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Por Pablo Manzano
Hay tres etapas en un descubrimiento científico.
Primero, la gente rechaza lo que es verdad;
luego, niega que sea importante,
y, finalmente, atribuye el mérito a quien no corresponde.
Alexander von Humboldt
Se cree que la vida tardó mucho pero mucho tiempo en hacerse compleja, que se producía un cambio cada miles de millones de años y que las bacterias no parecían interesadas en pasar a un nivel más interesante. Hubo que esperar hasta que ellas y otros organismos simples (como rocas marinas vivientes) oxigenaran lo suficiente la atmósfera. De la simbiosis accidental entre bacterias (simbiogénesis) surgieron las células eucariotas. Sin estas nunca se habría producido el gran salto cualitativo, el paso a organismos multicelulares, y todo se habría quedado en un conglomerado de bacterias. ¿Pero cómo se dio el salto de una población de bacterias a otra población de organismos complejos con un sistema nervioso en el que emerge una mente con tendencia a la identidad colectiva? Darwin nos diría que no solo con innovaciones al azar y toques certeros de selección, sino sobre todo con tiempo. Tiempo abundante. Mucho, muchísimo tiempo.
Mientras Darwin insistía en que todo cambio es gradual, iba añadiendo más y más tiempo en cada nueva edición de El origen de las especies. Así iba perdiendo el apoyo de geólogos, biólogos y naturalistas. Hasta Huxley (abuelo de Aldous) y Lyell parecían poco convencidos. La inteligencia de la época se inclinaba por los cambios súbitos en la naturaleza, una idea religiosa basada en un creador inteligente: la naturaleza era tan compleja que debía estar diseñada.
Darwin tenía mi edad cuando escribió el El origen de las especies, que, por cierto, poco dice sobre cómo se origina una especie nueva y mucho sobre cómo una especie puede prevalecer, dependiendo de la independencia que ofrezcan sus rasgos ante el nivel de incertidumbre del entorno (por esto también recibió críticas, algunos ilustrados británicos sostenían que los rasgos beneficiosos transmitidos a la siguiente generación finalmente se diluyen con la mezcla, como se diluye el whisky, decían, haciéndose más débil, a medida que le echas más agua). Probablemente El origen… nunca habría sido escrito si FitzRoy, capitán del Beagle, no hubiera elegido a Darwin como acompañante en aquella célebre travesía.
FitzRoy no acostumbraba a socializar (su rango se lo impedía) con nadie que no fuese un caballero. Ante semejante presión selectiva, Darwin fue elegido por su nariz. Sí: no fue la barba (que por entonces aún no portaba), ni las cejas, ni la amplia frente, sino la nariz de Darwin, acaso innovación azarosa, acaso error (y solución a la vez) de replicación propagado vía reproducción y con una evidente ventaja adaptativa, lo que llevó a FitzRoy a hacer con él una excepción. Le gustaba la forma de la nariz de Darwin porque indicaba «profundidad de carácter». Ambos tenían veintipocos cuando zarparon en el Beagle.
El propósito de FitzRoy era cartografiar aguas costeras con la única finalidad de encontrar pruebas para una interpretación bíblica literal de la creación. Cómo Darwin, pese a su formación religiosa, no era un devoto, las peleas a bordo eran constantes y se producían casi siempre en el pequeño camarote que compartían. Después de cada ataque frecuente de furia, FitzRoy se quedaba resentido durante varios días. Los momentos más relajados y apacibles que pasaban solían ser de tristeza y melancolía. Darwin sabía que FitzRoy procedía de una familia de condes y vizcondes depresivos y suicidas. Lo que no sabía, y recién supo al final de la travesía, era que a su regreso FitzRoy se casaría; ni una sola vez en cinco años a bordo el capitán le había hablado de su prometida.
Por lo demás, la travesía en el Beagle fue para Darwin la gran experiencia formativa de su vida. Así como hoy en día la gente sin profundidad de carácter ama viajar, en aquel entonces Darwin no volvió a hacerlo; regresó a su casa y ya no salió de su maceta inglesa. Se puso a leer a Malthus y a escribir notas (aunque se dice que el padecimiento del mal de Chagas, contraído en Sudamérica, apenas le permitía concentrarse veinte minutos seguidos). Una vez que escribió El origen…, mantuvo en secreto su teoría por temor al escándalo, y lo cierto es que aquel manuscrito podría haber seguido encajonado hasta su muerte si no fuera por otro borrador que le llegó por correo: «Sobre la tendencia de las variedades a separarse indefinidamente del tipo original», por Alfred Russel Wallace. La similitud entre ambos textos lo dejó perplejo. Aunque hay que decir que Wallace y Darwin ya se habían escrito antes; Darwin incluso le había advertido a Wallace discretamente que consideraba el tema de las especies como un área de conocimiento exclusivamente suya, ya que sus primeras notas habían sido escritas veinte años atrás. Wallace, al parecer, no se había dado por enterado. Lo que lo impulsó a enviarle a Darwin su borrador fue que Darwin le había dicho que estaba preparando la publicación de su propia obra, lo cual no era cierto.
Mientras que lo de Wallace era pura intuición, lo de Darwin era puro método. Finalmente, en 1858, presentaron su teoría juntos (aunque Darwin no estuvo presente, aquel día él y su mujer estaban enterrando a su hijo). Los veinte asistentes a la presentación no mostraron el menor indicio de estar siendo testigos de algo importante. Solo un profesor de Dublín escribió más tarde una reseña sobre la nueva teoría: «Todo lo nuevo es falso, y todo lo cierto es viejo». Wallace fue desapareciendo de la escena, perdiendo prestigio en la comunidad científica debido a su interés por el espiritismo y la posibilidad de vida en otros planetas. La teoría pasó a ser solo de Darwin.
Al revelar su teoría al mundo, Darwin decía sentirse «como si estuviera confesando un asesinato». Aun así, siguió trabajando en la ampliación de su manuscrito, que finalmente se publicó con una tirada de 1.250 ejemplares. La obra tuvo más aceptación entre lectores medios que entre entendidos. Por una parte, le reclamaban la falta de evidencias de su propio crimen (¿Dónde están los fósiles, Darwin?), las formas intermedias que debían dar testimonio de la vida en las aguas primitivas previa a la exuberante explosión cámbrica y sus singularidades anatómicas, de las que sí había registro. Por otro lado, como ya se ha mencionado, el proceso evolutivo gradual de Darwin requería de una cantidad de tiempo (mucho tiempo) que no se le quería conceder. Y, como también se ha dicho, El origen de las especies no decía prácticamente nada sobre el origen de las especies.
Quien acudió al rescate de Darwin, en 1865, fue un monje del Imperio Austrohúngaro hijo de campesinos. Se llamaba Mendel, y, dicen quienes lo han leído, jamás llegó a utilizar la palabra gen. El monasterio en el que Mendel habitaba (en Brno, aquí cerquita, hoy Chequia), no solo contaba con una biblioteca de 20.000 volúmenes sino también con una reconocida tradición en la investigación científica. Se sabe que Mendel, quien se hallaba estudiando la herencia en las semillas, había leído una edición en alemán de El origen… (se sabe también, pero esto es otra historia, que los resultados de sus experimentos con semillas eran demasiado buenos para ser verdad y que sus datos fraudulentos fueron el origen de la genética moderna). La obra de Darwin planteaba la idea de que toda la materia viva está emparentada y su ascendencia se remonta a un origen único común. Pero fue la obra de Mendel la que aportó el mecanismo no identificado que permitía explicar cómo eso era posible y narrar la historia de la primera cosa viva que se dividió y produjo un heredero al que le pasó una pequeña masa de material genético. En palabras de Wallace, la tendencia a separarse indefinidamente del tipo original. La idea de que la vida es toda una y que toda cosa viva es una ampliación del original con sus retoques, ajustes y modificaciones (las mismas funciones químicas en las frutas que en los seres humanos).
Eso de que Mendel acudió al rescate de Darwin es más bien un recurso expresivo, porque la verdad es que nunca se pusieron en contacto y que a Mendel en su momento tampoco le hicieron mucho caso. En cuanto a El origen de las especies, fue justamente la falta de adhesión entre las eminencias de la época lo que lo convirtió en obsesión de concurridos y alborotados foros científicos, a los que Darwin, por supuesto, nunca asistía. Las versiones varían, pero siempre se habla de más de mil presentes y de cientos que se quedan en la calle, de enfrentamientos y chicanas, de alguna lady desmayada, de obispos y antidarwinianos indignados. Y hay quien dice haber visto una vez a FitzRoy vagando por la sala de conferencias, sosteniendo una biblia en lo alto y gritando: «¡El Libro, el Libro!».
Darwin y Mendel, sin saberlo, habían establecido los cimientos para la ciencia moderna. Pero habría que esperar hasta el siglo siguiente. Recién en los años treinta y cuarenta sus obras fueron retomadas, validadas, reconocidas y complementadas. La aceptación tardó bastante tiempo en llegar. Aunque no tanto, si se piensa en la vida. Apenas setenta, ochenta años.
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