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16-06-2023 Ficciones

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Por Lorena Hidalgo

La tormenta no deja dormir a Sofía.

Desde que Matías no está, ella despierta y deambula por la casa. Busca recobrar una sensación perdida, un indicio. Acurruca el cuerpo contra la ventana empañada. Entonces, le parece oír pasos en el entretecho, pero sabe que no son reales. Los sonidos cotidianos alimentan el desvelo. El crujido de las ramas o el siseo de las hojas son amenazantes.

Una sensación de frío la invade. Quiere algo caliente. Al pasar por el cuarto del bebé, se detiene. No debería mirar, pero lo hace. Ve las cobijas abultadas, la almohada bordada con conejitos. La luz del pasillo ilumina la habitación y proyecta sombras contra los muebles. Alrededor de la cuna hay baúles con muñecos de peluche. Los ojos de plástico tienen el brillo de mil demonios. Podrían escalar la cima del baúl y arrojarse dentro de la cuna.

Enumera los recuerdos: una tarde en el cine, una cena en el chino de la vuelta, la primera ecografía y las peleas con Matías. Quiere pensar en otra cosa. En  el living, el piano vertical se destaca contra la pared del fondo. Está cubierto con una funda sobre la que descansa la urna con cenizas. Sofía ve las horas de práctica en común. Entonces, entre los matices de un pianísimo, parece venir un rumor: una queda melodía escuchada infinidad de veces. El insomnio, piensa, le juega malas pasadas.

Afuera la lluvia arrecia. Aunque no hace falta, enciende la luz. Pone una taza con leche en el microondas y espera. Toca su panza; pero no tiene hambre, es un acto reflejo. Ve a su hermana diciéndole que está flaca y la ignora igual que siempre.

Vuelve a oír ruidos en el entretecho: pisadas sobre el cielorraso. Hace un esfuerzo por escuchar, pero solo percibe las ráfagas de viento que buscan las hendijas de la persiana. Luego el ruido se desvanece. Transmuta. El aviso del microondas la regresa a la cocina. Toma la taza y cruza el living. Un resplandor baja por la claraboya e ilumina el lugar. Se frota los ojos.

En la ventana, la tormenta no cede. Un trueno repercute en el living. El eco forma un remolino contra su cuerpo, la ahoga. Enciende lámparas a medida que avanza. Al llegar al pasillo, la electricidad desaparece. Ahora la oscuridad devora todo. Sofía está paralizada. Sujeta la taza entre las manos y, con los músculos en tensión, espera el siguiente estruendo. Luego camina despacio. Roza con una mano las paredes y, con la punta de las pantuflas, corrobora la posición de los muebles. Casi llega al final del pasillo, pero escucha algo a sus espaldas: el ruido de un tejido que roza contra una superficie. Algo oscila en el lateral de su visión. Es el viento que insiste en las cortinas. Pero no puede asegurarlo. De a poco la invade un presentimiento. Entonces un sonido la espanta. Es una tecla del piano.

Escucha la nota solitaria, perdida en la tormenta. Imposible. Pero el sonido vuelve. La misma nota, grave y sostenida, golpea contra su pecho. Como el filo de una cuchara, deshace su carne y la ahueca. Deja caer la taza. Los fragmentos de cerámica ruedan por el piso y la leche decanta en un coágulo blanquecino. Decide limpiar por la mañana, pero el sonido regresa. Tres corcheas de sol y una negra de mi. Hay alguien más, piensa.

Las piernas de Sofía claudican. El vacío en la panza le duele. Tres corcheas de fa y la negra alargada envenenan sus recuerdos, porque las ha reconocido. Cada nota es una punzada. Vacila, apoya una mano contra la pared. Luego, otra vez, el silencio.

La penumbra le permite distinguir un esbozo de los muebles. Un destello perfora la claraboya y las sombras cobran protagonismo. Sofía trata de respirar más despacio. Debe ser capaz de moverse, al menos unos pasos. Ya cerca del living, mantiene el cuerpo detrás de la arcada —como si eso fuera a protegerla de algo— y asoma la cabeza. Recorre la sala con la mirada. No hay nadie. Al llegar a la pared del fondo, ve moverse la funda del piano. La urna oscila.

Puede reconocer el colapso que terminará por derribar su cuerpo.

Las notas vuelven, pero esta vez el sonido cambia: no logra reconfortarla. Es el comienzo de la sinfonía que tocaba con Matías. El desconcierto no cede, al igual que la tormenta. Avanza hacia el piano, despacio. Percibe un aroma desconocido. Acerca la mano a la tapa de cedro y el sonido retrocede. Algo recorre entonces su cintura y sube hasta sus hombros. El aroma es a leche agria.

Cada tecla pulsada embiste como un puñal y destroza la poca cordura que le queda. Choca con la mesa del comedor y piensa en la cuna, rodeada de peluches. Las sombras se mueven. Entonces ve una silueta. Un perfil conocido. Dos cuencas vacías la observan. Los acordes ahora la devastan. Algo trepa por su espalda: recuerda. Sangre. Sangre entre sus piernas. El rostro de Matías en la patrulla. El hospital.

Cuando el espanto y la música terminan, Sofía seca sus lágrimas. Entra a la habitación del bebé y levanta el muñeco de la cuna. Acaricia los ojos de plástico y le ofrece un pecho. Quizá ahora pueda dormir un poco.

* Este cuento forma parte de «Lo inexorable» de Lorena Hidalgo, publicado este año por Ediciones Diotima.

* Imagen de portada: «Niño durmiendo» de Christian Krohg.

 

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