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23-07-2023 Notas

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Por Manuel Quaranta

Mi cabal admiración por Martín Caparrós no va menguar ni un milímetro a causa de un texto poco feliz publicado el miércoles 19 de julio en El País de España. Poco feliz, en dos sentidos. Es un artículo que rezuma dolor por la funesta situación que atraviesa la Argentina, pero también destila una visión de las cosas demasiado sesgada que me obliga a reflexionar sobre el método de Caparrós para sostener sus afirmaciones. El “método Caparrós” es infalible: reunir hechos aislados y presentarlos como la única realidad. Es un procedimiento metonímico, o quizás el tropo específico se denomine sinécdoque. Tomar la parte (o varias partes) por el todo. Caparrós reduce la situación del país a episodios muy tristes y muy heterogéneos: la inflación galopante, la pobreza, la indigencia, el suicidio de un joven después de agredir brutalmente a un árbitro, el asesinato de un adolescente a manos de su mejor amigo, el ascenso de Milei, de Massa, de Bullrich, de Larreta. Vale entonces la pregunta, ¿cuál es el criterio de Caparrós para decretar la degradación del país? ¿La economía? ¿La tasa de homicidios? ¿Las injusticias? ¿La malicia o la estupidez de la clase política? ¿La sumatoria de los fragmentos elegidos? ¿Y el resto? ¿Qué hacemos con el resto?

Bajo ningún punto de vista pretendo refutar los datos ofrecidos por Caparrós, una simple razón me lo impide: todas sus intervenciones son verdaderas. Aquí el problema no reside en la verdad o la falsedad del discurso. El problema, insisto, es la metodología. 

En 2015, Michael Moore dirigió, por lejos, su documental más endeble, ¿Qué invadimos ahora?, donde el director opera de la siguiente forma: selecciona aspectos criticables de Estados Unidos (el alimento en los comedores escolares, el sistema de salud, el costo de la educación, etc.) y los compara con otros países. La trampa de Moore consiste en el procedimiento comparativo, ya que termina inventando un país ideal e inexistente, compuesto de lo mejor de cada uno. Así resulta extremadamente sencillo lamentarse por las desgracias propias. Para cada desgracia propia, una gracia ajena. No se sorprendan, les advierto, si en el documental aparece Argentina con sus universidades públicas y gratuitas (pronto habrá que discutir la sustentabilidad del sistema universitario, pero ese dato Moore lo desconoce).

En ambos casos detecto el afán de regodearse en el malestar, de sentirse gozosos frente al dolor y la tragedia. Como si escritor y director quisieran darse máquina. Esto puede corroborarse desde las primeras líneas del artículo de Caparrós: “Mi país, que suele jactarse de récords y más récords, ha conseguido uno sin par, que incluso sus competidores reconocen: es el mayor fracaso de este último siglo”. ¿No será demasiado? Celebro los excesos literarios, los desbordes sociológicos, pero ¿en serio cree Caparrós que la República Argentina es el mayor fracaso del último siglo? No es para cualquiera ser el mayor fracaso. Es casi un triunfo, más aún, un milagro, el gran milagro argentino. En lugar de ser los mejores del mundo, como supuestamente éramos a principios de siglo XX, nos hemos convertido en los peores. ¿Quiénes habrán sido los culpables de la debacle? ¿Políticos? ¿Empresarios? ¿Periodistas? ¿Gente común? ¿Abogados? ¿Militares? ¿Escritores?

Hablando de libros. Facundo (1845) comienza así: “¡SOMBRA terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo!”; y El matadero (1871) termina así: “-¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína? -Porque lo llevo en el corazón por la Patria, por la Patria que vosotros habéis asesinado, ¡infames!”; y el Martín Fierro (1872) aconseja: “Hacéte amigo del Juez; / No le des de qué quejarse… / Pues siempre es bueno tener / Palenque ande ir a rascarse”. ¿Sigo? Y aún nos faltan treinta años para el siglo XX.

¿Cuándo se habrá iniciado el proceso de decadencia argentino? ¿Hace 100 años, como lo postula Milei? ¿Hace 70 –con el ascenso de Perón– como lo repite el macrismo? ¿Hace 40 –con el Golpe de Estado– como lo explica el kirchnerismo? El debate público en la Argentina se ha vuelto la continuidad, por otros medios, de las primeras líneas del Facundo. ¿Serán 188 años? ¿Serán más?

No resultaría difícil escribir un texto similar al de Caparrós, modificando sólo algunos episodios (no, ciertamente, el de la inflación, en eso sí somos campeones mundiales, o subcampeones) y el nombre del país. Una prueba hispánica: En Alicante, “un adolescente mató a su familia porque le prohibieron usar la Play Station y lo dejaron sin wifi”; “Los salarios reales sufren la mayor caída en 40 años mientras las empresas superan los beneficios previos al COVID”. O podríamos comentar particularidades de la transición española, el rol de la mano de obra desocupada, los desaparecidos en democracia; o la crisis inmobiliaria, los desahucios, los escándalos de corrupción de la realeza, etc., etc., etc. ¿Y? 

Andrés Malamud es un politólogo argentino que vive en Portugal. Esta semana se paseó por los estudios de América 24. Los entrevistadores lo invitaron a hundirse en el pantano del fastidio: “¿Cómo definirías la política argentina?”, “Más normal de lo que los argentinos piensan” (rostro horrorizado del periodista). Malamud sostiene que Argentina es uno de los países de Latinoamérica más cómodos para vivir, por la fortaleza de su sistema democrático, por la ausencia de violencia política (el intento de magnicidio a Cristina debería mencionarse), etc. Lógico, depende de las comparaciones. ¿Nos comparamos con Haití o con Holanda? ¿Con Uruguay o con Australia? Y nadie pretenda censurar al politólogo con la infantil excusa de la grieta, basta escucharlo un minuto para darse cuenta de que no adhiere al neofascismo recalcitrante ni al neoprogresismo biempensante de las almas bellas. Sin duda, la economía Argentina se encuentra en ruinas (la histórica dependencia del monocultivo ha hecho estragos), pero esa condición no habilita a extender la ruina a todos los ámbitos.

Entre achaques e infortunios, en el texto de Caparrós se cuela una luz de esperanza: “…En un país que ni siquiera los militares más brutales consiguieron doblegar por la fuerza”. Notable reivindicación, inesperada, y justa.

Que Caparrós haya titulado el artículo “Argentina, el país que se cree dulce de leche”, no deja de ser sintomático. Su amarga mirada contrasta con el dulzor del producto más argento del mundo (agreguemos a la lista el asado, el mate y el tango). Pero la suya es una amargura engolosinada, empalagosa, como el dulce de leche. Es la mirada de alguien que no logra soltar la queja, porque obtiene de ella un goce; la queja le brinda algo impar, un dolor irrenunciable e insustituible. 

Ni a la Argentina ni a los argentinos nos espera un destino de gloria, aunque tampoco el infierno (hay que pasar el infierno, sentenció un célebre ministro). Si nos merecemos algo, es el destino que seamos capaces de construir, siendo lo que somos: deplorables (como diría Borges) y dichosos, mezquinos y sensibles, tiernos y feroces; reclamamos orden y bala, pero cuando la policía mata un manifestante se para el país, queremos reducir el déficit fiscal, pero nadie acepta cerrar las universidades, queremos privatizar todo, menos las jubilaciones, aerolíneas, la salud y la educación; nos odiamos un día, nos amamos al otro, somos así, contradictorios, paradojales, banales, soberbios, plebeyos; bífidos, bipolares, paranoicos, inimputables, como todos, o casi todos, los integrantes de la gran familia humana. 

De cualquier manera, la historia no nos absolverá.

 

* Portada: Martín Caparrós, fotografiado por Fede Paul para Penguin Random House.

 

 

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