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Por Luciano Lutereau
1.
Los profesionales discutimos mucho el uso de los diagnósticos; que se los esencialice o se los deje en manos de comunicadores sin perspectiva crítica.
Sin embargo, no pensamos lo suficiente cuánto alguien precisa un diagnóstico. Pienso en cómo en el último tiempo me encontré con algunas personas que recurrieron a diagnósticos que sacaron de internet porque les daba alivio.
Entonces, no podemos dejar de tener en cuenta que, en este tipo de personas, el diagnóstico calma una exigencia superyoica. La sensación de que hay algo malo en ellas, librada a sí misma, se acompaña de un sentimiento de culpa que es justamente lo que las lleva a un terapeuta.
Lo notable es que el hambre de un diagnóstico claro y preciso, al no encontrar eco en los profesionales, conduce a que se los busque en otras partes. Para mí el que más se está extendiendo es el de “persona altamente sensible”, que se auto-aplica por fuera de espacios profesionales.
Por otro lado, también hay cierta dificultad en los profesionales para hablar con sus pacientes acerca de sus síntomas. Por ejemplo, es más común que a un neurótico se le comuniquen aspectos de su neurosis, pero a los psicóticos se les suele escatimar el conocimiento de su psicosis y este es un tema que tal vez habría que pensar mejor.
2.
Leo en un artículo de divulgación psi que se plantea la situación de personas que se realizan mucho más y mejor en el ámbito laboral porque sus padres no los “validaron amorosamente”; es decir, no les habilitaron la experiencia del amor.
Me parece interesante que el argumento no sea causal, es decir, no dice que los padres no quisieron a sus hijos -el determinismo infalible de la divulgación-, sino que no se produjo lo que podríamos llamar una “transmisión”.
La idea me resulta atractiva, porque permite pensar diferentes escenarios, no necesariamente trágicos; por ejemplo, padres que se querían demasiado entre ellos (que querían el amor solo para ellos) como para cederlo a los hijos.
Seguramente todos conocemos casos de varios hijos de un matrimonio muy feliz, ninguno de los cuales pega una en la vida amorosa o con vínculos fallidos que no llegan a constituirse como pareja; si no ocurre que se casan por conveniencia para replicar en la funcionalidad el modelo ideal que le suponen a los padres.
Sin embargo, hay una objeción de principio a este argumento -que, igual, como ya dije, me gusta.
Me refiero a que el amor también es una contingencia que podría haberse encontrado fuera de la imago parental: en una película, en la historia de decepción amorosa de un amiga o amigo, etc.
Ahora bien, aquí viene el componente penoso: quizá haya padres que se quisieron tan mal (no porque se maltrataran; alcanza con la indiferencia) que le quitaron a sus hijos hasta la chance de encuentro con lo contingente.
* «La familia Saithwaite» (1785) de Francis Wheatley
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