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Por Leonardo Berneri
1.
El fenómeno Cillian Murphy interpretando el papel de Tommy Shelby (¿único papel al que estaba destinado un actor cuyo rostro puede más que lo que pueden sus dotes actorales?), por razones acaso insondables, tocó algo de las fibras más íntimas de las masculinidades hegemónicas y produjo una fascinación que hoy, cuando Peaky Blinders está más cercana a su ocaso que a su esplendor, todavía perdura y que se manifiesta, por un lado y antes que nada, en una monotonía peluqueril, infierno del coiffeur, que repite infinitamente, cabeza tras cabeza, un mismo corte; y por otro, ahora, en el hecho algo raro de que hombres se atrevan a ir al cine solos a ver la última película de Christopher Nolan. No lo anuncian, no lo publican en Instagram, no lo cuentan en los grupos de WhatsApp pero ahí están, en cada sala del país: caminan en slow motion con sus camperas inflables imaginándolas sacos que llegan hasta los pies y se sientan con sus baldes de pochoclo en la butaca a ver la historia del hombre que se enfrentó a una carga inimaginable. El promedio de edad de las salas es de treinta años.
El desafío de narrar la historia de un hombre con el que difícilmente se llegue a empatizar pudo haber llevado a Nolan a elegir al actor que ya demostró que puede sostener un personaje despreciable y que, según dicen los portales de noticias, tuvo que comer una almendra al día durante 5 meses para lograr el aspecto flacuchento del científico norteamericano.
2.
Durante los 180 minutos que dura la película, el miedo de que se demuestre inevitablemente como propaganda yanqui fácil, de que Nolan haya cedido a hacer lo que probablemente se esperaba de él: una justificación, una narrativa redentora, una prueba de que a Estados Unidos el horror le es y siempre le ha sido ajeno, en el peor de los casos; un pedido de disculpas, en el mejor. Oppenheimer, en cambio, no es una cosa ni la otra: Nolan no tiene piedad. La película muestra la historia de un hombre horrorizado ante sí mismo, que baila entre la inconsciencia, la ceguera y la culpa. Desde una revisitación al mito de Prometeo, aludido de manera explícita al comienzo, toda la película es una reflexión en torno a la idea de la imposibilidad del perdón. Oppenheimer aparece como el nombre en el que una época y una nación se sorprenden a sí mismas extrañadas. Los demás científicos que aparecen tensan hacia un lado u otro las dimensiones conflictivas del protagonista: por un lado, los que preferirían detener el desarrollo de la bomba; por el otro, los que están ansiosos de inventar la siguiente que le gane en potencia. Todos, también Oppenheimer, cuyas reticencias e incursiones políticas aparece como pueriles y titubeantes, avanzan, fascinados por la potencia y la belleza de su propia inteligencia. A su alrededor, los políticos, en pleno éxtasis macartista, se muestran todos y sin matices como infames.
3.
A esta altura el juego con las temporalidades cruzadas, superpuestas, alteradas es una marca del director que ha sabido unir el éxito de taquilla con la complejidad narrativa, a punto tal que uno se pregunta, quizás ociosamente, si no ha quedado ya atrapado en ella y la cumple ahora como una obligación. Oppenheimer se enmarca dentro del género de los dramas judiciales y es, a la vez, una biopic: la historia del científico que logró crear la primera bomba nuclear se cuenta a través de los flashbacks que suscita no un juicio, sino dos (no son juicios propiamente dichos pero en lo que a la narrativa de la película respecta, sí lo son) cuyas escenas se van intercalando: a color, las más alejadas en el tiempo; en blanco y negro, las más cercanas). Lejos de ser condescendiente con el espectador, el film se despreocupa de hacerse entender y las causas y la relativa gravedad de cada una de esas instancias tribunalicias no quedan claras –excepto, claro, para aquel que conoce los detalles de la historia– hasta bien avanzada la cinta.
4.
La mejor decisión: no mostrar la tragedia sino solo a través de los ojos y las alucinaciones del personaje. Nunca vemos Hiroshima ni Nagasaki: no vemos los aviones, ni siquiera vemos las bombas, que aparecen yéndose dentro de cajones. Los camiones que las transportan dejan la base secreta donde fueron construidas y sus creadores las ven irse.
La peor: hacer de la película un tráiler. El canon del cine contemporáneo está marcado por el género del tráiler: estridencia, vertiginosidad, un uso exagerado de la banda sonora. Gran parte de la película, sobre todo la primera hora, parece un gran e infatigable tráiler, solo excusado por la dificultad que supone narrar de manera cinematográfica los procesos mentales y creativos de un científico y de tratar con una de las disciplinas más teóricamente complejas: al final, la sensación de que solo hemos podido ver a la ciencia desde fuera y a través de sus efectos (como los agujeros negros, que el propio Oppenheimer intuyó).
La vertiginosidad del comienzo culmina en el centro de la película con Trinity, la puesta prueba definitiva de la bomba, y luego, como en un gran epílogo, el drama jurídico toma el primer plano y la película se va desvaneciendo. Puede que, considerado sin la emoción de la novedad, la decisión arriesgada de situar el clímax en el centro y no en el cierre, no sea más que un error, pero de errores están hechos –tal como intenta mostrársenos– los grandes hallazgos.
5.
Nolan hace cine de culto para el público masivo: escribe clásicos que tienen la conciencia de serlo. El tiempo dirá si esta vez lo logró o si, acaso, el nuevo clásico se estaba transmitiendo en las salas contiguas, donde las pantallas y la ropa de un público más gregario que el que habitaba las salas de Oppenheimer estallaban de un rosa resplandeciente.
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