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Por Luciano Sáliche
I
Liszinski no conocía el dolor.
Sí conocía algo que se le parece: el vacío de la existencia, la pregunta permanente por la finitud, la sensación de soledad, la vida sin respuestas. Pero el dolor —la piel que se abre, la carne que se quema, los miembros que se caen—, no, de eso no sabía nada. Y lo empezó a conocer un día cualquiera bajo la mirada atenta de la ley de Dios.
A Liszinski lo delató un buchón: un tipo que le debía plata. Liszinski era un terrateniente de lo que entonces era Lituania. ¿Cuándo es entonces? Hace mucho, mucho tiempo: siglo XVII.
Liszinski trabajaba también como juez. Lo suyo eran los temas inmobiliarios. Había estudiado filosofía como jesuita, en un mundo donde todos eran analfabetos. Y prestaba plata: esa era la verdadera fuente de su dinero. Y cuando prestás plata sabés que no todos están dispuestos a devolverla.
Brzoska era uno de esos tipos que en un momento de su vida se dan cuenta que la plata que deben no van a poder devolverla nunca, entonces idean un plan, dos planes, tres planes, hasta que alguno funcione. Brzoska era una especie de embajador del Vaticano en la provincia de Brest, Bielorrusia, actual Polonia, que ahora, en esta historia, decide que no va a devolver ese dinero.
Lo decidió en el preciso momento que encontró, hurgando en los papeles de Liszinski, algo parecido al peor de los delitos de la época: negar a Dios.
II
Brzoska encontró dos cosas: un libro de Henry Aldsted, Teología natural, que tenía escrito en el margen esta frase: “por lo tanto, Dios no existe”; y unas páginas que llevaban por título Acerca de la no existencia de Dios.
Un tribunal religioso juzgó a Liszinski en 1689.
Liszinski explicó que no era un tratado sino una obra de ficción: un debate entre un católico y un ateo. Dijo que ese texto lo empezó a escribir en 1674 pero quedó en la nada. Un sacerdote amigo, dijo, le aconsejó dejar el asunto. Liszinski dijo también que solo había escrito la postura del ateo, que faltaba la del católico, y que el plan original de su obra era terminar con la victoria argumental del católico.
No le creyeron.
III
Aquella fría mañana de marzo de 1869 el mercado de la ciudad vieja de Varsovia estaba lleno de gente. Todo el pueblo quería presenciar el juicio. Todo el pueblo estaba expectante de ver el dolor en un cuerpo ajeno, en un cuerpo extraño, en el cuerpo de un traidor.
Hubo un silencio ancestral en los momentos previos a que el tribunal diera su veredicto. El sol penetró las nubes blancas, el manto lúgubre de la atmósfera y acarició, tal vez en vano, los labios tiesos de Liszinski.
La condena fue, no sólo la muerte —por ateísmo, sí—, también la tortura, el dolor, el horror. Un obispo de apellido Zaluski relató todo:
Después de la retractación, el culpable fue conducido al cadalso, donde el verdugo le arrancó con un hierro ardiente los labios y la lengua, con los que había sido cruel en contra de Dios. Después sus manos ―instrumentos de la producción abominable― fueron quemadas a fuego lento. Los papeles sacrílegos fueron arrojados a las llamas. Finalmente ese monstruo de su siglo, este deicida fue arrojado a las llamas expiatorias (expiatorias si es que tal delito puede ser expiado).
¿Qué atisbos de racionalidad habrán corrido por las venas de Liszinski en medio de la tortura? ¿Habrán dibujado, las neuronas de Liszinski, en sus choques de pánico, algún tipo de reflexión? ¿Es posible estar sumergido en ese infierno inmediato y “aprender a pensar con el dolor”, como escribió Maurice Blanchot? ¿A qué velocidad galopa el corazón de un condenado?
La crueldad fue tan grande que hasta el papa Inocencio XI y el rey Juan III tuvieron que enunciar algunas palabras contrariadas.
Finalmente el cuerpo fue decapitado y luego de algunos pequeños debates en torno a la justicia divina todo quedó en el olvido.
IV
Algunos historiadores volvieron sobre el asunto, pero hay poca documentación: algunos fragmentos de su tratado Acerca de la no existencia de Dios: “Dios es un concepto y una creación de los seres humanos” o “las personas sencillas son engañadas por las más astutas con la fabricación de Dios para su propia opresión”.
Los comunistas rescataron su historia. El filósofo Andrzej Nowicki dijo que “fue sin duda la mente polaca más eminente de su época”.
En un libro de 1984 sobre la religión en Polonia, Maciej Pomian-Srzednicki escribió que “Liszinski era curiosamente ‘moderno’ ―incluso hasta el punto de la incongruencia― en su crítica de la religión: todas sus palabras podrían haber sido escritas por Marx o Lenin”.
No deja de llamar la atención sus postulados para el siglo XVII. Por ejemplo, este: “Dios no es un ser verdadero sino un ser que existe solamente en la mente, porque es quimérico por naturaleza, ya que un dios y una quimera son lo mismo”.
V
Brzoska, el buchón, el deudor, el incobrable, posiblemente haya sentido una orgasmo interno al escuchar la sentencia del tribunal, al saberse legitimado, al obtener la razón, su razón, la razón divina, la razón de Dios, al que nadie puede faltarle el respeto, al que nadie puede negar.
Porque Dios está entre nosotros, está dentro de todos nosotros, está en la hierba que crece y en el fuego que destruye, está en el río que fluye y en el dolor descarnado de un hombre, un iluso, un idiota, que grita, que sufre, mientras sus labios, su lengua y sus manos son arrancadas por gracia de Dios, por decisión de Dios.
Porque Dios adora la vida, pero también adora la muerte.
Y allá, en la muerte, Dios nos espera. A todos nos espera. Para abrazarnos con su verdad irrefutable.
* «Una escena de la Inquisición» (1859) Víctor Manzano y Mejorada
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