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Por Diana Rogovsky | Portada: Olena Sergienko
Cuando era chica no teníamos televisor. Muy pocas familias tenían, así que los vecinos nos invitaban a la tarde a ver La pantera rosa y el Inspector Clouseau mientras se zurcían medias y se tomaba la leche. Después hacíamos los deberes.
Cuando ya hubo dos televisores en casa, uno grande estaba en el comedor y uno chico en el dormitorio de los padres, encajado en un mueble de cedro. Era Noblex, cuadrado, rojo, y la pantalla tenía los bordes redondeados: un objeto de diseño discordante en la habitación que era ya una junta extraña poblada de objetos eclécticos. Ahí veíamos Los invasores, El hombre nuclear, Los ángeles de Charly, en familia. Y la serie Cosmos de Carl Sagan.Y como no había control remoto había que pararse y accionar la rueda de canales que aún retumba en algún circunloquio de nuestros cerebros, si nos concentramos unos momentos.
En esa serie, Cosmos, aprendimos muchas cosas. Además de las tres dimensiones que había postulado Euclides y graficado René Descartes podía haber diez, nueve. Pero había una teoría en particular que decía que la cuarta dimensión era el tiempo: la teoría de la relatividad. Eso nos voló la cabeza. Esa teoría hacía entrar en escena la posición del observador, que modificaba los resultados de lo observado.
También nos llevaban al cine, vimos Hermano sol, hermana luna, Tren estación cielo en el cine Belgrano y en el autocine vimos Et, el extraterrestre, La guerra de las galaxias, y La espía que me amó, con 007.
Muchos años más tarde se inventó el cine en 3D. Por consiguiente descubrimos algo que operaba sobre nuestro pasado: el cine anterior había sido en 2D. El cambio de posición modificaba los acontecimientos.
En 3D vi solo dos películas: Pina de Win Wenders y Maléfica de Robert Stromberg. Otra vez, se me voló la cabeza.
Maléfica relata la historia de la Bella Durmiente del Bosque pero desde otro punto de vista que el del cuento tradicional -un narrador omnisciente-, tomando otro momento y mostrando aquello que se habría oscurecido en el relato original, sus múltiples versiones y la versión fílmica de dibujos animados de los Estudios Disney, que creo habíamos visto en el Cine Cervantes. El trabajo de guión y puesta en escena asume una crítica a la destrucción del planeta que ha operado en el capitalismo actual, una crítica al patriarcado y sus relatos edulcorados respecto del amor (“aquello que llaman amor es trabajo no pago”), la ambición desmedida de poder, los mandatos, el deseo de venganza y el rencor. Al fin, aparece la justicia que intenta reparar. Tiene una lectura posible que es como la de Medea, la tragedia de Eurípides. Y otra que, finalmente, da paz y restablece el equilibrio entre el lado humano de las cosas y el otro, habitado por todo aquello que se sustrae y no puede ser subsumido a la humanidad y sus asuntos. Aparece otro tipo de amor, claro. Un transamor.
La de Pina, de Win Wenders, se estrenó cuando ella acababa de dejar este mundo. Meterte dentro de una obra como La consagración de la primavera mediante movimientos y encuadres que son imposibles para el ojo anclado a un cuerpo en una sala teatral, ver las maquetas de Café Müller desde arriba con sus bailarines emblemáticos bordeándola y mostrándonos los movimientos de los cuerpos entre las decenas de sillas y las mesitas en miniatura, ya perdido en ella (Malou) el rumbo o la ilación de la razón al mirar a Dominique (que rebosa dulzura) contándonos de la obra; ver a la hija de ambos protagonistas, bailarina también, son experiencias inenarrables para quien haya amado estas obras. La película además crea una serie de escenas de conversaciones y traslados con el tren aéreo de la ciudad como fondo, caminatas y escenas de danza en distintos puntos cuyas secuencias y música por años habitaron las redes sociales, adosadas a ciertas frases atribuidas a Pina: “Baila, baila, si no estamos perdidos” o “me importa más saber qué mueve a la gente que cómo se mueve la gente”. Podrían estar escritas en sobrecitos de azúcar, paneles para los departamentos de Airbnb o justamente, las “redes sociales” y carteles en las cafeterías de especialidad.
Ese es hoy, en parte, nuestro mundo.
Los derechos de la obra Pina, según entiendo, se liberarán en breve y a su vez, desaparecieron los fragmentos de sus trabajos de internet si uno busca con el navegador más nuevo y masivo, incluido por default en los dispositivos. Si una rastrea sus viejos VHS con registros provenientes de canales de cable o la Biblioteca del Instituto Goethe o busca por otras vías, accede por ejemplo a Bandoneón, una obra que hizo sobre tangos y presentó en Buenos Aires. También en alguna vieja computadora del Plan Conectar Igualdad se encuentran “convertidas” y guardadas estas maravillas que el mismo cuerpo que les escribía todo lo anterior, pudo también recibir, de algún modo, en el suyo.
Es quizás demasiado. Sobre todo si es todo junto. Así fue ver Pina en 3D en el cine Rocha. Pero recordar Bandoneón en el Teatro San Martín también lo fue: de otro modo, en otra escala, con otros recursos con los que la máquina de sentir que también es este cuerpo, cuenta. Como si hubiera ingresado fácil pero vertiginosamente a los órganos, la cabeza ya se había volado y se hubiera colado el remolino por cada nervio, cada fibra, cada afecto erizándose.
Lo que está en Internet, fácil, cerca de encontrar es Barbazul, la obra de Bausch sobre la creación “operística” homónima de Bela Bartok. Algo de toda esa conmoción se puede incluso vibrar mediante el monitor de la computadora con su puesta de 1977. Es muy Fassbinder todo ello, agrego diciéndolo con esa vocecita que se ubica en el lado izquierdo de la cabeza y me dice “dale, ponelo, que luego te vas a olvidar de todo, finalmente”.
Otro cuento, otra manera de cambiar la posición del observador: el transamor.
Y para dar un final, escribo que me abstuve de contarles de las proyecciones del Planetario con películas acerca de la astronomía del Antiguo Egipto y la historia de la Vía Láctea sobre la cúpula envolvente en donde literalmente flotás en medio del espacio cósmico y la cabeza ya no se sabe dónde se te quedó.
Etiquetas: Cine, cuarta dimensión, Diana Rogovsky, Televisión