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22-06-2023 Notas

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Por Cristian Rodríguez

Las alas del deseo, la célebre película de Wim Wenders estrenada en 1989, y cuyo título en alemán es en verdad El cielo sobre Berlín, es no sólo un hito del arte cinematográfico sino una exquisita visión de la dimensión de lo humano, como caída y finitud. Por otra parte, un posible eco de la también célebre versión de Fassbinder sobre la icónica novela de Döblin Berlín Alexanderplatz,  una novela que transcurre en el telón de la ciudad universal, en la que se desarrollan los eventos sobre la inmigración y los bordes de la condición humana, los entrecruzamientos con la ciudad polivalente y la diversidad étnica, y en sus estratos simultáneos, la ciudad como protagonista y la ciudad como personaje. No intenta transformarse en un análisis sociológico sino en un friso y en una ficción sobre lo social actual.

Evocar El cielo sobre Berlín es adentrarnos en sus complejas impresiones: los estragos y la destrucción de la guerra, el ángel caído, la memoria como testigo, la mirada de los niños -que corporizan los fantasmas y también los ángeles-, la escritura en la mano del historiador que reúne las edades de lo humano, la dimensión de la letra, el tiempo. La ciudad, sin embargo, contrapunto con el narrador omnisciente y el testigo, adquiere dimensiones olímpicas y femeninas, una Venus que da la garantía de realidad y de existencia.  

En la Berlín de Wenders, los atravesamientos por esas membranas sinuosas y permeables son una tela delicada que va transparentando la respiración de lo que mueve al ángel que decide volverse mortal. Se trata del amor, y más precisamente del misterio de la feminidad que lo convoca en ese amor sutil y aéreo, cuando se encuentra con la trapecista: condensación de la feminidad, la ciudad y el vuelo -tal como lo viven y padecen los ángeles guardianes, como fuera de tiempo o eternidad del tiempo-. El ángel -interpretado por Bruno Ganz-, se enamora. Se enamora incluso por aquello que lo mueve, lo convoca y lo conduce a ella: la finitud. La pregunta por el amor está articulada allí mismo, en esa visión que lo hace despertar, volverse mortal. 

Avanzar en la ciudad es avanzar en esa feminidad que lo socavará por obra de lo humano y terrenal. Con ella descubrirá la otra femenidad -por lo que él no es-, su propia condición femenina y las nuevas envolturas de la ciudad feminizada. Pierde así la eternidad y gana una vida.

Pero eso, como el mismo circo, es apenas la cosmética en la que se desenvuelve el drama más profundo y cierto, una superficie necesaria para el desarrollo de una caricia universal. Somos también ese ángel que en el amor descubre los confines que lo hacen temporal y verdadero, humano y espléndido, despojado y vivo. 

El empuje al cuerpo vivido y no sólo viviente, la vida humana y la conciencia de vivir, evocan también el concepto nombrado por el psicoanálisis como pulsión. Decidir caer de la cima omnipresente -como ven los ángeles del film la existencia desde lo alto del cielo sobre Berlín-, propone otra estrella, una fugacidad de existir. Un nuevo horizonte.

No hay cielo posible, sino conciencia de existir por la experiencia del cuerpo mortal y de la vida material. Del mismo modo, no hay vida sin nacimiento, no hay nacimiento sin que haya un llamado de la feminidad, la feminidad como pregunta sobre aquello que nos hace humanos. La feminidad no es la posición histérica sino la pregunta de la esfinge. Y esa pregunta nos concierne a todos los mortales, cada uno, cada quién. Esa pregunta lleva la marca de la cita que Lacan recupera de Heráclito: el arco es vida, su destino es muerte.

En el film, lo que impulsa la acción es el recurso de transformar a Berlín en una protagonista, por contrapartida y contrapunto con el narrador y su posición facetada y fragmentada. Ese tipo de empuje concierne al amor. Y en esa metáfora se apantalla y se mece también el trapecio de la película. Como la vida misma, el ángel decide caer, morir para poder vivir. ¿Y acaso no es esta la ocasión más decisiva con la que nos enfrentamos como humanos? Girar, dar vuelta, poner del revés la fórmula por aquello que nos lanza en la experiencia humana y nos arroja a la vida: morir para poder vivir. Para hacer una vida que merezca y posibilite algún morir, a su tiempo, en el tiempo. Ese mismo movimiento transformó a Berlín Alexanderplatz de Döblin en una referencia clásica y en una experiencia de lectura en la que “la historia de Franz Biberkopf” -subtítulo de la novela- se vuelve de dominio público: sin Venus no hay humana vida posible. Biberkopf es impulsado en la serie de los tropiezos de su época y en las vicisitudes de su dramática historia porque anhela oscuramente descubrir algo sobre ese saber que no se sabe, esa cifra inconsciente.   

Dos muertes diferentes, dos temporalidades, dos universos entre los cuales los humanos respiramos y dejamos nuestras marcas, en los otros, en la comunidad, en el tiempo, en lo porvenir, incluso en lo que habremos de olvidar y en los que habrán de olvidarnos. 

Estas mismas preguntas y vicisitudes mueven al psicoanálisis y a su poética: la feminidad como arte de lo cotidiano, práctica no solo enmarcada en la experiencia de occidente sino también en el marco de la ciudad como evento femenino, plural, cosmopolita.

¿Esta Venus Ciudad facilita -en el sentido de una vía facilitada- el desarrollo de un arte de lo femenino y las ciudades? Tal vez -y precisamente- por contrapartida con esa limitación estructural de las ciudades, por su propia condición multitudinaria que recorta los actos de la vida por la vía de las reglamentaciones, que ajusta las convivencias por una parte pero también inhibe la expresión de las pulsiones de autoconservación por la otra, fundando un nuevo tipo de inermidad. La aportación del psicoanálisis a la presencia de la ciudad como relieve -criba- del malestar en la cultura y de un intento de abordar ese modo de estar en la subjetividad de la época, cada época, es bien interpretado en ese emergente “ciudad”, erotismo femenino en el que la curiosidad y la pasión por conocer intentan toman el relevo de la descarga y la pulsión de dominio. En este sentido, la ciudad propone feminizar la posición del sujeto en el discurso como única vía para hacer con esta nueva inermidad de lo humano, si bien externa es también intrapsíquica, propia de las intertextualidades de cualquiera de las grandes urbes contemporáneas.

En Berlín Alexanderplatz, la utilización del montaje cinematográfico y plural retomando el sesgo de la narrativa más allá de género, corte transversal, uso de planos, uso de niveles lingüísticos y culturales -desarrollados en los personajes que provienen de diferentes lugares y capas socioculturales-, convalidan la excentricidad en la posición del narrador, transformándose en narrador y cronista, en sujeto de la acción -si resulta necesario- o simple soporte simbólico a la acción -detrás de cámara-. Esta misma dinámica observamos en el dispositivo de la transferencia psicoanalítica, donde la asociación libre se hace regla fundamental que permite al analista no sólo escandir el discurso sino oscilar entre diferentes semblantes.

Los ángeles, los niños, tal vez también los psicoanalistas, escuchamos a través de los cuerpos los relatos y los soliloquios, las aventuras y las desventuras, el sufrimiento y el dolor. Escuchamos ciudad y feminidad. Pero con eso no es suficiente, ya que no es tanto una técnica, sino más bien una práctica sobre el amor humano, su transcendencia y su transformación. Para que eso sea posible, para existir, habremos de caer.

 

 

 

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