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12-05-2023 Ficciones

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Por Sergio Fitte | Portada: Alyssa Monks

El sábado cuándo llegué a lo de la abuela me sorprendieron con la noticia. De un momento a otro la vieja había decidido, y así lo venía haciendo desde hacía unos tres o cuatro días, bañarse sola.

–Es la única y mejor decisión que ha tomado en su vida. Hace treinta años que huele a culo de mono –repetía permanentemente el abuelo y se reía a los gritos. Solo él se reía.
–Dónde se descuide le voy a meter mano en el bajo vientre y después me la voy a oler y a lo mejor, por fin no voy a sentir olor a culo de mono, ¡jajaja!.

Solo él ¡jaja!

La mujer que la cuidaba, también lo cuidaba al abuelo pero no tanto porque era mucho más joven que la abuela, se mostraba desencajada.

Para poner un poco en contexto la situación tengo que decir que nuestra familia proviene de un sector acomodado de la sociedad. No nos falta nada. Tenemos todo y más. Algunos pobres diablos que nos envidian tratan de burlarse con frases como: “son tan, pero tan pobres que solo tienen plata. Les falta amor, son una pobre gente…” y así. Pero los que hablan por hablar lo hacen porque no tienen la plata que nosotros tenemos. No se dan cuenta que el único amor verdadero, incondicional y eterno es el que se compra. El otro es solo una fantasía pasajera que en cuanto te descuidás desaparece.

El séquito que acompaña a diario a mis abuelos se compone de unas diez personas: asistentes terapéuticos, mayordomo, mucama, parquero y otros que no sé bien qué es lo que hacen. Estos últimos son quines manejan las computadoras, hay muchas computadoras, por todos lados hay computadoras, en esa casa se hacen muchas cosas a través de las computadoras.

Una de las cosas que no se hacen los abuelos es bañarse. Menos bañarse solos. Porque ya son personas muy mayores; mi abuela, ya dije, aun mucho más que el abuelo.

Cuando la acompañante terapéutica fue contratada, en realidad lo fue especialmente para mantener el tema de la higiene personal de los ancianos en su máxima expresión. Por nuestra posición económica y nuestro estándar de vida las relaciones sociales son muy habituales y esenciales. Los cócteles, las cenas, las reuniones se apoderan de nuestras vidas y siempre debemos estar espléndidos, aun nosotros los más chicos, para que vean lo que somos en realidad. Gente de la alcurnia. Esta es una premisa que ya te aprendés, como yo, desde que nacés.

De todas maneras el núcleo familiar mío, el más íntimo digamos, nunca fue de concurrir a esos eventos. Desde que papá (hijo de los abuelos) y mamá se conocieron, eligieron para el resto de sus vidas algo diferente, más austero, más normal. Igualmente cuando a papá comenzaba a apretarle el bolsillo se acordaba de sus padres y a la corta o a la larga se producían esta clase de reuniones, siempre en casa de los abuelos, y papá aprovechaba para pedir una suma de dinero que lo dejara vivir tranquilo un par de meses más. Nunca se lo negaron, pero en cuanto alguno ponía mala cara, él se excusaba diciendo que se le iba mucho en tinte de yodo, una especie de desinfectante que utilizaba para palear la picazón que le producían los forúnculos.

Religiosamente, papá los martes y jueves se untaba con una o dos raciones todo el cuerpo. Una vez colocado “el medicamento” así lo llamaba mi padre, se dedicaba a caminar desnudo por la casa, el patio y en más de una oportunidad por el porche de la vereda para escándalo de las vecinas puritanas que se veían en la obligación de llamar a la policía con el cuento de que don Carlos una vez más andaba mostrando sus cosas en la vía pública.

Los milicos eran amigos de papá, compañeros de “mesa de mus” cuando no andaban de guardia. Se acercaban y hacían la pantomima de amenazarlo con meterlo en el calabozo. Pero yo escuchaba lo que en voz baja le decían.

–Dejate de romper las pelotas y metete adentro. Estas viejas de mierda nos vuelven locos.
–¿Otra vez lo mismo? Armamos una partidita para el miércoles a la noche, si querés te agrego.
–Por supuesto.
–Y qué sea la última vez o vas veinte años preso por exhibicionismo –ahora sí el agente del orden a los gritos.

Las denunciantes aplaudían y volvían a meterse dentro de sus casas.

–Con esta clase de personas este país sale adelante. ¡¡Sale adelante!!

Ya quedaban parapetadas detrás de sus cortinas al aguardo de detectar una nueva infracción para poder legitimar un nuevo llamado a la comisaría del barrio.

Este era uno de los motivos, quizás el más valedero, que esgrimía mi padre cuando le preguntaban si aun hoy con cuarenta y cinco años no había conseguido trabajo.

–La verdad que no. No encuentro lugar dónde me acepten andar desnudo los martes y jueves. Lo primero es la salud, viste.
–Claro, claro querido –lo consolaba la tía Raquel que era la que siempre le preguntaba por el tema.

Justamente fue ella la que sostuvo que no quedaba otra que espiar qué era lo que la abuela hacía mientras estaba dentro del baño. Explicó que en este caso no se trataba de invadir la intimidad y los actos personales de la persona sino que había un bien mayor tutelado por el cual debíamos velar. La integridad de la abuela.

Sometió su consulta a votación de los presentes y como los presentes no entendían del todo bien qué era lo que les decía y para no quedar como ignorantes delante del resto, votaron todos por la afirmativa.

Raquel agradeció que su moción hubiese sido aprobada. Para ella era una locura dejar que la abuela se manejara tres, cuatro y hasta seis horas sola dentro de un lugar tan peligroso para las caídas como lo es el baño. Más aun teniendo en cuenta que la pobre lleva al menos una década en silla de ruedas. Cuántas eran las historias que se contaban de gente que había caído desplomada y ahogado dentro de su propio baño. ¡¡¡Cuántas!!! Y en muchos de esos casos estamos hablando de personas de plata.

Para poder realizar el control de los actos de la abuela se tomó la decisión de que fuesen el abuelo, y otra persona del sexo femenino quienes se dispusiesen a llevar a cabo el avistage.

–Seguro que tengo que ser yo el primero, me da un poco de impresión –se quejaba el viejo.
–Déjese de embromar, abuelo, hay que saber qué está pasando del otro lado de la puerta de una buena vez, así nos podemos quedar tranquilos y disfrutamos del asado.
–Y yo puedo tomar dos vasos de vino en lugar de uno.
–Buenos si, si puede.
–Bueno mejor tres.

Se colocó una silla de esas de camping frente a la puerta. De esas petisas, bastante más baja que las comunes. Era inevitable, para poder mirar, la cabeza debía quedar a la altura de la cerradura. El tema se complicó un poco cuando el abuelo tuvo que buscar posición. Su reuma, su artritis o artrosis o lo que fuese le impedía realizar el movimiento de doblado imprescindible para poder sentarse. Varias manos se le apoyaron sobre la espalda y un crujido estremecedor se escapó del interior de su cuerpo. Con un gran esfuerzo giró la cabeza hacia quienes lo habían ayudado a sentar. La cara roja, los labios morados.

–Gracias, no me sentía en esta forma desde hace veinte años. Hasta la vista creo que se me acomodó.
–Perfecto, abuelo porque tiene que prestar mucha atención a lo que ve y contarnos de qué se trata. Estamos ya un poco ansiosos y por qué no preocupados con la situación. Además todos estamos empezando a tener hambre y los empleados en sus diferentes funciones se están poniendo nerviosos. Se deban querer ir a dormir la siesta.
–Teneme estos vidrios que me molestan –alargó los anteojos para atrás y los dejó caer al suelo antes de que alguno alcanzara a agarrarlos.

El abuelo ubicó las palmas de las manos contra la puerta y la pared respectivamente. Enfocó la cerradura con el ojo izquierdo y se acercó hasta casi tocar la superficie con la frente.

Pasaron algunos segundos que no pueden haber sido muchos. El abuelo comenzó a respirar hondo y más hondo. Se podría decir que estaba jadeando. Y en verdad lo estaba. Sus manos se movían en círculo al modo de las aspas de un helicóptero. Por fin se detuvieron sobre su cabeza. De un solo movimiento se incorporó de la silla.

–La mierda que sigue estando buena cuando está parada. Buenas tetas. Buenas tetas… Carlitos alcanzame un vaso de vino –le indicó a uno de los mozos que de reojo venía acompañando la escena familiar que se había instalado en derredor a la puerta del baño– no, mejor pasame la botella entera.

Se la empinó sin importar quien lo estuviese observando, rompiendo todos los protocolos, y se fue para el lado del parque. Tomó uno, dos y tres tragos. Sus pasos eran firmes. De espaldas parecía treinta años más joven que un rato atrás.

Nadie lo dijo en voz alta. Pero las miradas fueron más que elocuentes y sentenciaron: “el viejo ya está borracho y un poco senil, imposible dar un mínimo de credibilidad a sus palabras.”

Lo dejaron ir a paso tranquilo tal su costumbre.

Raquel fue la primera en advertir que algo no andaba bien. Carlota que había sido designada para mirar por la cerradura quedó un poco alejada de la puerta y perdió su posibilidad.

–Por favor, correte que voy a mirar yo –dijo tía Raquel.

Primero en susurros, pero a medida que la intriga se iba apoderando del resto de los espectadores y a su pedido, fue relatando lo que veía en voz cada vez más alta.

–…de qué manera han agrandado el baño. El borde del espejo parece oro puro, cuanta alcurnia. De no creer. La habitación debe tener unos seis metros por cinco, cuánto hará que no entro a cagar a este baño –se preguntó casi a los gritos– ¡¡¡Qué ganas de cagar!!!

Al notar su exabrupto presentó disculpas. Los más jóvenes nos reímos y la tía retomó la compostura.

Solo papá no participaba de la situación. Andaba por otros lados dedicado a abrir y cerrar cajones buscando cosas que guardaba dentro de sus bolsillos, tantas como podía.

–De ninguna manera quiero asustarlos con lo que les voy a decir. Saben bien que no soy mujer de mentir –Raquel recuperó la centralidad.

La expectativa era total y Carlota maldecía no ser ella quien daba las novedades. A lo largo de su vida una y otra vez Raquel se le había interpuesto delante de sus intereses y terminaba relegándola a un segundo plano. De inmediato se acordó del momento exacto en el que su hermana se le adelantó y conquistó el corazón del joven que en silencio ella tanto amaba. Así fue que tuvo que conformarse con casarse con quien aun al día de hoy es su marido. ¡¡¡El tonto de su marido!!!

El relato continuó.

–Por más que parezca increíble la abuela está parada y se pasa una y otra vez de manera frenética por todo el cuerpo el jabón. Un jabón del que no podría advertir marca ni cualidades, es de un color verdoso apagado. Sin dudas produce poca espuma. Lo demuestran sus movimientos desenfrenados. Frenéticos. Parecería ser presa de un trance. Está como descontrolada. Lo mastica, lo chupa, escupe los restos para arriba los agarra en el aire y los vuelve a meter dentro de la cavidad bucal. Para tener más capacidad se ha quitado los dientes postizos y los ha colocado dentro de un vaso lleno de agua. Sobre el líquido flota un pedazo de una sustancia verdosa, probablemente otro pedazo de ese mismo jabón. Un baile pornográfico lo llamaría yo sin temor a mentir una palabra. De todas formas lo que menos puedo entender es de qué manera lo habrá logrado, pero se encuentra parada, está parada sobre el borde de la bañadera, caminando por el filo con los brazos extendidos a la altura de los hombros, como si se tratara de una equilibrista de circo.

Esto fue lo último que dijo y se desmayó.

Al caer tía Raquel golpeó la cabeza contra el suelo de una manera preocupante. A tal punto que de inmediato se hicieron presentes los médicos que tenían asignada una pieza en alguna parte de la casa de los abuelos y realizaban guardias rotatorias y justamente eran requeridos en esta clase de situaciones. Se la llevaron en una camilla. Las hijas de tía Raquel se fueron a acompañarla muy preocupadas cuando escucharon que uno de los médicos le decía al otro: «puede tener una fractura».

Yo no me consideraba con autoridad suficiente como para dar opinión alguna, pero tenía una teoría sobre lo que ocurría dentro del baño. Hacía unos días había visto en la televisión local que habían desbaratado una banda de narcotraficantes que se dedicaba a trasportar droga escondida en unos jabones. Ese era el tema. La abuela estaba drogada y nadie se daba cuenta de esta situación.

De a poco el tema de Raquel parecía ir complicándose.

–Hay que llevarla al hospital para realizar una tomografía –advirtieron los profesionales de la salud.
–Está bien, yo la llevo, yo la llevo –Carlota tomaba protagonismo. Era el momento de ser realmente ella.
–Saquen unos cuantos autos a la vereda, me gustaría ir escoltada. Que todos nos vean llegar como una gran familia.
–Por favor, tratemos de ir lo más rápido posible. La señora Raquel continúa desvanecida –insistió el médico bajito.
–Los autos negros adelante. Los rojos al medio. Y yo cerrando filas en el blanco. Quiero llegar a lo grande.
–Lo más conveniente sería llamar una ambulancia. ¿Dónde llevaremos a la Señora?
–Médicos. Médicos. No entienden nada de lo que es una familia de la alta sociedad. Sobran vehículos. Que vaya en cualquiera –Carlota no parecía otra, era otra.

De repente la puerta del baño se había despejado. Todos volvían a sus cosas o se distraían con otras. Tía Raquel continuaba desmayada. Los médicos iban y venía agarrándose la cabeza. El abuelo debajo de la parra se hacía destapar una nueva botella mientras masticaba entre dientes “qué tetas, por dios, qué tetas”. Carlota realizaba un sorteo de llaves para determinar quien iba en cada auto. El séquito de mozos se había sentado en la mesa principal y comía desaforado.

Entonces no me quedó otra que bajar el picaporte y meterme dentro del baño. La abuela se miraba en el espejo mientras se untaba una cataplasma verdosa del color de los jabones, estaba envuelta en un desabillé rosa hermoso. No tenía sus anteojos ni estaba sentada sobre su silla.

Cuando advirtió mi presencia caminó hasta mí, me tomó de los hombros y me clavó su mirada roja en los ojos.

–Vení querido. Te voy a bañar. A todos los voy a bañar.

 

 

 

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