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16-05-2023 Notas

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Por José Luis Juresa

La objetividad, el equívoco, el error

El pensamiento clínico en psicoanálisis se presenta más como un hallazgo que como el resultado de una voluntad de conquista del saber. Tiene que ver con una forma de leer que se sustenta en una atención puesta en el texto de la sesión analítica –lo dicho por el analizante– despojada de toda voluntad de apropiación y control. El tema del objeto del psicoanálisis, o, mejor dicho, de “un” psicoanálisis (ya que subrayamos la singularidad del mismo) se escapa entre las palabras como el agua, no se detiene entre los dedos.

La ilusión científica positivista, es que esos dedos conformen una pared sellada para tener lo Real “en un puño” y manejarlo a discreción, producir anticipaciones validadas por una ley inducida por resultados experimentales que prescinden completamente del sufrimiento de quienes sostienen el dispositivo, y aplicaciones técnicas que brinden soluciones “a priori” para cualquier caso, desligadas del problema de la singularidad humana. Por ejemplo, la bomba atómica explotando sobre Hiroshima es el modo de retorno desde lo Real, todos atravesados por el mismo fuego radiactivo, como si se tratase de veneno para cucarachas. Pero no hace falta ir a un ejemplo tan extremo para darnos cuenta del modo en que el sufrimiento se forja aún más en esa suerte de implementación tecnológica que no reconoce otra cosa que no sean operadores de programas preestablecidos que no aceptan ningún equívoco si no es bajo la forma del “error” que, por ende, se puede corregir y rectificar. Lo que para el psicoanálisis es el equívoco que abre una puerta nueva de renovación de la vida de un analizante, para la línea de montaje del programa de producción y consumo, es un error que hay que corregir, rectificar, reprogramar en base a repeticiones experimentales que certifican que ese “error” o “equívoco” no va a repetirse. Es decir, en el fondo, la ciencia clásica considera que lo humano es parte del equívoco, y la tecnología es el apoyo para ir sustituyendo” lo humano” por dispositivos automáticos. El “error” es la existencia humana”, lo cual implica una corporeidad a la que se “mapea” en la medicina casi como un ensamblado de órganos que trabajan funcionalmente.

Para el psicoanálisis, el cuerpo vital esta deslocalizado y no es funcional a la cadena de montaje en la que el médico es apenas un observador que diagnostica y aplica una receta preestablecida por el saber médico. Mientras la medicina trabaja para hacer desaparecer los síntomas, el psicoanalista lo toma como portador de una verdad cifrada que alcanza a rozar lo Real, o sea, lo inadaptable, lo que no se resigna –de lo vital– a ser catalogado como “error”. Para decirlo de manera más sencilla aún, el objeto del psicoanálisis es eso que resulta inatrapable y evanescente, y del que apenas nos anoticiamos mediante sus “roces” con lo simbólico (El Ello es finalmente esa arista del inconsciente completamente Real, es decir, inasimilable por el símbolo, la historización, inconciliable al relato, sea cual fuere este: religioso, político, científico, filosófico, etc). La “objetividad” científica es un ideal inalcanzable que interfiere con la vida, con “lo humano”, casi como si el científico tuviera que reducirse a un ojo sin mirada para dar cuenta de que él mismo es, a priori, el “error” del experimento. El psicoanálisis renuncia de entrada a esa “objetividad” para colocarla en un lugar inatrapable, e inasimilable, lo Real, transformándolo, más que en un científico clásico, en una función cercana a la de la poética, alguien que alcanza un “roce” particular de lo Real del sujeto a través de una lectura de lo imposible: la objetividad. Cada interpretación analítica es una destitución de la objetividad en la que el paciente se enreda y asegura su sufrimiento, tal como si no diera jamás “la medida” de algo o no alcanzara aquello para lo que está destinado, como una realidad ajena que lo espera y que no llega a ver producto de una confusión o de haber perdido el “camino” ya trazado de antemano vaya a saber en qué papeles de la historia.

No hay camino trazado de antemano en la experiencia analítica. No hay experimentación, no hay “rata en el laberinto” de un laboratorio dedicado a la observación objetiva. Hay roce, chirrido, vitalidad de un pensamiento que se expresa enredado a los objetos de posesión casi como las palabras no alcanzaran a decir el objeto del que se trata, un “no es eso” que se desliza en cada objeto que se nombre para nombrar su deslizamiento, su fuga, su evanescencia. La experiencia más cercana de ese tipo de roce es la poética –la cual no es privativa de la poesía– y que se inscribe en la obra humana –sea cual fuere esta– algo que la vitaliza más allá de si misma y no aparece en la escena de su montaje. Tal como la magia, su truco resulta invisible. El analista se deja llevar por el truco sin buscar atrapar sus hilos para decir “¡Acá está!” y mostrarle orgullosamente al mago que no es alguien que se deje engañar fácilmente, pagando el costo de sus efectos, cercenando y separando vanamente la vida de su elemento vital. Esa es la operación “objetiva” de la ciencia clásica: mostrar el truco, arruinar la magia. No digo que eso este mal, son los principios de funcionamiento. Ha resultado eficaz, pero ¿para qué? Tal vez para hacer desaparecer la causa de los “errores” de la percepción, es decir, si la percepción –junto a sus “errores”, acontece en el cuerpo, aquello a desaparecer es este mismo.

Vamos viendo que el pensamiento clínico, en ese sentido, resulta un pensamiento “al revés”, es más la consecuencia y no la causa del abordaje de su objeto, cuya sustancialidad se parece a la de un OVNI al que tal vez se lo puede llegar a “ver” solo si se mira al cielo sin esperar nada. Esperar “nada” es muy complejo de sostener para la sociedad en la que sus individuos parecen creer que vinieron al mundo “por algo” que los espera, una suerte de destino escrito en algún punto recóndito de cierta oscuridad denominada “inconsciente”. Es decir, del mismo modo en que creen que tienen un destino escrito, creen que el inconsciente es una bolsa a cuyo fondo no les llega el brazo, conejos de una galera que “sabe” algo por nosotros. El psicoanálisis se encargaría entonces de rascar esa “olla” hasta agotarla, cual si fuera una mina a ser explotada en sus mejores vetas, un tesoro que llevamos dentro como si fuera la cifra divina de nuestro destino. Este tipo de psicoanálisis actúa entonces del mismo modo que las pretensiones de la ciencia clásica, es decir, agotar lo Real, reducirlo a un dominio absoluto del yo soberano sobre sí mismo y sobre todas sus oscuridades, la creación de un individuo finalmente transparente que lo sabe todo de sí y del mundo que lo rodea. Iluminismo puro.

Pero ver el cielo sin esperar nada es una actitud equivalente, o al menos parecida a los que Freud denominó “Atención flotante”, una suerte de afinación de la percepción dirigida a nada en particular que se pueda aislar “a priori”, ni siquiera suponer, sino algo que subraya con lápiz y marcador lo “no identificado” que incluye la sigla “OVNI”, salvo que no se trata de un objeto “volador”, por supuesto. Pero sí “flotante”. Esto quiere decir que se desliza sobre un soporte “acuoso”, de una consistencia parecida a las palabras y su sentido, de ninguna forma “fijo”, único, estático y preestablecido, al estilo de las definiciones de un diccionario. Si algo hace a la vitalidad de una lengua, es precisamente eso, la no dogmatización del sentido ni la fijación y el establecimiento del mismo, al modo de una religión (ni siquiera la religión podría darse ese lujo sin terminar apagándose como una lengua que ya no se habla)

La estela evanescente de ese objeto inatrapable –no identificado– la podemos tomar como una escritura que se efectúa en ese medio “acuoso”, que se desdibuja y se hace ilegible fuera de su instante definido, el que el analista alcanza a leer antes de que sus contornos de desvanezcan en el movimiento de su agua. El analista opera sobre una creencia -es posible que así sea, que el analista “crea”- la creencia de estar viendo letras allí, en la fluidez acuosa de las palabras de un texto que no se queda “quieto” nunca: los dichos de su analizante. Pero no se trata de una creencia “personal”, sino que es el efecto preciso de estar “mirando el cielo sin esperar nada” (en este caso el agua, o el agua reflejada en ese cielo). Es una escritura que no está “antes”, tal como presuponen algunas ciencias sobre la “naturaleza”, allí donde ya estarían escritas las leyes que el científico tiene que aprender a leer y descubrir. En ese caso, el científico no cree nada, solo busca “ver” el modo en que la naturaleza ya escribió esas leyes. El analista no, su creencia en una escritura que no está antes del preciso momento en que cree leer lo arranca de la “naturaleza” y lo instala de lleno en lo que podríamos denominar “realidad”. Por supuesto que esa “realidad” no es única, en la medida en que, justamente, no está antes ni “afuera”, ni es tan objetiva que precede al ser humano en su existencia sobre la tierra y sobre el universo. El analista tiene una creencia como función, la que apuesta a que hay una escritura que se parece al efecto mágico del que no pretende descubrir el truco y universalizarlo, y erradicando la magia de raíz. El analista no opera como un científico clásico, sino que su ciencia lo compromete con la creencia en que la realidad se funda en una objetividad de lo múltiple, de la diferencia, de la inestabilidad, no es un ojo sin mirada, sino que alcanza a ver las letras sobre un fondo inadvertido de lo que se da a ver sin esperarlo, pero dispuesto a reconocerlo. Reconocimiento es la palabra. El analista no se empeña en ver lo que presupone. Solo reconoce lo que ve, creyendo en ello y transformándose en ese acto. Ya no será el mismo analista para su analizante. El científico de “la naturaleza” esta, en cambio, muy preocupado en ser siempre el mismo científico y a eso, en parte, le llama objetividad.

 

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