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09-05-2023 Notas

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Por Julieta Botto

I

“Apocalipsis de mirada” se podría llamar esta era, que llevaría su correspondiente nota aclaratoria en la que se explicaría que somos hijas, hijes o hijos –según corresponda– del consumo, del mercado y sus leyes. No es una novedad, ya se anticiparon Adorno, Horkheimer, la Escuela de Frankfurt completa y otro caudal de autores que muchos podríamos citar de memoria. Lo que tal vez sería nuevo, más allá de sus análisis y postulados que, en su momento, eran el Apocalipsis en términos sociológicos, antropológicos, culturales y económicos, es al punto que hemos llegado. Se harían un festín orgiástico al comprobar que cualquier escenario posible imaginado por ellos ni remotamente podría acercarse a lo que sucede hoy en día.

Cuando George Orwell imaginó en 1949 una de sus obras cumbres, 1984, o tenía una bola de cristal o su conocimiento de la naturaleza humana le permitía escribir o describir algo que setenta y cuatro años después se transformaría en moneda corriente. Definitivamente se cumple la archiconocida frase de que “La realidad supera a la ficción”.

Desde la irrupción de las redes sociales —seguramente desde muchos años antes, con la creación (m-i-l-i-t-a-r) de las www— se terminó la paz. Dejamos de ser libres, aun teniendo perfiles privados. Invitamos a cualquiera a comer con nosotres, a irse de vacaciones, a leer nuestros libros, y al largo etcétera de hábitos nuestros de cada día. Todo esto sin contar que habilitamos al algoritmo —que se esconde detrás de otras teorías, conspirativas o no— para que capture y procese cada uno de ellos.

Sin embargo, tal vez no sea esto lo más triste (si algo de esto lo es), sino haber perdido la capacidad de sorpresa y la empatía.

Nos volvimos ásperos, somos papel secante corriendo apurados y sedientos de más y más. Fagocitamos, ya no solo no nos alimenta lo que consumimos, sino que tragamos sin respirar.

II

Las redes sociales son las vidrieras del siglo XXI. Tal vez esto no sería grave si, como sucedía en el XX, husmeáramos y siguiéramos de largo. Ya no pasa. Y lo más, pero más, más lamentable es que esta coyuntura se está llevando puesto al arte.

Le estamos pidiendo, perdón, exigiendo —con prepotencia cada vez más violenta— que cumpla con nuestros caprichosos deseos y exigencias. Lo estamos juzgando en retroactivo por miles de años de discurso patriarcal, racista, etc., etc. [check en el casillero de la cancelación]. Nos hemos metido tanto en la vida ajena —pero guay si se meten en la nuestra: carta documento, perimetral, denuncia en delitos informáticos, etc., etc.—, que opinamos con una soltura impune sobre las biografías, los cuerpos, y ahora, además, nos ofendemos si del otro lado se hace uso del derecho a réplica.

III

Siempre existieron los documentales, las (auto)biografías, los ensayos, los diarios, el género epistolar, pero desde hace un tiempo, avanzaron varios casilleros en el universo (aka: mercado) cultural, al punto de haberse creado editoriales que publican en exclusiva no ficción. Lo aplaudo y avalo, porque en esa hibridación se producen nuevas lecturas, nuevas miradas, pero, es innegable que pareciera existir un interés por conocer la vida del otro (autor).

Otro fenómeno que desembarcó de la mano de las plataformas de streaming y que pareciera operar bajo las mismas reglas, solo diferenciado por ser una representación con actores y materializado por medio del lenguaje audiovisual, es la biopic.

En ambos casos existe un tamiz que el público/audiencia parece olvidar: las licencias estéticas que los autores/creadores se toman en las trasposiciones, y es ahí, en ese acto, cuando se evidencian las consecuencias que ha acarreado la hiperconexión.

Se ha perdido la magia, la capacidad de sorpresa, nos hemos metido tanto en una casa que no es nuestra que nos hemos tomado la atribución de cuestionar los relatos ajenos exigiendo una idea de lo real que no nos pertenece.

Y sin quererlo, además, hemos matado a la ficción.  

 

* Detalle de «El joven mártir» (1855) de Paul Delaroche

 

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