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04-08-2023 Notas

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Por Germán Beloso 

Siberia ediciones puso a circular nuevamente Perder, novela de Raquel Robles (1971), cuya  primera edición es de 2008. Las páginas iniciales ofrecen los datos suficientes para  dimensionar a esta mujer que habla, que ha decidido, después de mucho tiempo, hablar: ha perdido a su hijo y tiene en su historia de vida la marca de la pérdida desde muy temprana edad: “No fui de esas niñas felices que se sorprenden cuando sobreviene un dolor. Había perdido a mis padres, había perdido mi casa, había perdido mi mundo y todo lo que una persona puede perder sin perder la vida antes de cumplir los cinco años”. De inmediato  pienso en la película danesa Una segunda oportunidad, de 2014, dirigida por Susanne Bier. Pero ahí donde el film muestra todo, donde el horror no se escatima, la novela omite, calla. Con estas primeras impresiones vinieron a linkearse también las tragedias griegas. Si las tragedias clásicas detienen la representación en la caída del héroe o la heroína, Perder es una narración articulada muchos años después del acontecimiento trágico, que como  dijimos queda oculto, fuera de la narración, silenciado.  

Regresando a las primeras páginas, allí, lo que se pone en movimiento es el gesto de un  círculo que terminará de cobrar forma al final. Iniciada la lectura todavía no sabemos  desde qué tiempo la voz narrativa comienza a contar lo que no se deja decir: la pérdida.  Esto, que sería el núcleo del dolor, queda fuera, orbitando, es la imposibilidad que tiene la  protagonista de contener y cercar el dolor, de decirlo, de hablarlo. La voz de esta madre sólo tiene, en principio, fuerzas para comenzar a contar los efectos personales del hecho  trágico, es un acercamiento a distancia, e intuimos como lectores que esto que ha  comenzado a contarse en algún momento hará foco en el núcleo del dolor, en el  accidente, en el hijo muerto; pero intuimos mal, porque ahí donde termina la narración se  reinicia el círculo mencionado. Lo único que a esa madre la salvaría de la repetición fatua  e incesante (en caso de que creamos que nuestros males menguan, se aligeran, desaparecen, con su verbalización consciente) sería un giro en espiral, concéntrico, un descenso al fuego. 

Esa es la novela, entonces, esa voz que nos irá revelando lentamente sus coordenadas:  desde dónde habla, en qué idioma habla, a quién habla, desde qué tiempo habla. Esa voz que sólo puede empezar a contar, a poner en palabras, la parte que le es accesible contar,  la parte de ella, su silencio, sus modos de sostener la vida sin vivirla, de acallar “el silbido asmático de la bestia”, esa angustia que duerme en su interior como un animal indómito,  esa voz que sólo puede articular las primeras palabras de su tragedia, en otro idioma,  porque esa es su posibilidad de renacer o simplemente de ser otra, también de explicarse para construir un nuevo vínculo, para comenzar a fortalecerlo. La pérdida dejó secuelas.  La bestia, el monstruo, el animal, quedó dentro, dominando el ser de esta madre. Esa  bestia no solo es la angustia, es la pérdida de la lengua materna, es el silencio, la bestia es  un estado primitivo y vulnerable despojado de lenguaje. 

Con el discurrir de esa voz comenzamos a saber así que en su vida está lo que se ha  perdido, el hijo, pero también lo que la protagonista fue dejando perder, lo que en su  experiencia ya no tenía sentido seguir teniendo. Todos los vínculos afectivos,  circundantes, los corta. Y para eso qué mejor que dejar morir la lengua, qué mejor que  sumirse en el silencio y en las palabras ajenas de los libros devorados unos tras otros para dejar sin efecto los llamados de la realidad, para reducir al máximo el contacto con ella y para sostener forzosamente los pensamientos amordazados con ficciones consumidas  ininterrumpidamente. En un primer momento ese es uno de los modos que la  protagonista elige para silenciarse y existir: la vida ficcional de los libros: la literatura como  evasión, como viaje, como amnesia: “aunque a lo largo de las primeras tres páginas no  entendiera una sola palabra, leía hasta que me esforzaba a entrar en el relato y  abstraerme de todo contexto o sentimiento”. Luego tendrá lugar el viaje en sí, la  protagonista viaja a otro país, es el traslado del cuerpo para que respire otros aires, una  forma de exiliarlo, de extirparlo, de trasplantarlo para ver si tiene nueva vida. Ese viaje,  incluso la novela toda, puede entenderse como respuesta a una pregunta, y sus  variaciones, una pregunta que el texto permite formular: muerto el hijo, ¿qué puede  hacer una madre con la lengua materna?, ¿qué hacer con la lengua afectiva, cuando se está afectada, cuando se está infectada de dolor?, ¿qué hacer con ese acervo cultural y  emocional, la lengua de la memoria y la transmisión, cuando no se quiere recordar, cuando  ya no está el que daba sentido a esa transferencia?

Perder, entre otras cosas, es una voz que narra al mismo tiempo el olvido voluntario de  una lengua cargada de memoria y el aprendizaje de una lengua otra que permita vivir de  nuevo. 

Perder, de Raquel Robles 
Siberia Ediciones, 2022 (reedición)

* Portada: Detalle de «Caballero y dama tomando vino» (hacia 1660) de Johannes Vermeer

 

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