Por Pablo Milani

El stand tiene casi las mismas proporciones que una manzana entera. Los libros están divididos por género y sello. Cada cual tiene su mesa y el público se mueve entre ellas como peces en busca de alimento. Las jornadas son largas e intensas, muchas horas de trabajo y pocos minutos de descanso. En una tarde como todas las demás, una señora de pelo grisáceo, de grandes ojos negros y tapado marrón se acerca y me pregunta por el libro de Benjamín Vicuña, el testimonio que el actor chileno escribió, fruto de su experiencia de su hija Blanca, de 6 años, fallecida en septiembre de 2012. Me dice que es para su hija, Micaela. Pues a ella le pasó lo mismo hace casi dos años y no puede aguantar el dolor. También me cuenta que a ella le pasa lo mismo. Que hay días que no sabe de dónde sacar las fuerzas para seguir. Lourdes era su primera nieta. Yo me quedo callado y mis ojos se alejan de los suyos y trato de pensar en otra cosa pero no puedo. Le digo que el libro se agotó hace unos días y que seguramente ingresará un nuevo pedido porque el autor va a dar una charla este sábado y ese día tienen que llegar ejemplares. Ahora es ella la que se queda callada con la mirada perdida, la feria persiste al lado nuestro casi sin ser percibida. La señora se queda pensando y yo intento cambiar de tema, le pregunto si busca algún otro libro, pero no me habla. Miro a mi compañera Malena mientras conversa con un hombre robusto de incipiente calvicie y le indica que acá ese libro no lo va a encontrar, que pregunte en alguna librería. Justo cerca de nuestro stand hay una. Después ella me mira y con un gesto parece preguntarme ¿qué te pasa?, y no le puedo responder.

En otro momento de la jornada se acerca un hombre que estará por la década del 70, de sobretodo color camel, de prolijo pelo blanco y ojos celestes, acompañado por su mujer e inmediatamente se pone a ojear el libro Fuimos Reyes, de los Redonditos de Ricota. Le pregunto si los vio alguna vez y me dice que sí, en La Plata, lugar donde aún vive, cuando ellos recién empezaron y todavía no tenían nombre ni eran una banda de rock, solo eran un gran grupo de gente que subía y bajaba del escenario a divertirse. Me entusiasma su respuesta y empezamos a hablar. Me cuenta que conoció a Skay y al Indio de cerca, ellos eran muy distintos entre sí. El guitarrista venía de una familia acomodada y el Indio hizo un montón de cosas hasta pegarla en la música. Poco tiempo después vinieron los milicos, me dice, y ahí se terminó la diversión y la juventud. De pronto ya no nos podíamos juntar en ningún lado. Yo zafé de casualidad una noche que me fui antes de un lugar donde nos reuníamos medio a escondidas porque mi hermano me vino a buscar para ir a otro lado, no recuerdo dónde. Al otro día me enteré que entraron a esa casa y se llevaron a tres de mis amigos, no lo podía creer. Lo que les estaba pasando a otros, de repente me empezó a pasar a mí. Ese día sentí que una parte de mí se la llevaron con mis amigos. Poco tiempo después decidí irme del país, como pude y con muy poco dinero. Terminé en Paraguay, en la casa de un pariente que jamás había visto, después México y por último EEUU, pero no me gustó, pasé hambre y volví a principios de 1983. Yo amaba a mi ciudad, pero cuando volví la encontré distinta. Claro, muchos de sus amigos no estaban, le digo yo. No, se los habían llevado a casi todos, fue terrible. Nunca más pude pasar por esa casa donde nos reuníamos con mis amigos. Se terminó llevando el libro. Al mismo tiempo le hablé de Sergio Pujol, un historiador especializado en música popular, oriundo de La Plata del que tengo algunos libros, le recomiendo el de Discépolo y se lo lleva. Le pregunto qué banda de afuera le interesaba por aquellos años. Me nombra Dire Straits. ¡Qué buena banda! Yo tengo todos los discos de ellos, le digo. Le estrecho la mano con ganas de seguir hablando con un hasta siempre a este hombre sin nombre y con muchas historias que me hubiese encantado escuchar.

Otro día estamos con mi compañera Laura y se nos acerca una señora muy coqueta, en palabras de mi madre. Quiere un libro de cocina saludable, mira la mesa y ojea algunos pero no se decide por ninguno, en realidad estaba buscando uno que nosotros no teníamos, pero se pone a hablar y nos cuenta que tiene tres bibliotecas en su casa, que fue kinesióloga y que ahora se dedica a viajar y leer sobre determinadas cosas: política, ciencia y filosofía. Es la fórmula perfecta de la eternidad, le digo, y ella sonríe. Comenzamos a empatizar con ella y en un abrir y cerrar de ojos la señora toma mi mano derecha y observa detenidamente las líneas de mi palma. Me pregunta mi signo del zodiaco y me dice que pare con mis emociones, que soy muy sentimental hacia todo. Pensé que me iba a decir algo nuevo, le digo, y sonrío. Es que todavía no encontré la fórmula de que las cosas me resbalen, pienso. A mi compañera le dice que se hidrate más, que tome más agua porque está utilizando mucha energía. Entre nosotros cruzamos miradas y sonreímos apoyados en libros de cocina.

En una mañana despejada un contingente de estudiantes de unos 15 años de edad irrumpe en el stand con la energía en su máxima expresión. Son tres chicas que me encaran y me preguntan por la poesía completa de Alejandra Pizarnik, les contesto que no… esa belleza de libro acá no lo tenemos. Les pregunto cómo llegaron a ella y me dicen que la leyeron en clase y que las emocionó mucho. Les pregunto en qué materia y cómo se llama la seño. Me contestan que la vieron en Lengua y Literatura y la maestra se llama Estela. No se olviden de enviarle un gran saludo de mi parte, y díganle que está haciendo un muy buen trabajo con ustedes. Sonríen y se van.

Otra señora de cuerpo esbelto, bien pintada y con bucles algo rojizos me pide el nuevo libro de Viviana Rivero, me cuenta que se leyó todas sus obras y que para la presentación no pudo venir, pero que tiene una amiga que sí la conoce y que le prometió que le iba a firmar el libro. La señora viene con su hija de tapado rojo fuerte combinado con sus labios. Ella me pide un libro de Juan Forn, me dice que se lo recomendó una amiga. Uno de mis escritores favoritos, le comento, y hago que me siga hasta la mesa de novela de emecé. Le recomiendo Nadar de noche y al mismo tiempo le digo que lea las contratapas de Pagina/12 de los viernes. Hoy existen cuatro tomos con ese material y elije uno de esos libros. Gracias. No puedo gastar más, me dice, con la más maravillosa sonrisa que nunca podré olvidar. Ahora vuelve a donde está su madre mientras las oriento hacia la fila para abonar.

A la semana siguiente, llega a mi mesa un chico que no debe llegar a los 20 años y me pide el libro de Fito Páez, la autobiografía en la que se basó la serie de Netflix, le digo sí, acá está, éste es. Lo mira de un lado y del otro, me dice que es para hacer un regalo. Dentro de dos días cumple tres meses con su novia. A ella siempre le gustó la música del rosarino y a él también. Su canción favorita es 11 y 6, fue el primer tema que escucharon juntos. Le digo que es un excelente regalo, pero que también estaría bueno que lo acompañe con un disco de él, me dice que no lo había pensado. Por supuesto, le recomiendo El amor después del amor, me dice que ese es el disco por el cual se enamoraron sus padres. Creo que para el casamiento eligieron una canción de ese álbum. Esta historia Fito la debería saber, le digo, y se ríe. Pero antes de irse, una sensación más fuerte que yo hace que le recomiende otro disco, Euforia, una pieza en vivo con sus clásicos y con tres canciones inéditas, una de ellas es Cadáver exquisito, quizás la interpretación más alta de Fito Páez como pianista. Me dice que no recuerda esa canción, que él de chico estudió piano y que después dejó. Menciona su nombre y me dice que la va a escuchar. Nos despedimos como si hubiese sido una charla de tres horas y se va con el regalo para su novia y una sonrisa.

En otra ocasión un padre se acercó con su hija adolescente preguntándome por un libro que cuente la historia de la música. Le dije que no tenía nada acerca de eso pero sí tenía un libro autobiográfico de uno de los productores musicales más importantes del mundo en los últimos 50 años, y es argentino. Se me quedó mirando fijo el hombre. Acá está, se llama Daniel Grinbank y el año pasado festejó medio siglo en el negocio de la música y publicó su libro de memorias. Empezó a los 20 años siendo manager de Sui Géneris, después siguió con Charly un tiempo más hasta bien entrado los ´80. Mientras tanto fundó la radio Rock & Pop, junto a la revista del mismo nombre. Fue el responsable de traer a los Rolling Stones por primera vez a la Argentina y después lo hizo por tres veces más entre innumerables otros artistas de renombre como U2, Madonna y Paul McCartney. También es productor de teatro y participó en el negocio del fútbol, más precisamente en el Club Atlético Independiente. Te lo recomiendo mucho. El hombre se me quedó mirando y me dice: impresionante historia, no sabía que había hecho tanto este tipo. Me da intriga ahora el libro. Está bien, me lo llevo. Vine para un libro para ella, señalándome a su hija, y me termino llevando uno para mí. Gracias por todo.

En otra tarde casi noche, me encuentro con alguien en la mesa de al lado viendo libros del escritor Abelardo Castillo. Me acerco y le pregunto al muchacho treintañero si busca algo en especial. Y me dice: en realidad estoy buscando algo de él que no tenga, pero me doy cuenta que hay varios títulos y no me decido por ninguno. Le digo que de él le recomiendo todo. Sus novelas, pero sobre todo sus cuentos y también sus diarios. Me cuenta que lo conoció por un amigo, después hicieron un taller sobre su obra y quedaron enloquecidos. El muchacho en cuestión está con su novia, tan entusiasmada como él. Vienen de Rosario y se quedan hasta mañana y no se querían perder la Feria. Nos quedamos hablando un rato largo sobre su obra, se terminan llevando dos libros y por supuesto, les recomiendo una vez más sus diarios, dos tremendos tomos que bien valen la pena leer. En ellos, el escritor nacido en San Pedro cuenta todas las dificultades que tiene escribir, con sus vaivenes a cuestas, casi lo mismo como la vida. Se van contentos y con ganas de seguir recorriendo este lugar único en Latinoamérica por su extensión y cantidad de días abierto al público.

Mientras tanto, la feria, esa mole de gente que va y viene entre pabellones buscándose, me pasa por el costado una vez más. Algunas veces me expulsa y otras me veces me integra, es una fuente de energía muy poderosa que no puedo manejar. Por arriba mío, las luces LED y el aire acondicionado me apuntan con firmeza. Aquí refresca y muchos de mis compañeros y compañeras optan por un buzo arriba de la chomba de la editorial que llevamos todos puesta. Pero eso no importa, mi compañero Nicolás, además de trabajar en una librería de Villa Urquiza, es el que más experiencia tiene en ferias. Es la quinta o sexta de él, no recuerdo bien, y sabe todo lo relacionado a editoriales y títulos que se pueden conseguir y los que no. Casi siempre recurrimos a él, y mi compañero siempre nos contesta con infinita paciencia y especial dedicación. También está mi compañera María, en la mesa de novedades. Ella también tiene experiencia en ferias y la tengo más cerca ante cualquier consulta. Le pregunto por un autor o autora, un título o le muestro una foto desde el celular y siempre ella me guía con rapidez. Mi compañera Dina es la que está en la mesa de novelas pero su inagotable energía la hace estar en todos lados al mismo tiempo y contesta todo tipo de consultas con un entusiasmo que contagia. Pero también está Brandon, Mauro, Bruno, Nahuel, Fabiana, Brisa y todos los demás. Trabajamos mucho y nos divertimos cada vez que ingresa mercadería y hay que separar los libros y contarlos.

Como cada día, esperar hasta el cierre a las diez de la noche se hace eterno, pero una vez que el reloj llega a esa hora los empleados de la feria entera aplaudimos y enseguida colocamos una lona que se extiende por todo el perímetro  del stand. Nos despedimos rápido, agarramos nuestros bolsos y abrigos y nos vamos. Los cajeros y cajeras hacen el arqueo final, las luces se apagan y otra jornada termina. Pero como dice Fabiana Cantilo, nada es para siempre y el día final se acerca. Según indica el calendario, fueron 21 días exactos, pero en nuestra mente y sobre todo en nuestro cuerpo fueron muchos más. Creo que nadie advertía esto, pero de repente, la realidad nos sorprendió a todos mientras una delgada red nos protegía a cada uno de manera distinta. Sabíamos que terminaba, pero al mismo tiempo nadie sabía qué nos iba a pasar con eso, cómo atravesarlo, cómo íbamos a canalizar nuestras emociones. Lo cierto es que el último día fue muy intenso, con abrazos sentidos e increíblemente largos y lágrimas incluidas. Un presente que hoy ya es pasado. Apenas un fragmento de nuestras vidas. Creo que ahora cada uno intentará volver a ser lo que era antes de esta experiencia. Será una bella utopía, como todo el mundo sabe.

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