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Por Bernabé De Vinsenci
—¿La vas a ir a ver? —dice Gaita.
—No tengo plata para viajar. Además me pierdo.
—¿Cómo te vas a perder? Podés preguntar.
—Si vos sabés. Veo poco. No sé las calles.
Gaita mira impaciente el reloj. Once menos cuarto. Las agujas parecen muertas. Tal vez fue Artemio. Prefiere callarse. El camión del vecino, un Scania, estaciona frente a la vereda. Artemio afirma un codo sobre la mesa, después el otro, y se levanta. Corre la cortina. Apenas se deja ver. Espía.
—Otra vez —dice, para que Gaita escuche—, ¿hasta cuándo estos hijos de puta?
Una vez lo denunció.
—Yo no uso teléfono —le mintió Artemio al vecino—, no sé manejar la tecnología.
Detrás de la cabeza de Gaita hay un almanaque con pinturas de Molina Campos. En la botella de vino queda menos de la mitad. Artemio se lleva otro vaso a la boca. Mastica el hielo hasta que se le deshace en la lengua. Lo mira a Gaita. Baja los ojos. Artemio en tres meses cumplirá setenta. Gaita tiene casi cincuenta menos. No tengo plata, piensa Gaita, y se suena los huesos de los dedos, nunca tenés plata, basura. Se acuerda de cómo alisaba los billetes, uno a uno y, sin mirarlo, le decía:
—No te enviciés que no es para golosinas. Es para pucherear.
Con el alcohol en la sangre Artemio mueve la boca. Gaita se mira las manos detenidamente y ve cicatrices. Muchas se las hizo de chico, jugando. A los siete años rompió un pocillo de porcelana mientras lo limpiaba con una rejilla. No le dijo a Artemio. Tenía miedo de que lo retara, primero con el rebenque y después con las salidas. Gaita veía la piel abierta. La sangre saliendo a chorritos. Otra vez se cortó con una cuchilla, de las que Artemio coleccionaba. Tiene las manos con cicatrices, una distinta a las otras, como un carnicero que corta carne con los ojos vendados. Cree que con el tiempo se confundirán con las arrugas. Cree que un viejo es una cicatriz con brazos y piernas, como Artemio.
Artemio baja la mirada, vacía el vaso. Se sirve otro poco. Levanta el vaso y dice:
—Vos mataste a mi hermano, ahora matás mis penas —y lo toma en un solo trago.
En la mesa hay platos con sobras de pollo. Una fuente con ensalada de radicheta, cebolla y tomate. ¿Me lo va a decir? Es un hijo de puta, piensa Gaita, y se alisa el pelo. Artemio siempre pensó en él. Gaita se crió en la sombra de la mezquindad, aunque él no es mezquino. Engañó a la madre de Gaita, después de años de juntados, y se fue con otra. De viejo, se acostumbró a pagarles a las “tilingas”. Gaita no descarta hermanos, abusos o abortos. Cuando era más chico, le decía:
—Pueden ser tus hijas.
—Pero no son hijas mías. Vos, la boca cerrada.
—Pueden ser tu nietas, papi —decía Gaita—. Tienen mi edad.
—Algún día van a crecer. No te metás en los asuntos de los grandes. ¿O querés un sopapo? Primero aprendé a lavarte el culo.
Artemio mira afuera. Vuelve a espiar. La cortina quedó descorrida.
—Los voy a volver a denunciar —dice—, malparidos. ¿Cómo se les ocurre?
—Está en la calle, papá —dice Gaita—. La calle no es tuya.
—Que lo pongan en la calle de ellos, entonces. ¿O vas a defender a esas porquerías?
—Te vas a morir renegando —le sale con desánimo—. Renegando y solo —quisiera decirle “como un perro”; lo ve viejo, le da lástima, y se calla.
—Renegar no, tengo razón. ¿O no pueden ponerlo en la vereda de ellos?
—¿Y cuál es el problema?
—¿Cómo? ¿No ves que no se puede ver la calle?
—Vos querés ver otra cosa… —dice Gaita—. ¿O no?
A Gaita no le importa el camión. No tiene vecinos con autos ni motos. ¿Para qué habré venido?, se remuerde, y mira a Artemio y Artemio, con la cara cansada, le devuelve la mirada. Apenas la puede sostener. Ve que abre la boca, suspira y Gaita sospecha que dirá algo. Sin embargo bosteza. Gaita quiere sonarse los huesos de la mano. Esta vez no puede. Le aburre la sobremesa. ¿Me lo va a decir?, piensa. Mira a Artemio y ve que mueve la boca.
—¿Qué? —dice Gaita. Espera escucharlo. Que le diga que le van a dar el alta. O al menos que pueda visitarla.
—Nada —responde Artemio, después de unos segundos—, madrugué. Como siempre, hijo. Me desperté dos horas antes de que suene el despertador. Puse la radio…
—¿Estás seguro? —lo interrumpe Gaita.
—¿De qué? —dice Artemio—. ¿Cómo no voy a estar seguro? —se desentiende.
—No sé… —a Gaita se le infla el pecho—, pregunto.
—Vos siempre estás preguntando.
—Sí, nací curioso.
¿Por qué?, piensa Gaita. Vuelve a mirar la hora. Son las once en punto. Parece que el reloj permaneció embalsamado. Fueron cinco minutos en que las agujas apenas caminaron. Artemio agarra del plato una sobra de pollo. Se la lleva a la boca y la chupa. Gaita lo ve, baja los ojos, y el estómago se le revuelve. El pollo frío larga una gelatina idéntica al queso de chancho y Artemio la chupa. No le hace asco a nada, piensa Gaita. Los dedos le quedan pegoteados. Artemio se levanta, arrastra los pies. Se echa detergente y se lava. No me lo va a decir, piensa, y ve que cierra la canilla con fuerza, para que no gotee.
Quiere irse. Desaparecer.
Se para.
—Me voy —dice Gaita, y mete las manos en la campera—, después hace frío y empieza a helar.
—¿A dónde? —responde Artemio. No esperaba que Gaita dijera me voy—. ¿A dónde vas a ir a esta hora? —insiste—. Quedate, hijo. Tenés la cama en la otra pieza.
—No soy un chico.
—Nadie dice que sos un chico. ¿Qué tiene que ver? Te podés quedar igual.
Artemio eructa. Gaita siente olor a vino y a pollo, aunque lo separe un metro. Espera. Quizás se lo diga. Tiene el cuerpo adormecido. Las piernas flojas, un poco acalambradas, y los párpados caídos. Por el alcohol, por la hora o por el frío.
—Me voy —repite, más firme que antes—. Otro día me pego una vuelta. No me siento bien. ¿Sabés cuándo le dan el alta? ¿O no?
—No, hijo —dice—, yo no manejo la tecnología.
—Podés preguntar, ¿no?
—¿A quién?
—No sé, vos tuviste la idea. Siempre dijiste que era una loca.
—¿Te parece que no? Re chiflada.
—Es mi mamá. Loca o cuerda, es mi mamá.
—Y yo tu padre. ¿O qué, yo no te crié? ¿No te di de comer? La querés más a…
Gaita lo mira. Artemio sigue:
—¿Mañana venís? Decime, así compro pata y muslo.
—No sé, tal vez —dice Gaita. Sabe que no—. No chupés más vino. No te hace bien.
Artemio suspira.
—Quedate, Gaita —dice—. Hace frío. Dejate de joder.
La puerta se cierra. Se le mojan los ojos. Los pasos de a poco se apagan. Artemio cae de la silla hecho una bolita. El golpe de la cabeza contra el piso lo despabila. No alcanza a amortiguar con las manos. La frente le da de lleno contra el hormigón.
—Tu mamá no está en ningún loquero, Gaita —dice, y contiene la voz para que no atraviese las paredes. Con la cabeza en el piso, ve debajo del aparador la pala de punta con tosca en el filo. Escucha el camión. Putearía pero tiene un nudo en la garganta. Los ojos se le cierran, pestañea. No sabe si el ruido del camión es un trueno o un golpe en la puerta.
—Tirenla abajo, hijos de putas —dice—. Acá estoy. Vengan, nomás, que miedo no les tengo.
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