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27-06-2023 Sin categoría

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Por José Luis Juresa

El truco de la con-ciencia

El pensamiento clínico en psicoanálisis es “científico” en la medida en que la ciencia incorpora las múltiples realidades que nos llevan a dejar al tiempo y al espacio como simples ilusiones de una vida acotada al presente continuo de mi conciencia. Tener un inconsciente es llevar en si el registro claro y contundente de una realidad múltiple en la que tanto el tiempo y el espacio de mi presente continuo consciente literalmente no existen como tales, pues la conciencia es la más maravillosa ilusión, el truco del mejor mago jamás contratado en la historia de lo humano. El pensamiento clínico en psicoanálisis dice que podemos seguir disfrutando de esa magia incorporándole otros trucos, dejándonos llevar, sin miedo, por otras realidades en las que esa magia puede habitar sin ser destruida. La conciencia no tiene por qué ser un tirano asustadizo que rechace todo lo que ve como una alteración de esa continuidad en la que el truco -su truco- se desliza, sino que puede incorporar esas otras realidades sin rechazarlas. La conciencia puede complejizar su truco y advertir que es capaz de tener una conexión con el inconsciente mucho más “abierta”, sin estar en la desesperación de lo representable. La conciencia puede andar a tientas sin desesperarse por la luz. La luz es la desesperación del iluminismo, del “todo saber” de la primera ciencia y de la esperanza del progreso absoluto, en la que lo humano finalizaría del mismo modo en que finalizaría la historia, un lugar estable en el que ya no habría más que decir ni contar, estando todo resuelto. La conciencia absolutista es equivalente al iluminismo de la con-ciencia, una conciencia de la ciencia positivista, la del ideal del progreso incesante en el afán de iluminarlo todo, de barrer con los puntos ciegos que, paradójicamente, nos permiten ver, es decir, ser conscientes.

El objeto del psicoanálisis, el que le da el carácter a su pensamiento clínico, es el que se descompleta de ese progreso, de ese “todo saber” y “toda luz” de lo representable. El objeto del psicoanálisis, y del pensamiento clínico en psicoanálisis es un objeto abierto, vacío, lleno de incertidumbre, en el que se agita la materia de “lo muerto” que nos toca a cada uno, de lo muerto que parla en nosotros, la materia que vuelve y retorna para contarnos la historia de su marcha, de su deslizamiento entre los frágiles dedos de la intencionalidad humana. Es un objeto aparentemente vacío, pero es en realidad la discontinuidad con la que la vida da sus saltos y sus cambios acontecen. Si hay un tiempo que podemos contar y relatar, es gracias a ese objeto, que insiste en presentarse como la causa de lo inexplicable, o de lo incomprensible. Es el objeto sobre el que la ciencia vuelve una y otra vez, pero para asimilarlo, convertirlo a la luz de lo representable. El psicoanálisis lo aborda sin esperar otra cosa que tener una relación con él, una distancia apropiada, la referencia para establecer una “zona habitable” en cada quien, del mismo modo que un planeta respecto del sol. Eso lo hace, al psicoanálisis, una ciencia del vivir o del saber vivir. (No leer esto como una frase de autoayuda. No es una técnica “para todos” al modo de una receta que se pueda publicar en una revista del buen vivir).

La realidad en la que vivimos y creemos existir, en un tiempo y en un espacio determinados y ubicuos, orientados hacia atrás y hacia adelante y los costados, en tiempo y espacio como entidades ajenas a la realidad personal de cada uno, “objetivos”, precedentes y estáticos, en fin, absolutos, no existen, en la medida en que nos acercamos al detalle de su estructura. Eso es lo que Freud enunció con su teoría del inconsciente: allí, el tiempo “no existe”, o al menos no como nosotros creemos o lo sentimos fluir. El tiempo no es algo que “pasa” mientras nosotros somos ajenos a él, como un tren que pasa y se va si no lo tomamos. Y el espacio no es algo a lo que llegamos como si se tratase de una habitación por ocupar. Cuando Freud habla de los sueños como del medio de acceso más directo hacia el inconsciente, habla de los sueños también en este sentido. Es justamente eso, el tiempo y el espacio, los que se alteran en los sueños. Nos maravillamos con las apariciones de seres queridos ya desaparecidos de nuestra realidad cotidiana, o con combinaciones de espacios y tiempos diferentes, que no tienen nada que ver entre sí, en lo aparente.

Exactamente, lo “aparente” es algo así como una visión de la realidad que prescinde de los detalles, como si la realidad fuese un mago que nos presenta su mejor truco sin hacernos ver los detalles, ya que, si alcanzamos a verlos, esa realidad pierde gracia.

Pero resulta que hay momentos en los que el truco de la realidad falla, porque algo de los “detalles” se abalanza sobre el truco y la realidad ya no funciona. La realidad en su apariencia imaginaria. Eso es lo que nos sucede en los sueños, casi todas las noches. En muchos sucede que esos sueños no tienen la oportunidad ni siquiera de ser recordados, y así fluye la apariencia sin que los sueños la interrumpan. Pero cuando un sueño es importante, vívido y significativo, se mete en nuestra realidad sin que lo podamos obviar, y tratamos de asimilarlo, sin poder lograrlo más que tomándolo como un enigma, o como un absurdo descartado por la locura sin sentido que nos propone. Con las horas, esa intensidad se diluirá y seguiremos nuestra vida sin interrogaciones que la alteren. Sabemos, de alguna manera, que los sueños son “descartables” porque no son parte de la “realidad” a la que obedecemos y tomamos como referencia. La ciencia y el racionalismo nos ha enseñado a descartarlos como absurdos, y eso, como parte de una censura social, nos permite seguir sin mayores cuestionamientos. Volvemos a la realidad imaginaria sin que tengamos que tomar lo sucedido por otra cosa que no sea una breve interrupción, coincidente con el dormir. Es por eso que muchas veces algunos individuos se “niegan” (involuntariamente) a dormir, porque en los sueños se acercan a los hilos del “truco” de la realidad. Pero, en verdad, lo que no se quiere ver es que el truco no es lo que esta “mal” en este asunto, sino el hecho de que no es el propio el que nos captura. Fascinados en el truco de otro que nos asimila, se siente que algo de eso ya no va más. Cuando digo “truco”, obviamente no hablo de un intento de engañar, sino que hablo de la magia como efecto de un saber hacer. Decimos que alguien hace magia cuando sabe hacer algo cuya causa no está a la vista, parece como si coincidieran su presencia y su saber, cual si fueran lo mismo. Con esto estaríamos diciendo, como consecuencia, que la conciencia es efecto de una praxis, de un saber hacer que coincide con la misma. La ciencia es un modo de apropiarse de ese saber hacer cuyo producto es la conciencia, buscando “oficializarla” en un efecto “igual para todos”, en un conjunto de leyes universales.

El individuo quiere la magia, quiere sostener la ilusión. A nadie le gustaría reducir su existencia a la visión de un conjunto de átomos en agitación relativa, se prefiere la forma, el contorno, la aparente continuidad estable de la forma de lo vivo. Pero si alguien nos habla de los átomos y de la ciencia y sus descubrimientos, hasta nos puede llegar a maravillar que el origen de toda la materia, incluso nosotros, se entrame en el interior de las estrellas. Pensar en la evolución de la materia hasta llegar a la conciencia puede resultar poético, y ese relacionamiento, esa secuencia de vínculos como resultado de la ciencia nos puede resultar mágico. Siempre y cuando no nos muestre a nosotros la realidad “fina”, al detalle, de esas conclusiones, mirándonos para adentro. Seguimos soñándonos como el resultado del truco más maravilloso de la materia. Pero cuando nos adentramos en el dormir, el estado de la materia no es el de la conciencia, sino el del modo en que esa conciencia es “sometida” a la visión de los detalles -aunque también esos detalles sigan disfrazados de alguna manera-. Es interesante pensar que el soñante es la conciencia que se adentra en una visión más detallada de la constitución subjetiva, donde las cosas, los sucesos, el tiempo, el espacio, no siguen un orden secuencial y en donde el tiempo, por ejemplo, no cuenta. Al fin y al cabo, eso es lo que situó Freud para el inconsciente, la inexistencia del tiempo. Es decir, que el tiempo es una ilusión de la conciencia, y que el detalle más íntimo de la materia nos muestra que el tiempo no solo es relativo al observador y su posición -en este caso, la conciencia del soñante- sino que, yendo más al detalle de la composición de la materia, el tiempo literalmente no exista, no más que como una experiencia del individuo, pero no de la materia de la que estamos hechos. Digamos que el inconsciente es un paso más de acercamiento a la materia de la que estamos hechos.

Un paso mas no significa que el inconsciente sea una visión descarnada de los átomos que nos constituyen. Pero si podemos decir que esos átomos son los elementos más pequeños posibles con los que una subjetividad, la realidad de una conciencia específica, se ha constituido. Esos son nuestros “átomos”. Esos átomos, para Freud fueron la representación palabra, para Lacan el significante, la letra, y luego el punto y el corte, los elementos mínimos, sin sentido, con el que se manejan los “hilos” de la textura de la realidad, es decir, del espacio y el tiempo en el que creemos vivir según nuestra conciencia. Los sueños, después, nos devuelven otra cosa. Nos devuelven a un aspecto de esa realidad que no se condice con lo que creemos o queremos creer, el truco de la magia que ya no funciona y por lo cual concurrimos al consultorio de un analista. Está claro que nuestra vida se despliega en varias dimensiones que el propio Lacan denominó “registros”, y como todo registro, queda asentado en algún lugar, en alguna “memoria” que no necesariamente es la misma, ni tiene el mismo soporte. Esos registros que Lacan situó como imaginario, simbólico y Real, hablan, desde el punto de vista de la memoria, de distintos espacios y temporalidades. La memoria implica eso, una huella, el registro de un acontecimiento que se pierde como tal y deja una huella, un fósil, la materia muerta de su paso vivo de acontecimiento. Eso marca el paso del tiempo, esa pérdida. Por eso es que la famosa “pérdida” en psicoanálisis es constitutiva del sujeto y de la subjetividad, porque indica la constitución del espacio y el tiempo del sujeto, de su existencia y de su testimonio como tal. Comienza una memoria y también la posibilidad de su relato. Todos los analizantes hacen el relato de su historia, o, mejor dicho, hacen su relato, historizan, y eso es, en sí, el testimonio de su existencia. La conciencia se despliega en una secuencia temporal y en una ubicación espacial de referencia. Y por eso es conciencia, y no inconsciente. Pero apenas, el analista va hacia los detalles -y esa es su tarea, quien se detiene en esos detalles desechados por “inservibles” a los fines del “truco” de la conciencia- y comienza a ver que el tiempo se relativiza, el espacio empieza a depender del tiempo e incluso la velocidad de los acontecimientos se aceleran a tal punto de “hacernos vivir” en un sueño -por ejemplo- tal vez en segundos, toda una secuencia de vida que se podría sentir como mucho más extensa, años, o por qué no, el tiempo de toda una vida. El tiempo y el espacio se enlazan y se relativizan en esa aceleración del sueño. Es curioso que nadie haya puesto la atención en eso hasta ahora, en el fenómeno de aceleración que se produce en el sueño, en donde podemos vivir con una intensidad suficiente para “creérnosla” -es decir, que en el sueño el “truco” de la conciencia se reconstituye de otro modo, tal vez indicando cómo es posible hacerlo, y por eso es “la solución”, como lo señala Freud- y los fenómenos que allí acontecen no pueden ser ya tomados como algo “fuera de la realidad” sino dentro de un aspecto de la realidad del sujeto que habita en otro registro que el de la conciencia -es decir, en el tiempo y el espacio ordenados según las posibilidades de la existencia consciente, el relato- se extienden y contraen más allá del individuo que da testimonio, y se acelera hasta hacer del individuo apenas un eco de algo que sucede en un registro que supera la conciencia. Lo simbólico es una red en la que el individuo “cae” y se deja llevar -forzadamente- porque en esa red hunde las raíces de eso que llama “vida”, que es algo más que la respiración y la fascinación del individuo por el truco con el que la conciencia se engaña “verdaderamente”, es decir, con el que funciona su vida.

Lo simbólico es una red compartida y desconocida en su extensión y sus conexiones, sus pliegues y su trama relativa en la que los cuerpos demuestran estar conectados en sus movimientos entre sí. Finalmente, nada se puede establecer si no es en el marco de esa relatividad entre los cuerpos de una comunidad más o menos extendida, sea la familia, pasada, presente o futura, la comunidad cercana o mundial. Mirando más en detalle, hacia el registro simbólico, veo los hilos que se mueven de esa textura de la realidad, mucho más allá del individuo que ve y se engaña con el truco de la conciencia. El acento esta puesto en las relaciones, y en ese registro, el valor de cada elemento, incluso el individuo mismo, se “mide” de forma relativa a los otros. La realidad del individuo se relativiza, deja de ser absoluta, y los fenómenos de la conciencia adquieren una nueva dimensión, como en los sueños, que vemos “conscientemente” que el truco funciona también en el marco de esa relatividad del tiempo y del espacio enlazados, por fuera de la aparente estabilidad de la “realidad diurna”, en la que el espacio y el tiempo parecen “externos” y ubicuos, medibles. Pero, aun así, en el marco de tal relativización, en donde los tiempos y los espacios se reconocen como diferentes y no absolutos, según la posición y los intereses de cada cual, y extendidos en el marco de una comunidad de cuerpos en la que el individuo se mueve, aun así, no salimos de la determinación. En el registro, en el “detalle” de lo simbólico, de “los hilos”, todo estaría conectado a alguna causa y, por lo tanto, a alguna consecuencia posible de determinar a priori, y por ende, anticipar. En ese registro, el de lo simbólico, aún es posible hacer ciencia clásica, es decir, objetivar y predecir según la objetivación de los determinantes. La contingencia queda por fuera, como un terreno a dominar hasta asimilarlo definitivamente por algún agente simbólico aun por inventar, aun por construir, y de eso se encargaría la ciencia. El psicoanálisis pudo haber quedado estancado en este punto en la historia de su evolución. Pero lacan surgió con la invención y profundización de otro registro, en el que es difícil pensar una “memoria”, porque si hablamos de registro tenemos que asociarlo a algún tipo de memoria que lo plasme como tal. Ese registro es lo Real. “¿Cómo sería una memoria de lo Real? ¿Y que sería lo Real? ¿Y cuál era la necesidad de incorporar ese registro en las consideraciones acerca de la realidad del sujeto?

 

 

 

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