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Por José Luis Juresa
Fijación y fantasmas
El concepto de “fijación” hay que leerlo como un punto fundamental para conceptualizar al psicoanálisis como una ciencia. Es el punto singular de una manera general de constitución del sujeto, si tomamos al sujeto como un acontecimiento, y no como un elemento-cosa, como una duración o una permanencia. El sujeto es el acontecimiento del psicoanálisis, que va unido a la lectura específica que el dispositivo clínico posibilita y el analista ejerce, cuando lo es. El analista también es un acontecimiento, una fugacidad, algo respecto de lo cual el analista, su figura, su “persona” o su “ser” es sujeto. Aquí se alteran algunas concepciones que ven al analista como una figura estable, como una cosa, tal como podrían ser los trajes repetidos con los que se presentaba “neutral” en los tiempos del post-freudismo, su barba o la pipa con la que se une en continuidad a la figura de Freud. El pensamiento clínico en psicoanálisis no se ata ninguna continuidad, ni a una figura, ni puede servir a esos fines. No se trata del ser del analista ni de ningún ser, en verdad. La fijación es un modo de reconocer que no se puede vivir en un cuerpo en el que acontece la vida sin que exista ese cuerpo con una durabilidad razonable, por decirlo de alguna manera.
Ese es el concepto de fijación: la vida tiene una “duración”, lo cual no significa que eso sea la vida. La vida es el acontecimiento, que se soporta en esa fijación, del mismo modo en que un juego tiene lugar dentro del marco de sus reglas. Hay acontecimiento porque hay soporte con el que el acontecimiento es posible, y ese es el cuerpo soportado en sus “fijaciones”. Habría que definir más claramente qué es una “fijación” dentro del psicoanálisis. Para eso podemos empezar por lo que Freud denominó al comienzo de su trabajo: “vivencia de satisfacción”. ¿De qué se trata? Para Freud, de la intención de retorno al lugar satisfactorio del que ha quedado una memoria, una marca. Pero la marca no es la vivencia, sino la huella de la misma, que como tal, está muerta, es pura información que “revive” con la investidura nueva que busca repetir el acto, no la vivencia anterior. Efectivamente, cada nueva vivencia es distinta, y esa diferencia establece una discontinuidad insalvable que es la base de la memoria, y de todo el aparato de memoria. Esa discontinuidad es la base de los acontecimientos que marcan la diferencia entre una y otra, y el fracaso para enlazar esa continuidad en una afirmación del ser, y no del “evento”, o del acontecimiento que registra la diferencia entre una y otra vez, repitiendo el fracaso de esa continuidad buscada entre la primera vivencia y las que siguen, respecto de las cuales, esa primera, pasará a ser mítica, tendrá el estatuto de “perdida”, será el cero con el que empieza a ser posible la cuenta, o la historia, que es lo mismo.
Contar, historiar. El acontecimiento repite, entonces, el fracaso de la continuidad y el éxito de la diferencia que ya no decepciona, porque el sujeto marca la imposibilidad estructural del ser, ser aquello que, míticamente, fue la gran vivencia, el paraíso personal de cada individuo desterrado al que solo ahora le quedaría recoger migajas, (fundamento de la decepción, y de la hostilidad concomitante) parcialidades, constructos, invenciones, en definitiva, la vida. Pero esta lógica de lo discontinuo, presente en la estructuración del aparato de memoria relacional con el que van interactuando los acontecimientos en lo que se suele denominar “vida”, tiene una correspondencia con lo que, en la física, por ejemplo, se ha dado en llamar “cuántica”. No hay una continuidad posible en el orden de la naturaleza, son todas discontinuidades, puntos, gránulos, cantidades que se relacionan entre si y en esa interrelación van “fijando” momentos, acontecimientos que se nos presentan con la apariencia de la realidad que vivimos, es decir, una vida, que puede ser tomada como un acontecimiento de larga duración (dependiendo del caso).
La física cuántica es la ciencia que” descubre” la esencia discontinua de la realidad y su relativismo, del que no estamos excluidos, ya que el científico es parte de la interacción y, por ende, parte del acontecimiento que ayuda a “fijar” en un punto un evento determinado, con el que va sucediendo, junto a otros eventos, la vida. El analista no es para nada alguien ajeno a la vida de un paciente -tomada esta como un evento, como un acontecimiento- sino que se hace parte de la misma, desde un lugar que ayuda a leer al nivel de esa discontinuidad, aliviando al ser de su intención de permanencia, de “cosa”, de objeto permanente, en definitiva, del ser. El ser es un sinónimo de permanencia, de durabilidad, no se asocia bien al carácter o al concepto del evento, del acontecimiento, de lo discontinuo y de la fugacidad y del cambio. Por decirlo más claro: vivimos en la intención de la continuidad, la ilusión de lo permanente, la linealidad del tiempo y lo ubicuo del espacio, pero la realidad nos devuelve una y otra vez a fenómenos de dislocación, de “desorden” y de relativismo que interrogan esa supuesta “verdad” que solemos adosarle a lo que percibimos. Nuestra vida se soporta en un cuerpo que se desplaza en una existencia limitada en el tiempo y en el espacio, a velocidades que jamás alteraran esas percepciones en las que confiamos, pero en el cerebro, que también está en el cuerpo, y es el núcleo de nuestra existencia consciente e inconsciente, suceden otras cosas, tal vez a otras velocidades y en una complejidad que se parece a la complejidad de un universo en miniatura. Miles de millones de neuronas en sinapsis impredecibles conectándose entre sí, y creando redes a velocidades que nosotros no podríamos alcanzar a concebir en nuestra vida diaria, y, sin embargo, está ahí, el cerebro, como parte de nuestro cuerpo, a pesar de que los fenómenos de la mente quisieron ser separados de los del cuerpo. Habitamos en registros distintos al mismo tiempo, esa es nuestra “condena” si se quiere, vivir en distintas dimensiones del espacio y del tiempo a la vez. En un registro tenemos la ilusión de la continuidad temporal, la duración, el pasado el presente y el futuro ordenados en secuencia irremediable, y el espacio ubicable en relación a los objetos que lo pueblan, esa es nuestra realidad cotidiana, la de nuestro sentido común.
Pero Freud aisló fenómenos que los alteraban por completo, y sin que eso pudiera decirse que por alterarlos se estuviera “loco”, es decir, fuera de la realidad. Ahora sabemos que esos fenómenos son parte de nuestra realidad, que no parece tan ordenada ni tan secuencial y ubicua espaciotemporalmente. Por eso los denominados “síntomas” alojan una formación de compromiso entre las necesidades de nuestro sentido común y la realidad de nuestra existencia llevada al microscopio, al detalle. El psicoanálisis es como una lupa acercándose a la realidad de nuestra vida material, a esas discontinuidades que no se notan a simple vista, pero que están en la causa de lo que nos hace sufrir, por ser negadas y no por causa. El análisis, de por sí, implica descomponer en partes hasta llegar a la partícula mínima con la que dejar al descubierto esas discontinuidades de las que depende el sujeto como acontecimiento del deseo.
La vida sin deseo es como una piedra que pesa lo mismo que el cuerpo y su materialidad, y hay que arrastrarlo, como si lo que se estuviera arrastrando es esa negación en la que se fundamenta el ser como absoluto. Necesita el ser negar las discontinuidades de lo que se representa para sí mismo. “Yo soy eso”, dice el ser, mientras se representa a sí mismo en el espejo, ubicable, reflejo, “armado” a voluntad. Pero sobreviene un síntoma porque el deseo se abre en el espejo como una grieta, un resquebrajamiento, una opacidad que nos da la vuelta, nos hace mirar del revés, primero para ver si hay una falla en el espejo, después para admitir que el espejo tiene profundidad, y por último para atravesarlo e ir más allá de lo que se ve, en definitiva, más allá de los sentidos. Y más allá de los sentidos solo nos encontramos con “lo muerto”. Sucede que para cada quien ese atravesamiento es distinto, y “lo muerto” es una información particular para cada quien, una información que habita en cada quien como una discontinuidad de lo vivo que causa a vivir.
El pensamiento clínico en psicoanálisis no tiende a rechazar lo muerto -como la medicina- sino que lo incorpora a la vida como a los fantasmas, esos reflejos de lo muerto que nos alcanzan en los sueños y en nuestros temores, porque allí hay una información acerca del deseo: lo olvidado, lo remoto, lo transgeneracional y transindividual, ecos de lo que fue que nos llegan a nosotros como fantasmas que nos hablan y que un racionalismo a ultranza solo nos obliga a descartar como si fueran signos de locura, siempre a punto de explotar. La locura, al revés, es la de una vida sin fantasmas, vaciada de toda mitología y de misterio, vaciada de enigmas y singularidades. La vida contemporánea, en la que Freud construyó su aparato de memoria y de lectura, recuperó a través del psicoanálisis, esa existencia que nos es del ser ni tampoco de la nada, sino una existencia entre la luz y la oscuridad de la creación, los cuerpos ultraprocesados por un racionalismo que expulsa la dramática de una vida que no se limita al aquí y ahora, al tiempo y el espacio de la vida presente, porque el presente no existe como tal, es solo una ilusión en la que creemos casi del mismo modo que podemos creer en el dios de una religión.
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