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Por Manuel Quaranta
La autoayuda, el coaching y demás servicios empresariales han ido minando progresivamente el concepto de felicidad hasta volverlo inocuo. Son miles, decenas de miles de libros de autoayuda que versan sobre la cuestión, y los títulos no se guardan nada, no pueden guardarse nada porque la promesa debe distinguirse desde los escaparates: El arte de la felicidad; Estrés, sufrimiento y felicidad; Ser feliz hoy; La auténtica felicidad. En propagandas menos evidentes la palabra no figura en el título, aunque sí en el subtítulo. Dicho esto, vale aclarar que condenar la autoayuda en el 2023 es casi tan sencillo como ofender a un progresista. Idéntico a ser crítico de la religión, o detentar una postura moral contra el capitalismo. Esterilidad pura y dura. Regodeo neurótico.
Grandes filósofos a lo largo de la historia se ocuparon del tema. Quizás el principal haya sido Aristóteles. La felicidad real, según el Estagirita, se obtiene consagrando la vida a la actividad del espíritu, la inteligencia, el pensamiento, nombres múltiples de nuestra virtud más propia y, paradójicamente, lo divino en nosotros. El término técnico es teorético (no confundirlo con teórico). Por un lado, teorético es el modo de conocimiento cuyo objetivo reside en el saber por el saber mismo (sin fin ulterior); por otro, es el estilo de vida que organiza la existencia en base a este tipo práctica. La vida teorética (ausencia total de perturbaciones materiales) resulta difícil de alcanzar, y si por fortuna se alcanza dura un tiempo acotado. De cualquier forma, Aristóteles no era ningún tonto, sabía que el ideal de vida contemplativa podía ser bombardeado por la relación con los otros, el ser humano, además de racional, es un animal político.
En Metafísica de la felicidad real, Alain Badiou propone veintiún (21) definiciones de felicidad, todas relacionadas entre sí y con su sistema filosófico. Razones varias me impiden desplegar el sistema del autor de El ser y el acontecimiento y Lógica de los mundos. Me limito entonces a elegir una. Elegir es un modo inexacto de expresar el mecanismo selectivo. Sería más honesto declarar: la frase me eligió a mí.
“Toda felicidad real es una fidelidad”, escribe Badiou en la página 77.
¿Fidelidad a qué o a quién? Al encuentro (al acontecimiento), en sus infinitas variantes: libros, películas, oficios, personas, obsesiones. El verdadero encuentro, según Badiou, es un evento contingente, imprevisto, azaroso, independiente de la voluntad. Lacan decía: cuando buscamos no encontramos y cuando encontramos no estábamos buscando. El evento irrumpe y se impone. Ahí entra a escena la voluntad, la convicción, el compromiso, la manera de alojar lo inesperado.
¿Le seremos fieles a un amor? ¿A una idea? ¿A un objeto? ¿A un texto?
El encuentro (con el heteros, con la radical diferencia) nos modifica de raíz; no somos los mismos tras el encuentro, y sin embargo somos gracias al encuentro. Esa fidelidad colorea la vida, le da matices, brillo, desborde, espesor (Badiou emplea el término subjetivación). El ser humano deviene sujeto si y solo si se acopla al encuentro, se deja acoplar por él.
Demasiado cerca de Lacan y de Sartre para no citarlos, el filósofo francés aconseja: “Si quieres convertirte en algo distinto de aquello que se te ha ordenado ser, no te confíes más que a los encuentros, consagra tu fidelidad a eso que está oficialmente prohibido, obstínate en los caminos de lo imposible”, o sea, obstinarse en los caminos que uno no se creía capaz de seguir, en los problemas que uno no se creía capaz de enfrentar, en las pasiones que uno no se creía capaz de sentir.
La fidelidad de Badiou es una fidelidad infiel. Fiel a la contingencia, infiel al destino. Es una fidelidad herética, una responsabilidad irresponsable, arrojada, que se tira a la pileta sin saber si hay agua, que apuesta todo a la última carta, en detrimento del cálculo y la previsión, tan en boga. ¿Acaso ignoran los cultores de la seguridad que ninguna evaluación racional garantiza el acierto de la elección? ¿Y si semejante calamidad fuera posible? En el mejor de los casos la vida sería un error.
Garantía tienen los electrodomésticos, a veces los comercios, en el extremo de la generosidad capitalista, permiten extenderla por seis, doce o dieciocho meses. Los humanos, no tenemos ninguna. Es lógico, en momentos de incertidumbre, paranoias e ilusiones perdidas, anhelar un suelo firme donde conjurar nuestros miedos. ¿Por qué, Padre (Dios, Estado), nos has abandonado?
La felicidad es arriesgarse a tomar un camino a priori imposible, devenir aquello de lo que nadie nos creía capaces, individuos que asumen las consecuencias de sus actos; la felicidad es orientar la existencia hacia alguna verdad, alguna vocación, aunque sea complejo, aunque sea una tarea difícil (“Sólo lo difícil es estimulante; sólo la resistencia que nos reta, es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento”, escribía Lezama Lima). Cierta dosis de insatisfacción es imprescindible para ser felices, y de desesperación, y de irresponsabilidad. Adaptarse orgullosos al mundo no nos conduce a la felicidad, esa es más bien una forma de muerte subjetiva, la peor de la muertes, la muerte por temor, por cansancio, la muerte satisfecha, la muerte en vida. La felicidad, diría Badiou (y suscribo), es una victoria contra nosotros mismos, victoria que sólo se manifiesta retrospectivamente.
¿Hemos sido fieles a nuestro deseo? Buena pregunta para hacerse antes de dormir.
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