. Se había cargado en la espalda el peso de una felicidad para todos. Se había quemado y se había gastado y se había estropeado para que todos pudiéramos decir: “Yo vi a Maradona. Yo con él salí campeón”. Nos había ofrecido la alegría de ganarle a los que eran siempre más malos y más ricos y mejores que nosotros.
La canción, como si tuviera algo que hacer ahí, ya en Udaondo, ya con todos amuchados, hombro con hombro, cantando que abran las puertas la puta que los parió, queriendo pelearse porque sí con la policía, se repite:
Si todo el mundo vive haciéndonos la guerra,
Necesito que me des tu paz…
Pasó ese tiempo. ¿Cómo va a pasar la muerte de Maradona? ¿Cómo va a pasar toda esa muerte? Pero pasó. Dejando rastro, un surco que todavía nos sigue partiendo el pecho y la cabeza y vinieron, entonces, las otras cosas. Empezamos, como siempre, desconfiando. Así somos. De eso nos fuimos haciendo. De entrada, no nos gusta, nos parece que, pensamos que a lo mejor, dudamos de que sí.
Maradona nos había dicho: Scaloni podía ir al mundial de motociclismo. Nos había ofrecido una de sus máximas: con Scaloni de técnico, los argentinos estábamos viviendo en el Mundo del Revés.
Diego, además de todo, antes de morirse, hablaba. Hablaba un montón.
Y, del otro lado de lo que decía, decía lo contrario. Se peleaba siempre, se amigaba a veces. Tenía asumida una misión: ser nosotros, defendernos.
Necesito arrancar todo lo que nos hiera…
¿Se acuerdan que, cuando Diego se murió, jugábamos al fútbol en canchas vacías? Le hacían homenajes. Le rendían culto. En Brasil, sin nadie, con el cielo limpio, con todos en casa, Argentina salió Campeón de América. Y, recién ahí, un poco, apenas, lo que se puede, nos empezamos a armar otra vez.
Entendimos que lo mismo ya no iba a ser más. Pero que había otra cosa.
Entendimos que así como una vez hubo uno que nos tenía que salvar a todos, ese superhéroe muerto, ahora todos teníamos que juntarnos para facilitarle a otro su alegría. No queríamos ganar, tanto como que él ganara. Lo vimos arrodillado y lo vimos llorar y corrimos a abrazarlo. Y vinieron los días nuevos y eso nos puso en otro lado. Nos puso acá.
Ahora que ya pasó todo, queremos que siga pasando. Por eso nos apretamos contra la valla de contención, saltamos, subimos a los hombros a nuestros hijos, gritamos nuestras canciones. Canciones en loop, canciones tatuadas a la cabeza.
Desde el principio, el mundial fue raro y nuestro. Era verano para nosotros, no para ellos. Era diciembre. El mes que siempre nos pone a temblar ansiosos, a esperar el desborde, la corrida, el despelote. Pasó poco tiempo, pero hablamos tanto que casi no nos queda nada más para decir de la épica y la descarga, el Messi infinito, la final endiablada. El mundial fue lo que fue: esos microinfartos, esa felicidad plena y simple. Tonta. Como toda alegría, desbordante, verdadera. Imposible. Eso que ahora nos empuja y nos infla el pecho entrando al Monumental.
Improbable ya a esta altura, la canción sigue sonando en loop en mi cabeza. Repite las estrofas. Aunque ya casi estamos ahí, después de los controles, escuchando el rumor de mucha gente, subiendo a saltitos los escalones, agitando los brazos, impostando una voz gruesa de multitud.
Dame amor, dame tu corazón,
Es una suerte estar ahí. Una suerte enorme. Con mi hijo, no sé cómo, pasamos flotando encima de un millón y pico de gente en una fila fantasma. Una fila interminable como la del Diego aquel día oscuro. Igual que todos, queríamos verlos y gritarles amor, agradecerles. Y gritamos, gritamos, gritamos.
El festejo quiere ostentar y despliega luz, humo y dorados, pero es, más que nada, una secuencia preciosa de cumpleaños de quince, de peña, de celebración municipal. Goycochea pide arriba esas palmas, estira, habla de lo mismo y nos recuerda el privilegio de lograr lo que logramos después de 36 años. En algunas pausas, da la impresión de que, en cualquier momento, fuera a nombrar a la mercería de la peatonal que tuvo la deferencia de donar el hilo dorado con el que se bordaron las estrellas en el pecho de cada camiseta.
Y hay cumbia y hay baile y hay fiesta.
Salen. Gritamos. Gritamos. Gritamos.
El precalentamiento es raro, porque están ahí, pero no. Les falta la capa y el antifaz, el traje de superhéroes. Nos gana todavía un poco la incredulidad. Los padres y las madres señalamos: mirá hija, mirá, ese es el Dibu; mirá hijo, De Paul, es De Paul. Reafirmamos lo obvio.
Mientras entran en calor, ponen Life is life (sí esa: na na nananá), la canción con la que Maradona bailaba y hacía malabares extraterrestres. La cantamos un poco, aplaudimos, vemos a Diego bailar, pero, después de un rato, no pasa nada. Los jugadores siguen con lo suyo. Corren en piques automáticos, circulan la pelota, esquivan conos. Ninguno hace otra cosa, ninguno destaca: son chicos en una clase de gimnasia. Es aburrido verlos hacer lo que hacen, hacer lo mismo, es maravilloso.
Necesito amor, necesito más
Más libertad.
Cuando vuelven a salir ya puestos en uniforme, ya ellos, la cancha explota. La canción que me rondaba la cabeza, si sigue ahí, sigue atrás, muy atrás de la otra, se va y se pierde. Me llena el cuerpo entero la que cantamos todos. Hay una nueva versión de “Muchachos”; una que dice que ya está hecho lo que se hizo. Que ya ganamos la tercera, que Diego descanse en paz. una canción diferente. Pero no, esa no se canta. No queremos. Esa no prendió, porque lo que queremos es quedarnos ahí, es vivir de nuevo lo mismo, repetirlo. Queremos ganar la tercera, queremos ser campeón mundial. Que no termine nunca la canción. Queremos que desde el cielo nos mire Diego ser esto nuevo que somos, respirar este aire, este sol, esto distinto.
Etiquetas: Celeste Carballo, Dibu Martínez, Diego Maradona, Lionel Messi, Lionel Scaloni, Santiago Craig, Selección Argentina