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30-05-2023 Notas

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Por José Luis Juresa

Naturaleza y realidad

¿Ciencia de qué? No se trata, el psicoanálisis, de una ciencia clásica y “positiva”, en el sentido de lo que ilumina con sus resultados, aplicables “para todo”, dentro de una materialidad que se rige por sus leyes arrancadas de “la naturaleza”, tal como si esta guardara secretos destinados a ser descubiertos por el ser humano el día en que este sea capaz de hacerlo. La ciencia psicoanalítica sostiene que no hay tales “secretos” ni hay siquiera “naturaleza” que los guarde, sino que el analista es parte de la experiencia en la que se adentra el objeto de su investigación, encima singular en cada caso. Si para la ciencia clásica el investigador es quien está “afuera” del experimento, en el afán de arrebatarle a la naturaleza sus secretos, en el psicoanálisis el analista es el investigador que se asume parte de, no un experimento, sino de una experiencia que no trata de arrebatarle secretos a ninguna naturaleza, en el sentido de algo que esté “esencialmente” antes. La “naturaleza” del análisis es de lenguaje, lo cual es equivalente a decir que los “secretos” que se descubren en la experiencia de un análisis involucran a su investigador -no es la persona del analista, sino una alianza entre dos personas que se “embarcan” en la experiencia, analista y analizante- como un lector, ya no de la naturaleza, si no de la realidad del lenguaje en la que el analizante está involucrado sin saberlo, o mejor dicho, sin conocer la realidad del saber en el que está involucrado.

Ese “saber” no está enteramente “antes” y por eso hablo de “realidad del lenguaje”, porque esa realidad incluye lo Real, que no es lo mismo.

Lo Real -definido de distintas formas por Lacan- es lo imposible, lo inasimilable, lo que de la realidad no se digiere en el símbolo. Lo Real sería, entonces, como un océano cuyas aleatoriedades nos pueden enviar a distintos destinos si nos dejamos llevar por sus corrientes. ¿Cómo navegar” lo Real?, ese sería un modo de metaforizar el saber del que se trata adquirir en la experiencia del análisis, ya que lo analogizamos con un viaje. En la realidad está el mar con sus aleatoriedades, inmenso, está la embarcación, una realidad simbólica de diseño, en el que el hombre se anima a su aventura junto a lo Real, teniendo la fe de tenerlo de “aliado”, o al menos no en contra, casi como si mejor fuese que el mar no supiera de nuestra existencia y nos dejara posarlo para utilizarlo pacíficamente en dirección a nuestro destino, y está lo imaginario, la historia que construimos sobre esa alianza, siempre que lo Real y lo simbólico vayan de la mano, sin desbordarse uno sobre el otro, especialmente lo Real sobre lo simbólico, teniendo en cuenta las diferencias de porte. No me gustan mucho las analogías, pero sirven para graficar de que se trata este asunto del viaje y del saber que se adquiere. Saber vivir es saber andar el viaje, y hacerlo, un viaje sin destino otro que el de navegar tratando de no hundirse, disfrutando de esa alianza entre los tres registros anudados en pos de ese andar (juntos).

¿Hay acaso otra cosa? Dónde y cuándo empieza y dónde termina, es lo que no se sabe, salvo por retroacción, reescribiendo la historia según las vicisitudes del viaje, aunque ya sabemos, cada quien hace la barca que le conviene según lo que le ha tocado y lo que logra hacer con los materiales que pudo procurarse. El analista puede ser parte del material, parte de aquello con lo que el sujeto se encuentra.

¿Qué ciencia sería esa, entonces? ¿Una suerte de guía de hacia dónde ir como si el analista fuera un timonel que atraviesa las tormentas sosteniendo el rumbo fijo? No, de ningún modo. El analista solo sostiene el rumbo del deseo, justamente lo que hay que ubicar en coordenadas que, a priori, no se saben y que no están en ningún manual de navegación. El analista busca esas coordenadas en el decir de su analizante, con quien inicia el viaje en un encuentro de mutuo consentimiento que puede llegar a cambiar la vida (no solo del analizante, pero en distintos órdenes y lugares).

Vemos que la ciencia analítica no instituye un lugar fijo en el que condensar el objeto de sus esfuerzos de investigación, o sea “la naturaleza”, en la que hay secretos que nos tiene reservados a nosotros, los seres humanos, como si nos hubiera estado esperando millones de años para entregárnoslo al modo de una mujer violada. El analista no se para en la posición de conquistador -“yo te arrancaré tus secretos”-, no es el macho que avanza a diestra y siniestra en el combate contra la oscuridad, en el afán de iluminarlo todo. Al analista no le preocupa la “objetividad” como al científico positivista que, para eso, necesita sacrificar la experiencia para dominar las condiciones del experimento y convertirse en puro “observador”, como si la observación pudiera ser prístina y ausente del dispositivo experimental, todo en favor del descubrimiento de los secretos de la naturaleza. Para el análisis, el objeto no es la naturaleza. Es la realidad, es decir, ese nudo, esa “alianza” entre los registros con los que se inicia el viaje de la materia de su análisis, siendo la objetividad un ideal caído que se transforma en la orientación por un objeto que, al no ser ya de “la naturaleza” solo podrá ser aislado parcialmente o en sus parcialidades, en el cuerpo. El cuerpo ya no será de la naturaleza, sino de la realidad del lenguaje, y será el epicentro de los temblores con el que ese cuerpo hará el viaje de su vida.

Vaya ciencia, importantísima: una ciencia que, a diferencia y a contramano de la ciencia clásica que coloca en el cuerpo su obstáculo -decir cuerpo es decir pasiones y deseos, o sea, vida-, coloca su atención en un cuerpo capaz de “enterarse” de vivir. El cuerpo, en psicoanálisis, es re-aparecido. De eso sobran muestras, contrariamente a las muestras, que también sobran, sobre la desaparición de los cuerpos en la era de la tecnociencia. Me refiero a la realidad del cuerpo que incluye el deseo y el amor, y no al ensamblado de órganos funcionales para el “ser vivo”. Para el psicoanálisis se trata del saber vivo. Dos letras de diferencia, hacen un abismo.

En definitiva, el psicoanálisis se trata de una ciencia cuyo “agente” es parte de una experiencia, no de un experimento, de algo a testimoniar, y no de la observación controlada de un dispositivo, armado para la confirmación o no de las hipótesis que lo guían, siempre con el afán de convertirse en leyes, en una regulación general del movimiento de la materia, y de, con eso, crear “mundo”, “cosmos”. El psicoanálisis es una ciencia del descompletamiento del mundo y del cosmos, es una ciencia de la parcialidad, la parcialidad de la pulsión, del objeto implicado en ella y del sujeto cuya existencia destituye al “mundo” como parte de la experiencia. Al contrario, el “mundo”, el “cosmos” es parte de su inhibición. Los discursos totalitarios empobrecen y empequeñecen al sujeto, lo aplastan contra un sentimiento de decepción sin tiempo, es decir, sin comienzo ni final, y contra una pared en la que ya está grafiteado el destino. Esa es la verdadera pared de esa gran obra de Pink Floyd, en la que todo parece estar estructurado para que el dolor jamás se escuche en el afán de seguir accionando, de seguir produciendo al modo de una máquina alejada por completo de todo rasgo de humanidad, de todo límite trazado por el dolor. El dolor puede ser infinito hasta ya no sentirse. Y quien sabe, tal vez sea el objetivo no declarado de un sistema que toma por error a la propia humanidad, y sin que nos demos cuenta, el proyecto sea eliminarla, al mismo modo que el científico opera para despejar de toda interferencia humana el experimento, buscando la bendita “objetividad”, esa exterioridad absoluta e irrefutable.

La “prueba” de la experiencia científica que implica un análisis, no es de laboratorio, es un testimonio que Lacan -para los analistas y para que estos se “formalicen” en torno a esa experiencia que no pretende ser transmitida sino a condición de ser vivida- llama “del pase”. No se trata de las veces en las que el experimento se repite en el resultado de sus mediciones de laboratorio dentro del dispositivo para probar que no hay interferencias de ningún tipo al establecimiento de una nueva “ley” natural. Sino de un testimonio que da cuenta de que -en castellano lo podemos equivocar de forma muy interesante- “pasó” algo, de que ese sujeto puede dar cuenta de que su vida quedó marcada por la experiencia del análisis, en el sentido de una disminución del sufrimiento, que en los términos en los que lo planteamos, de una re-humanización y re-aparición del cuerpo, atravesado por las cuestiones que estaban interferidas o dirtectamente apartadas, de la sensibilidad y de la única manera en que un ser humano registra su existencia, a través del amor y del deseo. En el fondo, siempre se tratará del testimonio de la re-aparición de su cuerpo, remarcando el “su” como una experiencia palpable, y no como propiedad y objeto de la voluntad, sino como el registro de su tenencia. “Tengo un cuerpo” dice el pase, y doy cuenta de la experiencia particular de tal sensibilidad. Eso me alivia, porque es en la singularidad de esa experiencia, la del cuerpo -lo mismo que la de análisis- en donde se define el “pase”. Por supuesto, eso no me define como analista, pero si como quien puede dar cuenta de haber atravesado un análisis, condición para sostener el dispositivo y vivirlo desde un lugar que posibilite la experiencia sin interferirla en los delirios de la “objetividad” científica, es decir, en la desesperación por decir algo que sirva “para todos” de la misma manera. “Lamentablemente”, el próximo análisis nos obliga, como analistas, a disponernos a no saber, otra vez, lo cual no significa que no tenga un saber acerca de la experiencia.

El pase, entonces, es el testimonio de una experiencia y no la confirmación dogmática de los presupuestos de una teoría. De ese testimonio se vale el psicoanálisis dentro de la lógica de su ciencia de la realidad, sin entender -lo reitero- “la realidad” como algo que esta antes y es fijo e igual para todos.

 

 

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