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Por Luciano Sáliche
Un libro cerrado no dice nada. Adelante: un título, un nombre, una imagen alusiva: nada. Atrás: la contratapa, un pequeño resumen, adulaciones con firma, con suerte un pequeño fragmento: nada. Un libro cerrado no dice nada. ¿A quién le sirve que los textos no se revelen, no circulen, no se discutan, no entren en conflicto con lo que hay afuera, su referencia, la realidad? ¿A quién le conviene que se hable mucho o poco, pero bien, siempre bien, apenas, la superficie, lo que se ve de afuera: tapa, contratapa, título, nombre, quizás una emoción, una percepción, pulgar arriba, pulgar abajo, like, fav: la superficie? ¿Acaso al mercado editorial, a los autores, a los editores, a los libreros, a quién, insisto, a quién le sirve que los libros permanezcan cerrados? Todos, me incluyo, todos, los incluyo, todos nos fascinamos con aquella carta de Kafka a Oskar Pollak de 1907: «un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros». Pero, ¿cuánto puede rompernos adentro, bien adentro, atormentarnos, dañarnos, exorcizarnos, bendecirnos un título, un nombre, una contratapa? Hay algo en el libro cerrado que funciona —esa es la palabra: funciona—, apoyándose en la sacralidad de la literatura, como la reducción de su contenido, sus ideas, sus historias, sus conocimientos, lo que sea, a una imagen, a un signo, a una simplificación, a un producto cultural. Que lo es, lo es. Que es lógico que así sea, también. Que todos celebremos que los libros ocupen, no sólo un lugar en las góndolas del consumo, sino el mismo lugar que cualquier producto, bueno, ahí aparece la duda. Que aparece, aparece. Que es lógico que así sea, también. ¿Quién, vos, yo, ustedes, ellos, quién, entonces, quién puede incomodarse con esa duda si esa duda es propia de los libros, es propia de la literatura, es propia de horas y horas de atormentada lectura, de preguntarse por qué y para qué leemos? Quizás los incómodos con aquella nueva y a la vez milenaria duda sean los que prefieren, por imparcialidad, por sumisión o por cobardía, que los libros permanezcan cerrados. Hablar de libros es una cosa; hablar de literatura, otra. Ahora, acá, allá, en el chat, en las redes, en la cola del mercado, habla cualquiera. Todos hablamos en un eterno y lacrimoso soliloquio, a veces con otros, en general con nosotros mismos. Hablar es una cosa; decir, otra. Leer un título, un nombre, una contratapa es una tarea sencilla, incluso puede ser un trabajo, ¿por qué no? Un trabajo noble: promover la lectura. Leer un libro y recomendarlo, también. Incluso sin leerlo, sin dedicarle tiempo, sin naufragar en sus páginas, sin perderse en la belleza o en la horripilancia, en la potencia o en la falta de gracia, incluso sin todo eso, y hablar del libro —leer un título, un nombre, una contratapa—, recomendarlo, con mayor o menor énfasis, con impostado o genuino entusiasmo, puede ser un trabajo. No importa lo que ocurra después o cómo ocurra. No importa. Ya es un producto más en las góndolas del consumo. Está ahí al alcance de todos. Por suerte: para todos. Pero si el libro permanece cerrado nunca podrá ser, aunque lo deseemos con nuestra más íntima convicción, aunque lo abracemos con nuestras más nobles intenciones, el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros.
* Portada: Detalle de «Alegoría de la vanidad» (1632-1636), de Antonio de Pereda
Etiquetas: Antonio de Pereda, Franz Kafka, Libros, Literatura