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11-05-2023 Notas

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Por Diana Rogovsky

Cuando vimos en el cine Break point, dirigida por Kathryn Bigelow, allá por los 90, si no te querías enamorar de Patrick Swayze tenías una solución: enamorarte de Keanu Reeves. Eran un poco como Tom Sawyer y Huckleberry Finn, los personajes de Mark Twain.

Ahora que lo pienso, quizás el ojo (y la mente) de Kathryn hizo que esos jóvenes actores se vieran tan atractivos. Patrick había hecho Dirty dancing y Ghost, por lo que seguía siendo difícil no enamorarse de ese bailarín devenido actor. Y Keanu, bueno, hizo con River Phoenix Mi Idaho privado (que acá fue Mi mundo privado). River murió de sobredosis no mucho después. Pero Keanu hizo Drácula, Matrix y John Wick, entre sus decenas de films. Hace décadas que sigue ahí y si lo ven en John Wick, como su personaje, parece que se retira pero no.

Al igual que Daryl Hannah, que actúa en Sense 8, la serie de las hermanas Wachowsky -las autoras de Matrix– parece que tiene Asperger. Sobran las anécdotas de su vida, su modo de trabajo y su relación con los fans (todo según Google, claro). Sigue creciendo su perfil de estrella alternativa, es un actor con cara de piedra, puede hacer incluso películas muy flojas pero siempre pone el cuerpo.

En los 90, el cine argentino estaba quizás en manos de aquellos que podían realizarlo, pertenecientes a las clases medias y altas que estaban más bien en contacto con el mundo de la publicidad y la televisión del momento o hijos de familias que podían pagar escuelas de cine, acceder a financiamiento de Europa. En fin, pareciera a veces que todo se remite a la batalla de Pavón, a fin de cuentas -si sigo por acá me desvío irremediablemente como una película de David Lynch-. Vuelvo: el cine de los 60 y 70 latinoamericano había sido literalmente arrasado, censurado y perseguido y la vuelta a la democracia trajo historias desde la verdad institucional que había que contar y mostrar; pero el cine, tanto el masivo y popular como el del peronismo (desde Manuel Romero hasta Leonardo Favio) o el Tercer Cine (un cine colectivo que perseguía la descolonización y la desacralización de directores y estrellas) estaba silenciado. Quizás por eso para las juventudes urbanas, el cine indie de Hollywood podía encarnar un discurso de emancipación, en un sentido de las libertades individuales y opcionales, “por fuera del sistema”. Un camino espiritual, incluso. 

Ese sería el cine en el que navega Keanu. Entre un samurai y un cowboy, con algo de esa masculinidad clásica y silenciosa que Keanu elige -o lo eligen para- interpretar. Y los públicos eligen, -o son elegidos- para mirar una y otra vez.

Al modo de una espectadora de hoy, vi las 4 de John Wick una tras otra.

Ni voy a hablar del tratamiento del color y la luz, enfoque y desenfoque, de las actuaciones y el casting, del modo en el que en 3 minutos hacen elipsis y te meten de lleno en la acción. Está claro que es un cine hecho por expertos con mucha inteligencia, pericia y humor y por supuesto eso es muy placentero. Es de esas películas de lucha coreográfica todo el tiempo, disparos por todas partes, autos y explosiones. De algún modo es como si Keanu estuviera siempre en la misma película: John Wick tiene todos los componentes entre la intriga internacional, el debate ético del asesino a sueldo, el estoicismo del cowboy y el héroe trágico y callado que quiere cambiar de vida (lo ha logrado antes gracias a haber amado a una mujer y luego intentando volver a amar, empezando por un perro). El problema es que a John le cuesta, como diríamos hoy, “soltar”.

No hace falta aclarar que trata del descenso a los infiernos, como el de Dante y Virgilio en La Divina Comedia pues la saga misma se encarga de citar esta obra fundacional de nuestra cultura, por si no lo hubiéramos notado con las alusiones previas. Dante Alighieri asigna nueve círculos al infierno, en estas películas a veces parecen muchos más o, como si se tratara de cajas chinas, siempre puede haber otra más.

Rozando la alegoría, John peregrina al desierto, es invencible, parece inmortal, reclama. Los gremios, las cofradías, las lealtades y los jefes, consejos de sabios y ancianos de los clanes y tribus digitan los modos de la acción por todo el planeta y se encuentran comunicados. Lo sellan, lo marcan, lo excomulgan y lo reconocen, sucesivamente, a John. Es como si fuera nadie y como si fuera cualquiera, el diablo y La Muerte. Su padre simbólico le dice una y otra vez que sin ley, somos animales (como los perros que acompañan a John, que son bastante menos crueles que los humanos que vemos, pero dudamos de si están alcanzados por las normas que regulan sus deudas y deberes). Una desde acá podría decir bueno, pero esa ley ¿es la de una zona de paz, de conversación y respeto o se trata de la Ley del Talión, la ley de la venganza, justamente que es la que todos cumplen en la película y por eso no se puede salir de la violencia permanente, no se puede interrumpir esa cadena de lucha competitiva y feroz por la supervivencia? Incluso el duelo honorable no logra del todo traer la paz, porque siempre hay quien traiciona, interpreta y se sustrae a lo prescripto.

¿Por qué queremos a John Wick, entonces?

Si bien la crueldad y el sadismo habitan sus actos, intenta una y otra vez preguntarse algo entre piña, patada, explosion y caída. La experiencia de estos films se vuelve como estar en un videojuego y un “viaje” alucinógeno. Inmersiva, decimos actualmente. Por cierto, la catarsis de piñas, explosiones y coreografías de lucha y persecución es efectiva, produce acumulación y ”descarga”, pero hay algo más. Entre etimologías y explicaciones, dogmas y bajadas de línea, hay esa vieja pregunta acerca del infierno y la paz.Y de qué podemos elegir, eso quiere saber este protagonista, JW.

Nos decimos, con Italo Calvino, por último (lo que John ha encontrado eventualmente gracias al amor de y por una mujer, su perro, sus amigas -porque toda la película John habla con amigos pero también con amigas o madres sustitutas que conversan con él y le espetan iluminaciones con extrema honestidad): “el infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquél que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.”

 

 

 

 

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