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Por José Luis Juresa
Leer lo impensado
Para los analistas, a veces, no poder aferrarse a presupuestos dogmáticos, es causa de una angustia que perfila que el pensamiento clínico en psicoanálisis precisa de esa angustia y de su elaboración, precisamente, en análisis, del que luego se dará cuenta a través de un testimonio que, como lo dije antes, en el fondo es el testimonio de que hay un cuerpo que no puja ya por re-aparecer sintomáticamente. En el plano del dispositivo analítico, eso interfiere en el modo de sostenerlo (al análisis) con un cuerpo -si- pero no con su fantasma, es decir, con el modo particular del analista de gozar de él. El analista, en el dispositivo, solo goza de leer lo impensado. Esto significa que es un goce que irrumpe del mismo modo en que, precisamente, irrumpe lo impensado: en la contingencia del sueño, por ejemplo. Un análisis se parece al riesgo de irse a dormir, tomando el riesgo de que un sueño le “de a ver” algo. En este caso, lo “impensado” no significa que el inconsciente esté ausente de todo pensamiento, sino que el inconsciente no tiene la “voluntad” de racionalizar y perderse en un pensamiento vacío, vueltero, equivalente al ruido de una mosca dentro del cerebro. Y el analista, su función, es leer lo impensado, es decir, leer el sueño. Esto significa que la lectura que propone el análisis es el punto de partida de un pensamiento que ya no se puede desatar de su Real, de su imposible (de pensar). El análisis es como un “irse a dormir” para abordar el riesgo de soñar un sueño que lo cambie todo, no por el sueño, sino por lo que de este se pueda leer, y por eso el analista es parte de ese “viaje” a ningún lugar en el que, de golpe, irrumpe el sentido de la orientación del deseo. Si el analista solo quiere estar “despierto” para precipitarse a decir algo que lo ilumine todo, es como negar la noche en el que sueño acontece, pero los analistas angustiados operan como luces que pretenden que nadie se duerma, y los dormidos finalmente son ellos, pero no para soñar, sino para perseguirse. Hay una diferencia entre interrogarse y un interrogatorio.
La “famosa atención flotante” es sostenerse en la inminencia de un “nada previo” salvo la fe en el cálculo inexacto, en la imposibilidad irreductible de un “todo saber” que me permita anticipar la respuesta, y eso es el inconsciente en su modo “estructural”, es lo Real sobre el que flota la pequeña barca con la que navegar se hace posible en la medida en la que se sepa y se adquiera el saber de navegarlo. Es un mar particular para cada sujeto, que nos obliga a conocer sus corrientes y profundidades, sus tempestades y costas, y adquirir un saber que, aun así, no garantiza del todo no hundirse, aunque si la posibilidad de un viaje feliz. La atención es flotante, del mismo modo que la barca, y de ese mismo modo, esa atención se convertirá en el modo en que se mantendrá a flote la navegación entre ambos, el analista y el analizante, rumbo al testimonio del pase, de una orilla hasta “la otra orilla” al final de la vida, tal vez la misma orilla desde la que partió el viaje.
Solo es posible lograr, para el analista, ese estado de “atención flotante” en la medida en que logra reconocerse en la desapropiación fundamental del objeto con el que el psicoanálisis funda su ética: no hay objeto de este mundo que, de razón de ese viaje, salvo por lo que de estos sirven de pantalla de aquel otro inapropiable. El objeto de la atención flotante es tan “oceánico” que es como una molécula de agua en el océano, no se la logra identificar ni lo precisa, en medio de esa inmensidad, porque eso hace a la fluidez con la que el agua se hace océano. Floto en esa fluidez y no en la viscosidad de un objeto detenido en la identificación, aislado y circunscripto a la razón de mi experimento. Al contrario, el objeto del psicoanálisis se escurre como el agua entre los dedos, y es el sueño que desaparecerá para despertarme apenas estoy en la inminencia de hacerlo concreto, de tocarlo, de abrazarlo, de hacerlo “mío”.
El psicoanalista Hispano-argentino José Slimobich fue quien inauguró el uso del término “desapropiación” para ubicar la posición del analista respecto del objeto del que se trata en psicoanálisis. El pensamiento clínico que se deriva de esa relación va a estar atravesado por la idea de la desapropiación. Es decir, el analista no va “a la pesca” del inconsciente como si estuviera tirando carnada al río con un anzuelo preparado y el hilo de tanza listo para retraer con desesperación en caso de tironeo. Es en esas intenciones de “pescar” en donde se revela la posición del analista, preocupado por hacerse de algo que supone que “está ahí”, esperándolo a él, en ese océano de goce en el que flota su atención cual si debiera estar en guardia y dispuesto con la caña de pesca. En realidad, esa posición, que trata de extraer algo de lo que participa como “estando afuera”, presupone por “derecho propio” del analista una extracción, algo que le corresponde y por el que es invocado. Pero no, el analista no está “a la pesca”, sino que flota en el mismo barco dentro de ese océano de goce. Es un poco más riesgoso que la posición del “pescador”, firme en tierra fumando en pipa. El analista navega y no espera pescar nada, sino llegar a destino, encontrándose con las dificultades del viaje, pero desde un lugar que no “extrae” nada, sino que lee en ese océano de goce -de cuerpo- los obstáculos, las corrientes, las formas y los excesos, las tormentas y el oleaje, para poder usar todo eso a favor del viaje y su continuación, hacer que ese viaje sea la satisfacción de algo dinámico e histórico -el océano tiene su historia- y que el viaje se haga. El analista lee viajando con el analizante en ese océano de goce del que él no puede saber, por ser, ese océano, su propio cuerpo. Vive el cuerpo como una ajenidad en la que el analista se atreve a echar un vistazo a la manera de un enigma del que solo participa tratando de no. El objeto del psicoanálisis y su pensamiento clínico asociado, tiene la dinámica de lo “acuoso” que a veces se pone “viscoso” y dificulta el viaje, y no se materializa en un “pescado”, tal como si se tratase de dominar la naturaleza y ponerla a su servicio. Se trata más bien de una acción planteada en términos “ecológicos”, es decir, reconociendo que él es parte del mismo y no al modo de un policía de investigaciones o un científico, preocupados ambos por las condiciones asépticas de su intervención, tratando de preservar “idealmente” las condiciones del “experimento”.
El pensamiento clínico en psicoanálisis no es sin “el otro”, no es un pensamiento solitario, individual, un acto de soberanía y de dominio de si, al modo de un conquistador del saber. Es efecto del encuentro con el vacío del objeto, en el que el objeto habita, con su parcialidad, o su descompletamiento; es un pensamiento que en estructura rechaza los discursos totalizantes o totalitarios, absolutistas, requiere de matices, navega las diferencias y las reconoce, no tiene aspiraciones de conquista ni busca convencer a nadie a quien no le interese lo que propone, tampoco espera devolución alguna en el sentido de un progreso “hacia” la definitiva revelación de la verdad de sus razones, es decir, no es un discurso mesiánico el pensamiento que le da marco. Es un pensamiento de lo débil, de lo frágil, de lo que vibra temblando en el cuerpo con la delicadeza de la vida y sus mecanismos cuasi milagrosos, implica el sostén del misterio y sus enigmas y sabe de algún modo que resolverlos no es terminar con ellos. Es un pensamiento que se escribe como se escriben líneas en el agua con algún tipo de material que sostiene su coherencia unos segundos y luego se disgrega para perderse de nuevo en el agua, integrando su información al océano. Se alcanza a leer como única oportunidad a sabiendas de que esa información será sometida implacablemente a las leyes de la termodinámica, específicamente la irreversibilidad. El tiempo será real en ese sentido, y la traza del tiempo será lo que en el agua se alcance a leer de todo ese océano sobre el que navega la vida: el cuerpo. El pensamiento clínico en psicoanálisis, como lo dijimos en otros artículos, reconoce que el cuerpo no se limita al “propio” en el sentido de lo que yo “tengo”, un cuerpo, sino que habita en este un “órgano” deslocalizado, la libido, que se expande y contrae, y que va más allá del cuerpo propio, enlazándose a otros cuerpos, más allá del tiempo y del espacio presentes incluso. El sueño es una muestra de ello. La corporeidad que ubica el pensamiento clínico es transgeneracional, transindividual. Difícil ejercer dominio absoluto sobre un cuerpo que se escabulle permanentemente de la conciencia y del control. El sujeto obsesivo toma el relevo de ese ejercicio imposible interponiendo su vida -dedicándola por completo a eso, sin registrarlo, creyendo otra cosa- entre lo que entra y lo que sale, una suerte de aduana a la que nada se le escapa ni nadie puede corromper. Finalmente, eso es lo que logra fallidamente (y por eso llega al análisis): que no pase nada (en su vida), quedando estático en una suerte de fijación libidinal temerosa de todo movimiento que supere los límites del “yo” como objeto. Ese es el truco: confundir el objeto con los límites de su propia piel, y ejercer un pensamiento-control que funciona más como un ruido en la cabeza que como un ejercicio reflexivo que implique algún tipo de desprendimiento, o más llanamente dicho: un cambio de vida. El obsesivo pierde el tiempo esperando que el pez “pique” y se convierta en pescado, sin saber que él ya tiene el anzuelo incrustado en la garganta desde el principio. Esa es su espera, desde la seguridad de un “afuera” pretencioso, y que tiene por única función “velar” el desgarro de su garganta y su condición de “pescado”. Los desengañados se engañan.
El pensamiento clínico en psicoanálisis “descubre” que “eso piensa” sin la necesidad de intermediación alguna por lo que podríamos llamar “la voluntad de pensar”. ¿Y qué es “eso”? Es ese “Ello” que no se objetiva en nada de este mundo, en el sentido de un objeto que lo represente de forma absoluta, plena. Ese objeto es esencialmente “vacío” (aunque en realidad está hecho de información, es decir, materia dispersa, en agitación, información desintegrada de aquello que fue y que será de otra forma, por eso la metáfora de lo “acuoso” puede servir para visualizar el objeto del pensamiento clínico en psicoanálisis) y representa un límite a la extensión de la corporeidad individual: es un cuerpo que se agita dentro de un entramado colectivo que supera los tiempos y los espacios del campo de Newton, es decir, del observable que el individuo puede conectar de forma causal y secuencial, son los tiempos “humanos” del individuo, los tiempos y los espacios en donde el percibe y registra que “vive”.
Pero después aparece lo imperceptible, lo no registrado, lo inabarcable, lo inasimilado, la materia oscura de mi comportamiento, de mis conductas, de mis tropiezos repetidos, lo que no me puedo explicar de ningún modo bajo las anteojeras de mis supuestas intenciones. Soy como un planeta que se desvía de donde supuestamente tengo que andar porque sufro la influencia de un cuerpo aún no detectado y que me desvía por su influencia gravitacional, la de una materia oscura que justifica la luz con la que creo andar por la vida. Esa “masa” de materia “no detectada” es a la que el psicoanálisis se dedica, echando luz sobre la oscuridad sin la pretensión de hacer que la luz lo domine todo, porque la infancia -esa “materia” esencial del psicoanálisis- es eso que insiste en descompletarse de un saber absoluto. La infancia -es lo que Freud descubre- lejos de la inocencia de una luz que será finalmente “oscurecida” en su ocaso por la luz del amanecer adulto, la infancia es oscuridad. Es la incandescencia que se hunde en las entrañas de la tierra y la mantiene viva, “caliente”. Vivimos inadvertidos de ese magma, del mismo modo en que andamos inadvertidos del corazón aún a sabiendas de que “está ahí”, andando, sin pensar en él y sin la necesidad de sacarlo afuera y verlo para que funcione todo lo concerniente a la vida.
Lo que pretende sacarlo todo a la luz es el pensamiento científico, en su habitual afán de saberlo todo, de verlo todo, de entenderlo todo. Pero lo que no entiende el científico clásico es que ese “todo” debe dejarlo a él afuera del dispositivo con el que pretende saberlo todo, entenderlo todo, verlo todo. Él es la “materia oscura” del experimento. Lo que quiero decir es que no puede haber ciencia Real sin la materia oscura del experimento, eso que precisamente, convertiría el experimento científico en una experiencia científica también, es decir, en la construcción de un saber no alienado, un saber de vida o un saber (vivir).
La ciencia produce conocimiento que funciona dentro de esa alienación, la de un saber que funciona “solo”, sin el sujeto y sin el cuerpo, al que se le imponen resultados que le achacan a la naturaleza con las leyes de un deseo que siempre parece retornar “desde afuera” como “leyes de la naturaleza”, cuando en verdad, se trata de la realidad del experimento, es decir, de la realidad humana. ¿Es que habría otra forma de denominar la “realidad”, un concepto de entera concepción humana?
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