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15-08-2023 Notas

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Por Cristian Rodríguez

Este Macbeth de Habitación Macbeth que pervive en los años, es el eco, la pasión, el homenaje y la estela de aquellas célebres ocasiones en que vimos a Lorenzo Quintero -a quien está dedicada esta obra- interpretando La Metamorfosis de Kafka. Animal ornitorrinco, animal mitológico, cucaracha, animal humano que repta y se pregunta por la condición de lo humano y de la humanidad. En este primer espejo, choca con lo humano de aquella condición, choca con lo humano del poder y la pregunta sobre el misterio de la política que nos vuelve inhumanos. No se trata sólo del parricidio originario, no se trata sólo de las ansias filicidas desplegadas hacia los súbditos del rey, no se trata sólo de los destinos de Hécate que vanaglorian y arrojan a este personaje Macbeth de sujeto y ciudadano, de sujeto de derecho y ciudadano contemporáneo a brutal Nosferatu. ¿Qué emerge aquí, en los ecos de la adaptación que hiciera de Drácula, Werner Herzog?

En la línea de ese vampirismo intelectual, decisivo e irremediable, esta criatura Macbeth de Pompeyo Audivert ocupa la totalidad de la escena de un modo deliberado. Porque esa es la dimensión de su estrategia y de su avaricia. No puede serlo de otro modo, ese cosechero de la muerte y de los decapitados, mientras el resto, es decir nosotros, contemplamos en las sombras. Los espectadores a quienes se dirige este Klaus Kinski tremendo y lúcido, somos las sombras que no nos animamos al asesinato y a la acción. Estamos inmovilizados, Macbeth nos lo señala y nos condena, como un signo de época que no nos deja vivir sin el artilugio de la traición.

Parece ser un signo de época donde retrocede también la condición de lo humano a la mismidad Post Auschwitz, un automático de la humanidad al que se le soltó el cerrojo, reducida a la anti poesía. Sin embargo, el devenir del texto transita, en su adaptación y en su reescritura, por todos los relieves, recovecos y riquezas que nos ofrece nuestra lengua, afín al poema. Pero es un contrapunto, entre otros, ya que este es una obra de espejos, y así lo propone y lo proclama su autor.

Como el espejo mismo de la habitación en la que Macbeth y Lady Macbeth se atraviesan uno a otro, se transforman en unidad hermafrodita que hará estallar la escena. La escena que deciden apropiarse a toda costa, posible reflexión sobre las políticas globales. Hacer política de lo absoluto, brincar en las políticas de los totalitarismos que nos hacen recordar el texto de Zygmunt Bauman, Modernidad y Holocausto. O aquel concepto de que ésta es una sociedad posindustrial y apocalíptica. Entonces, Habitación Macbeth empuja hacia el Apocalipsis, y de ese Apocalipsis, Macbeth, el personaje, es el maestro de ceremonias.

¿Qué puede devenir de semejante horror, sino aquello que nos aterra y que incluso constatamos en el plano de la clínica?: Macbeth asesina el sueño, dice Lady Macbeth. Asesinó el sueño, y luego, más tarde, el propio Macbeth, dirigiéndose desde el púlpito del papa o el presidente o el consorte visible del poder global, nos señala: así es, maté el tiempo, el tiempo ha muerto. Émulo y reflejo de dios ha muerto. Por un tiempo Macbeth es dios en esta obra, Macbeth es quien se autogenera y se da nacimiento a partir de ese horror, desde la montaña de huesos.

En ese caso, asesinar el sueño es el opuesto del trabajo humanista, del trabajo romántico, del trabajo de discernimiento que emprendió el psicoanálisis. Separándose de las ciencias duras a fines del siglo diecinueve, intentando recuperar la dimensión del soñar, la dimensión deseante y la dimensión del porvenir de una ilusión. Como un reclamo de aquello que ya estaba agazapado en los horrores por venir contemporáneos al alumbramiento del Siglo XX. En El París de Baudelaire, de Walter Benjamin, la electricidad de la ciudad luz París, la electricidad por venir hacia los grandes centros urbanos y en los conglomerados industrializados, alrededor de los cuales prosperan las nuevas grandes ciudades, esa luz nos ha arrebatado la noche. En el efecto de habernos quedado sin noche, la propuesta freudiana sobre el trabajo del sueño, la interpretación de los sueños, y del sueño como vía regia al inconsciente es el establecimiento de la dimensión de lo humano, que retomará Lacan como indagación del sujeto en relación al significante. Significante de la falta en el Otro, que es suponer una apuesta no sólo estructuralista sobre el significante y del significante como técnica, sino una propuesta de que no somos sin el otro, sin los efectos de la estructura de la comunidad y de la estructura con el otro, garantía del significante y del tesoro de significantes en la inscripción propia del sujeto.

Macbeth está ávido de un poder ciego, y en su muerte se refleja el problema de la reedición, no solo del trabajo del actor en la escena, sino de la brutal reinstalación, noche tras noche, de la posición vampírica del todo arrasador, del delirio consumado y contemporáneo de las sociedades de control mediatizadas.

Este tiempo actual y post pandémico está atravesado de grandes alegrías y profusas promesas de instantaneidad, pero como nunca es la época del control total de los dispositivos tecnocráticos sobre la dimensión del sujeto. Los dispositivos tecnocráticos detrás de los cuales se encuentra una promesa de felicidad -sombras, para que otros acometan el asesinato de lo humano. Piensa por nosotros, o eso intenta. De la misma manera que Macbeth, casi citando a Lacan en esta obra que Pompeyo Audivert, en una dimensión de una lucidez implacable, nos arroja en la cara, que este es el imperio de la debilidad mental. Va un paso más allá de la propuesta lacaniana que señalaba que lo propio de la cultura contemporánea es la debilidad de pensamiento. Dejando la debilidad mental para los fenómenos particulares, problemáticos y psicopatológicos de la holofrase.

¿Pero acaso Pompeyo Audivert no tenga razón, al referir, al referirnos que estamos en el imperio de la debilidad mental? Los alrededores de la holofrase suponen, precisamente, que la relación entre S1 y S2 está soldada. Es decir, que no hemos podido inscribir allí la división subjetiva y no hemos podido instalar la caída del objeto a en la serie de los significantes, es decir, en la experiencia humana, en la serie de la lengua. No somos, entonces, los portadores de esa lengua, los transformadores de esa lengua y los transmisores de esa lengua, sino que somos simplemente sombras, replicantes de una fórmula que nos es dada encajonada, y que no hemos podido deducir como tal. La trampa es, entonces, que no estamos recibiendo una auténtica transmisión del significante de la falta en el Otro, sino que estamos siendo condenados a la posición de la debilidad mental.

Pompeyo Audivert, aún en esta versión ultra contemporánea de Macbeth, nos dedica un universo único y destinado al sufrimiento intemporal del Nosferatu, arrojado por fuera del amor, estallando los espejos del amor, feminizando la codicia en Lady Mácbeth que sabe transformarla en muerte cierta, “ya que el cuchillo -y la mano- es más rápida que el pensamiento”. Reforzando así también la idea de esta debilidad mental o arrojándonos a ella, invirtiendo la fórmula por la cual Lacan había girado el símbolo de Saussure, y había colocado el significante por encima, es decir, la daga del significante por arriba de la mano del pasaje al acto.

Esta retroversión hacia la daga del pasaje al acto que mata primero, ultramoderna, no es sin una consideración eficaz, que la estructura de la obra mantiene, tal como Macbeth señala en la obra, lo propio que los griegos ya conocían. En el instante de este parlamento, Pompeyo Audivert nos mira profundamente, sin decirnos qué es eso propio y tan evidente, qué es lo que allí es evidente. Tal vez, tanto la evidencia del proceso de elaboración que tendremos que hacer, llevados de la mano de la catarsis, como el de uno de los aspectos formales donde se sostiene una relación de intertextualidad permanente con lo más parecido al Corifeo. En escena, un músico, un chelista que interpela y dialoga rítmicamente, armónicamente, melódicamente, con el parlamento y con el devenir de la actuación de Pompeyo Audivert. Él mismo, en su función de músico corifeo -interpretado por Claudio Peña-, para refrendar que allí la música es el coro que interpela, toma la palabra en el momento crucial para señalarle que indefectiblemente el destino lo ha alcanzado. El final de la obra nos devuelve a los aplausos, al reconocimiento de la dimensión humana de este Macbeth y a la dimensión humana de este enorme actor y de esta enorme actuación, en la que decide saludar en la escena con su Coro, es decir, el músico que ha tomado las vestiduras históricas del Coro que nos recuerda que estamos despiertos.

Habitación Macbeth es un intento de despertarnos y de correlacionar, por un lado, la asfixia de mantenernos solo en una relación especular en esa habitación Macbeth, donde reaparecerán indefectiblemente renovados, como en un juicio final, los peores y los más macabros impulsos de lo humano, la inhumanidad del universo contemporáneo que nos ha regalado el siglo veinte y que sigue sin dormir. En este sentido, Habitación Macbeth no habita lejos de A puerta cerrada de Sartre, pero, por otra parte, nos regala la propuesta, milenaria, del Coro que señala que no hay encierro permanente, no hay encierro perpetuo, sino a condición de una intervención externa, lúcida, fatal, luminosa, esclarecedora y también humana, que dé la dimensión de que allí las pasiones encuentren finalmente un sitio y una manera de proseguir sin carnicería y sin loquero. Macbeth no es aún el momento de ese encuentro liberador.

Y tal como este Macbeth nos señala, nos persiguen los fantasmas de nuestros propios muertos, los espectros de las muertes no elaboradas y nuestra propia existencia fantasmal, no sólo atrapados en nuestras fantasías irrealizadas sino en la vida fantasma y factoría, se llame destino o condición de época, que no deja rastro salvo como efecto de otro que concibe por nosotros, un bien supremo, una ética del bien como nuevo absolutismo. “De ello resulta que a medida que algo de lo real él presenta, está ofrecido a un mayor soborno en el fantasma” -de Nota sobre el niño, Jaques Lacan, Otros escritos-. Contra esto se revuelve este Macbeth, y el de Shakespeare también, y eso a pesar de sus escrúpulos.

Esta sea tal vez reflexión de época, somos finalmente el proyecto inanimado de un dios/Godot ausente que Beckett supo no iba a llegar a rescatarnos. Por eso hay también en este Macbeth/Lady Macbeth una disquisición en la que lo humano intenta revolverse contra su condición de simple émulo a imagen y semejanza de dios, también contra su condición superyoica y solipsista. Este Macbeth, y a como sea, quiere trascender, prefiere estar en la escena a estar en el inframundo de las sombras -y hay también algo profundamente humano en ello-, existir más allá de la maquinaria infernal, volverse humano y en este caso, por la vía dolorosa del aprendizaje que propone la tragedia.

 

 

 

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