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23-05-2023 Notas

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Por José Luis Juresa

Lo “No identificable” del objeto

¿Qué “ve” el analista?: letras, las lee sin interpretar, lee las letras con las que se “codifica” el deseo, en una lengua que no habla el lenguaje “común” del sentido que supuestamente vale para todos igual. El analista no comprende, porque la comprensión solo puede darse desde el sentido que el propio analista le imprime a lo dicho. En esto se parece a la actuación del científico, salvo que el analista no actúa según hipótesis previas. El analista elabora hipótesis en el acto de leer. Esto quiere decir que en el acto de leer se cristaliza, por un instante, el movimiento de lo no “identificado” (recordemos, en el artículo anterior de esta serie, el “OVNI” como metáfora del objeto), y en ese movimiento el deseo se satisface. Quiere decir que el deseo es la estela de ese objeto que se escabulle “disfrazado” en los objetos mundanos a los que tenemos acceso y que sí, podemos identificar. Sencillamente, tal como resulta ser un “clásico” de la insatisfacción: el sujeto pensaba o creía que se trataba de tal o cual objeto para ser feliz, y una vez obtenido, la decepción vuelve a tomarlo y a reinar sobre él, simplemente porque el deseo y su satisfacción no está en “atrapar” el objeto saturado de expectativas desmesuradas, sino porque el deseo es la estela de un objeto que “pasa” –flotante– entre los objetos que creemos identificar con nuestro deseo. Esto para decir que el deseo es, estructuralmente, lo “no identificable”. El concepto de identificación es un estabilizador de espejismos, que también tiene una función en la constitución del yo y de las condiciones de posibilidad del sujeto deseante, pero el deseo en sí, es no “identificable”, como el objeto. Por eso es que en la ciencia tiene que quedar afuera el sujeto del deseo, porque la ciencia opera identificando sus hallazgos, buscando estabilizarlos en una letra muerta, definitiva. Sin embargo, ¿cómo concebir una vida sin deseo? La ciencia clásica, en su progreso, va contra el movimiento del deseo, pretende identificar siempre el objeto del que se trata, en cambio, el psicoanálisis el objeto es no identificable, y el analista ocupa el semblante del objeto, un engaño para el analizante, para que despliegue las condiciones de su engaño, a sabiendas (el analista) de que él no puede colocarse en el lugar de la causa del deseo, es decir, él, el analista, no se puede identificar con el deseo del paciente, porque él no lo es tampoco. A veces, pasa, y también ahí se juega parte de su “ciencia”, y su compromiso con la misma.

Freud en el sueño leyó, se instituyó a sí mismo como analista en tanto lector de las letras que en el sueño se le presentaban en un “dar a leer”. No estaba, su lugar de analista, en lo que él podía interpretar sobre el paciente, identificándolo con tal o cual opinión sobre lo que le sucede según sus premisas de vida, sus valores morales o sus conveniencias e intereses, sino que solo lee, incluso sin entender “antes” ni saber cuáles serían sus consecuencias en pleno. La interpretación viene después del leer, y allí deviene el trabajo del analizante, el que verdaderamente interpreta. El analista lee, también puede interpretar, como una suerte de ayuda a la interpretación del analizante, como interpretación auxiliar, como una especie de “empujoncito” en la dirección que esa lectura. Puede estar indicando según lo ya dicho, siempre dentro de la sesión analítica, incluso mucho antes en el tiempo. Freud, por ejemplo, en el famoso sueño inicial o inaugural del psicoanálisis, “El sueño de la inyección de Irma”, en La Interpretación de los sueños, Freud lee lo que dice es la solución del sueño, la palabra TRILETILAMINA, tal como aparece ahí mismo, en ese “dar a ver”. Por supuesto que eso tiene un sentido que se desarrolla en el marco del sueño y de las asociaciones que se despliegan, pero eso está después. La lectura es el condensador sobre el que va su causa, y esa es la solución. La lectura misma es la causa, causa de deseo (el deseo de seguir hablando), y solución para el mismo, a la vez. Pero eso acontece en un sueño y es su condición de posibilidad. El sueño también acontece “esperando nada” por parte del soñante, no tiene la expectativa de soñar tal o cual cosa, no domina su mundo onírico y se va a dormir como quien hace una apuesta o se arroja a una aventura: quien sabe por qué aguas lo llevará la corriente onírica, si es que tiene la suerte (o la desgracia) de recordarlo luego.

De pronto, en el cielo de su dormir se abre una pantalla sobre la que se proyectan imágenes que suelen ser absurdas, desde ese “sentido común” de la vigilia que tanto nos preocupa, normalidad en la que nos tranquilizamos, para asomarnos a tiempos y espacios mezclados, identidades partidas o múltiples, “pedazos” de rasgos que se condensan o se dispersan, personajes que se multiplican, o que reaparecen después de mucho tiempo y fuera de lugar, y allí, se arma un breve viaje que incluso puede parecer una eternidad –el tiempo se convierte en una especie de goma que se estira y se contrae tal como si respondiese a los vaivenes de un campo gravitacional alterado por la presencia de una masa invisible– y nuestro rumbo se pierde por un momento en el que no dominamos, no controlamos, no dirigimos, no imperamos, sino que algo nos es “dado a ver”. Y lo que nos es dado a ver, de forma cifrada pero mucho menos enredada que en la vida de “vigilia” (tener en cuenta que la palabra “vigilia” se emparienta con “vigilante”). En el sueño tomamos involuntariamente el riesgo de dormir y soñar. No romanticemos la palabra soñar: hablo literalmente del fenómeno onírico, lo cual implica un riesgo, el de acercarse a la verdad del objeto. La verdad del objeto es un “no era eso” que hace de la verdad algo parcial también, del mismo modo que los objetos respecto de la satisfacción del deseo. Por suerte no hay un objeto que lo colme definitivamente. Es el intento de muchos discursos, el de obtener el objeto total con el que ya no tengamos que padecer más deseos y vivamos definitivamente satisfechos, sin hacer nada, por supuesto. Muertos, o como tales. El deseo es una perturbación que se identifica con la vida, que también lo es: una perturbación de la muerte.

Vamos definiendo que el pensamiento clínico en psicoanálisis “rechaza” a la identificación del objeto (en el sentido de lo idéntico a) como su método de estudio y finalidad, sino que parte del presupuesto de lo “no identificable” para enfocarse en la huella de su paso por el “cielo” de lo simbólico, huella inestable y frágil, cambiante y provisional. Del mismo modo en que el campo gravitatorio de un objeto celeste (un planeta que, de tan lejano, no se lo ve) deja su estela en el movimiento de otro cercano que, sí es posible ver, y de ahí se supone su presencia, de ese objeto hablamos, ese que permanece en la oscuridad de lo no identificable. Hacemos la salvedad de que la identificación del planeta influenciado por “lo invisible” no es el objeto del que los analistas hacemos nuestra teoría, sino la influencia de lo invisible en la trayectoria de lo visible, esa es la huella, la estela del cometa, la prueba de su paso por ahí. Los analistas creemos en lo invisible, como los fantasmas, sin pretender hacerlos aparecer definitivamente, tal como está implícito en la lógica del progreso de la ciencia clásica.

El psicoanálisis habla de “fantasma” en un sentido de mediación, media la relación entre el sujeto del deseo y ese objeto imposible de identificar, que se desliza entre lo visible, lo representable.

Es por eso también que el pensamiento clínico no se fundamenta en la “mirada del observador”, el analista no sería un observador que toma nota y saca conclusiones completamente ajeno a la experiencia, por el contrario, el analista está metido en la experiencia para dejar de convertirlo en “experimento”, y está metido de una manera muy particular: no participa de la dramática de las vicisitudes del sujeto con el objeto porque eso lo convertiría a él mismo en el objeto del espejismo en el que el sujeto se decepciona, sino que se abstiene y se convierte en la estela del objeto que pasa dejando una huella que no está “antes” sino en su paso. Lee la huella y esa es la experiencia que comparte con el analizante: ambos, desde distintos lugares, comparten la experiencia de la evanescencia del objeto que no decepciona ni promete, porque nunca estuvo ahí, identificado. El pensamiento clínico en psicoanálisis no es “vocacional”, por ejemplo, es decir que no se preocupa por saber cuál es la “esencia” de un sujeto ni para qué está destinado, solo acontece en la medida en que se lee su paso, y su paso acontece en la medida en que es leído. El “cielo” en el que ese “OVNI” aparece, es el síntoma –por ejemplo– o mejor: la pantalla del sueño (aunque este también podría ser tomado como “síntoma”).

El saber que se obtiene, que obtienen juntos desde lugares diferentes, analizante y analista, es un saber: el analizante, un saber vivir sin promesas ni decepciones, sabiendo –a su modo, en su estilo, con su cuerpo, no como un saber de manual– que el objeto que persigue no tiene tiempo ni espacio definidos, es decir, que ya no desespera con atraparlo sino solo estar afinado con los signos de su paso, siendo que esos signos son muy distintos para cada quien. Lacan lo tomó como los significantes-amo, los significantes que ubican y marcan las zonas del cuerpo a las que no se puede negar sin negarse a sí mismo la vida (entender qué es el cuerpo llevaría un desarrollo importante, pero se entiende que hablamos del cuerpo en el que habita un “órgano” que la medicina no tiene en cuenta, que es “deslocalizado” espacial y temporalmente, y que, por lo tanto, no necesariamente coincide con los límites del individuo -la piel-, por lo que se extiende transgeneracionalmente y comunitariamente: ese órgano es la libido, y solo es “operable” por la palabra, el significante y la letra). En este punto podemos decir que se trata de la progresión de un “saber vivir” que el analizante obtiene en el despliegue de su análisis, y del lado del analista, obtiene un saber que tiene que ver con ser parte de una experiencia que no se traslada a otro diálogo analítico, es decir que ese saber es el que nos protege, como analistas, de una generalización que no entra en dialogo con nadie en particular, un saber dogmático. Equivale al conocido “saber que no se sabe”, pero en una versión “no filosófica”, o sea, un saber que no se sabe coincidente con la suposición del inconsciente, salvo que en este caso el inconsciente del que hablamos ahora no es plausible de ser transformado en un saber completo con el curso de un análisis, sino que siempre queda abierto a la contingencia en la que se va produciendo un saber que nunca esta antes alojado en ninguna parte recóndita del ser que habla. Es decir, que hay un saber contingente que tiene que ver con el encuentro con ese analista en particular, y que el analizante solo consiente a que sea con quien ese saber será producido. Esa es la única manera de no dogmatizar y hacer del analista un compañero de viaje que invita y sostiene la barca en la que se da el viaje. Cada quien será el Ulises de una barca que considera posible: su analista.

Por lo que podemos decir que el pensamiento clínico en psicoanálisis es coincidente con la forma en que se promueve el “sabe vivir”, que, obviamente, por todo lo que decimos, no es una revista acerca del confort, sino que es la consecuencia de la experiencia de análisis, la cual es fundamentalmente, la experiencia de la evanescencia del objeto y la futilidad de todo intento de hacerlo “propio” en el sentido de propiedad, es decir, sujeto de apropiación, finalmente objeto tangible y manipulable.

Eso es precisamente lo que debe evitar el analista, aún con las mejores intenciones de curación: usar la transferencia clínica a los fines de una simple y llana manipulación hipnótica o sugestiva, convirtiendo al analizante en ese objeto supuestamente faltante y re-hallado en un patético paraíso del “sé tú mismo”, una especie de “culto a la personalidad” de carácter privado, velado con la máscara de la sencillez.

 

 

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