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11-08-2023 Notas

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Por Luciano Sáliche

I

Ayer mataron a Facundo Molares Schoenfeld a la sombra del Obelisco. Varios policías encima, el fotorreportero y militante social de 47 años inmovilizado en el piso, asfixia, descompensación, paro cardíaco, muerte. Las maniobras de reanimación fueron en vano. Ocurrió durante una manifestación en una de las plazoletas del centro porteño. La desproporción dice algo de todo esto: había más policías que manifestantes. Hay videos, hay fotos, hay evidencia. 

El gigantesco aparato propagandístico del capital dio su propia versión y generó el desvío discursivo que, dicen, la época necesita: mano dura, orden, paz. “Una Argentina en paz y sin miedo”, dijo Horacio Rodríguez Larreta. Es un mensaje breve, escueto, robótico. Cinco horas después de la muerte de Facundo Molares Schoenfeld, el Jefe de Gobierno porteño le dio el ok a su equipo de Community Manager para que escriba: “Lamento su muerte y extiendo mis condolencias a sus familiares”.

Pero en la oración siguiente del comunicado se lee: “Quiero destacar y respaldar completamente el accionar de la Policía de la Ciudad que actuó con profesionalismo conteniendo los hechos de violencia. En la Ciudad, la violencia es el límite”. En su disputa con Patricia Bullrich —las elecciones del domingo definirán quién de los dos es el candidato a Presidente de Juntos por el Cambio— por personificar la voz del orden y la mano dura, justificó la muerte de un manifestante.

“Los argentinos necesitamos vivir en paz. Especulaciones políticas como las que estamos viendo son inaceptables. Como vengo sosteniendo hace tiempo, tenemos que dejar atrás la violencia, las agresiones y la confrontación”, se lee en aquel texto breve, escueto, robótico. Suena extraño: o está hablando de sí mismo, en contra de sí mismo, de su policía, de la represión ordenada, o la corona de la miserabilidad humana que se puso en la cabeza le está cortando la circulación.

II

Esa misma tarde, tres kilómetros al sur bajando por la 9 de Julio, otra escena que empieza con un palazo, dos palazos, tres palazos. Cuatro, cinco, seis. El séptimo, el último, va a las piernas. El policía se ensaña con un hombre, un señor de ¿sesenta, sesenta y cinco años?, dentro de la estación de tren de Constitución. La línea está detenida, interrumpida, por un grupo de trabajadores ferroviarios que piden el pase a planta permanente, piden que se termine la contratación tercerizada. 

Hay corridas, incertidumbre, represión. El policía persigue al hombre de atrás; ambos caminan. El hombre se cubre como puede de la ráfaga de bastonazos; no entra en pánico. El policía aprovecha y descarga algo parecido a un odio ancestral que el uniforme le permite ejercer. Como si su vida se vertiera entera ahí mismo, como si su existencia se justificara en esos palazos llenos de bronca. Las cámaras televisivas, también los celulares, capturan esos segundos de brutalidad. 

Minutos después, el hombre mira a cámara con una tristeza descarnada. En el fondo alguien grita: “¿A un abuelo le vas a pegar?” Y otro: “¡Somos gente laburadora!”. En la cabeza, en la campera del hombre agredido hay sangre, mucha sangre. No dice nada, no puede decir nada. Solo se limita a señalar al policía que, tres, cuatro metros más allá, está a punto de golpear a otra persona elegida al azar, a otro trabajador que está ahí esperando que la vida no se interrumpa.

III

Esta semana, cuando los vecinos de Villa Giardino fueron a reclamar a la comisaría por la muerte de Morena Domínguez —asesinada durante un robo mientras caminaba a la escuela; tenía once años— también hubo palos. Uno de ellos contó en el programa Pasaron cosas que “a una chica le rompieron la cabeza”. Otra vez, la respuesta a la crisis social, al dolor que se expresa en forma de protesta, de manifestación, de bronca organizada, es “mano dura, orden, paz”: represión.

IV

Cuando murió Santiago Maldonado, el gigantesco aparato propagandístico del capital instaló la idea de que “se ahogó”. Luego se encargó de dejar en claro que sus posiciones anarquistas estaban en el centro de la justificación. Patricia Bullrich era la Ministra de Seguridad en funciones en ese momento, también cuando asesinaron a Rafael Nahuel, a quien asociaron con el “terrorismo mapuche”. En ambos casos, la represión, la brutalidad, parece, es tan solo un detalle. 

Ahora, que no pasaron ni 24 horas de la muerte de Facundo Molares Schoenfeld, Rodríguez Larreta dijo que “fue un infarto”. “Es una persona que estaba enferma”, dijo Bullrich. Mientras tanto, en las redes sociales, un arsenal de perfiles falsos y/o miserables justifica su muerte porque “era un terrorista de las FARC”. Como en Francia, cuando un policía asesinó a Naël, un adolescente de 17 años, y el gigantesco aparato propagandístico del capital se puso a mirar su expediente.

Aunque naveguen en el pasado de cada asesinado, aunque inventen palabras impactantes, aunque refunden la lengua, incluso aunque pongan la cámara en el lugar de la conveniencia, la realidad está acá, frente a todos nosotros, mirándonos a los ojos, hablándonos, diciéndonos todo lo que no queremos escuchar. No hay forma de esquivarla completamente ni hay desvío discursivo que dure para siempre. La realidad está acá: ardiendo, quemando, matando. 

 

 

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