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Por Enrique Balbo Falivene
Sé que ya estuve en este ataúd en el que ahora descansa el cuerpo de mi padre: reconozco cada veta de la madera lustrada, cada pliegue de la mortaja, cada tornillo invisible olvidado, escondido. Conozco este olor, lo he tenido entre los ojos y la nariz durante muchos años; y he sufrido este frío porque el que yace prieto entre las tablas soy yo.
Él murió un jueves de Julio y de madrugada, que es buen día y buen mes en este hemisferio para despedirse. Yo lo visité el miércoles al atardecer con una tarta de manzanas que no quiso probar. Estaba rabioso: entre sueños maldecía e insultaba. No sé a quién.
La cabeza se le fue yendo de a poco. Vivía apartado, en un entorno hostil, cercado por el frío y la humedad, a expensas de la naturaleza. Se fue olvidando de todo y de todos, menos del nombre de sus perros.
Un día empezó a juntar ramas caídas y a construir diminutas pirámides por toda la finca. Yo lo acompañaba en silencio; cortaba las ramas con una sierra oxidada y se las dejaba a lado de la cama, porque allí las quería. Cuando volvía había levantado nuevas pirámides y a veces me regañaba por no ajustar el tamaño de los cortes.
Empecé a trabajar con él con apenas diez años. Mi madre apuntaba en un cuaderno Rivadavia los días que podía faltar al colegio para irme de viaje. Tenía un camión, pero no sé si afirmar que fue camionero; a su lado he cargado neumáticos, refrescos, alimentos, hierros, maderas, vidrios. Todo a pulso, no había por aquel entonces, los setenta, aparejos para el trabajo. Cruzábamos la pampa en un Mercedes 608 frontal, rojo como el fuego, que aguantaba los vientos con dignidad. Mi padre nunca me hablaba. Colocaba una revista sobre el volante (el Príncipe Valiente, Olaf el Vikingo, Nippur de Lagash, Patoruzú) y se dedicaba a leer mientras yo tenía que aguantar de pie el volante.
Siempre trabajó. Mucho. Y yo con él. Nunca se quejó y yo tampoco.
Jamás coincidimos en alguna afición, en algún pasatiempo. A él le gustaban las putas, los coches y las carreras (en este orden); a mí los libros, las montañas y el olor de las viejas salas de cine.
Nunca me preguntó nada, nunca me obligó a nada. Estuve fuera casi veinte años, cuando volví me recibió como si nos hubiéramos despedido el día anterior.
Creo que nos reconciliamos, empezamos a salir, me presentó a todas sus amigas, ejecuté algunas reparaciones en la casa, corté leña para el invierno, curé las heridas de los perros, pasamos tiempo juntos.
Nunca me llamó por mi nombre, nunca me tocó. Fue un buen padre. Yo no supe hacer de hijo.
Frente al ataúd, los dos solos y en silencio como estábamos en vida, le retoqué con unas tijeras las cejas, le ajusté una corbata y entre los dedos huesudos le dejé unas monedas para pagar el viaje. Supe que en la caja estaba yo y él me acicalaba a mí.
En el cementerio, con el permiso de los sepultureros, saqué la tapa del nicho, barrí el cubículo y empujé el ataúd. Yo solo.
Entré en el otro mundo. Mi padre quedó afuera.
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